El aullido de las sirenas la despertó poco antes del amanecer. Nunca había sabido distinguir las de la policía de las de las ambulancias ni estas últimas de las de los bomberos. Maldijo el bochorno estival que obligaba a dormir con las ventanas abiertas y se giró, con los ojos aún cerrados, para abrazarse al cuerpo casi desnudo de Tomás. Pero sólo abrazó el vacío.

Las sirenas se callaron en ese momento y ella suspiró, entre aliviada por recuperar el silencio y disgustada por la ausencia de su hombre. Habían vuelto a discutir la noche anterior y, como en tantas otras ocasiones, Tomás se habría levantado de madrugada. Lo supuso fumando en el balcón. Es lo que solía hacer, como si de una extraña ansiedad autodestructiva se tratara. A pesar de recomendar a diario a sus pacientes lo contrario ―él, que fue número uno de su promoción en la facultad de medicina y que seguía a ultranza ese código deontológico que le impulsaba a ayudar a todo el que estuviese a su alcance, excepto mediante el ejemplo―, fumaba y fumaba sin parar cada vez que se enfrentaba a una situación tensa. Y no solía reaparecer en el dormitorio, dispuesto a hacer las paces, hasta acabarse el paquete. ¡Una vez hasta se fumó dos cajetillas enteras de una sentada!

Laura resopló al recordar aquella ocasión y casi sonrió. Después, abrió un instante los ojos y, para su sorpresa, los vio en la penumbra. Seguían ahí, en su mesilla, el paquete de tabaco y el mechero, intactos junto a las llaves, tal y como él, metódico empedernido, los dejaba cada noche al acostarse. Frunció el ceño, extrañada.

Entonces sonó el timbre del portero automático. Se incorporó sobresaltada, pero no se atrevió a contestarlo. Acababa de ver, además de las llaves y el tabaco, su ropa bien doblada y ya se temía lo peor. Salió al balcón asustada, temblando. Buscaba a Tomás, pero sus miedos comenzaron a confirmarse: no lo encontró allí. Entonces se arrimó a la barandilla, asomándose a la calle. Justo debajo vio ambulancias, coches patrulla, y una manta marrón que cubría un bulto, posiblemente un cuerpo sin vida.

Los ojos de Laura se anegaron de lágrimas. Intentó gritar, sin éxito, su nombre. Tomás, Tomás, ¡Tomás! Eso quería hacer, llamarlo con fuerza, tal vez con la esperanza de que, al escucharla, el bulto bajo la manta recobrara la vida y se levantara y anduviese, como Lázaro. Pero las palabras no salían de su garganta y, además, ella no era Jesús…

Otra vez sonó el timbre del portero automático, insistente e inmisericorde. Según lo escuchaba el dolor se apoderaba con más fuerza de su corazón y su alma. ¡Lo amaba tanto! Una lágrima se deslizó por su mejilla, humedeciéndola.

Decidió no responder a esa llamada, que seguía repitiéndose con constancia interminable. Sabía, estaba segura, que le traían la peor de las noticias. Suspiró hondo y casi pudo sentir el olor de su tabaco mientras los por qué se atropellaban en su mente, agarrados a enormes signos de interrogación. ¿Por qué tuvimos que discutir otra vez? ¿Por qué no hicimos las paces y el amor antes de dormirnos? ¿Por qué, Dios mío, por qué no estuve con él en el balcón para escucharlo y evitar que se tirara? ¿O por qué, sencillamente, no estoy con Tomás ahora mismo, ahí abajo, compartiendo el mismo destino, como Romeo y Julieta? De repente, presa de la desesperación y como respuesta a su última pregunta, sus manos se agarraron a la barandilla y sus piernas, autómatas incontroladas, la impulsaron al vacío.

Y Laura voló en sollozos durante el par de segundos que duró su caída mientras Tomás, que media hora antes se había despertado por el estrépito de un terrible accidente y que había acudido raudo ―y en calzoncillos― a auxiliar al desafortunado motorista que yacía bajo la manta, volvía a pulsar en el portal, con manifiesta impaciencia, el timbre del octavo A.

Sergio Reyes Puerta

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