En este vertiginoso mundo donde los poderes fácticos y la tecnología caminan de la mano, estamos presenciando otra vuelta de tuerca que bien podría hacer que el mismísimo George Orwell se removiera en su tumba: una empresa ligada al gurú de la inteligencia artificial, el fundador de Open AI, ofrece una modesta suma de (cripto)monedas a cambio de un dato biométrico único: el mapa de tus ojos (el poeta que hay en mí no ha podido resistir expresarlo de esta manera). O sea, del escaneo de tu iris. Han bautizado al cacharro que lo realiza con un nombre que no desentonaría en una película de ciencia ficción ochentera: el orbe

Ahora que la privacidad está tan pasada de moda como los refajos y la cesión de datos personales es tan inevitable como la inflación, esa empresa ha decidido elevar la apuesta. ¿Por qué limitarse a comerciar con datos tan irrelevantes como tu DNI, teléfono, ubicación o preferencias sexuales cuando es posible hacerlo con tu iris… en menos de un parpadeo?

Y si los ojos son el espejo del alma, ¿no es justamente eso lo que se está poniendo a la venta? Sin embargo, el pionero en transacciones anímicas fue el mismísimo Fausto, que acabó en la bancarrota. Siempre habrá quien piense que esto son minucias, porque, ¿quién necesita un alma si a cambio puedes obtener ganancias (in)tangibles como unas criptomonedas? Conviene aquí traer a la memoria el caso de Judas, que por treinta monedas de plata… Bueno, ya sabe usted cómo acaba la historia: demos gracias a que la criptocrucificación aún no es una realidad.

“Si lo que tu ojo ve te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar tuerto en la vida, que con los dos ojos ser arrojado al fuego del infierno” nos advertía el evangelista Mateo. Parece que su consejo adquiere un nuevo significado en esta era digital, donde la tentación de vender nuestra identidad de por vida por un rápido y efímero beneficio es más poderosa que nunca. De hecho, en todas partes del mundo (excepto en los pocos lugares donde se ha prohibido), se forman colas interminables de personas a las que se la trae al pairo que se desvelen los secretos de su mirada.

No obstante, observo en esta situación una clara actitud discriminatoria: ¿pueden valer lo mismo unos ojos llenos de experiencias maravillosas, o empapados del néctar del conocimiento, que aquellos que se han nutrido de bailes de tiktokers o de memes de gatitos? ¡Me niego a aceptarlo! Estoy considerando seriamente llevar el caso al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.

Y es que, al parecer, todo el mundo tiene un precio. Me pregunto qué me dejaría escanear yo por un puñado de monedas virtuales. Se me ocurren órganos y zonas de mi fisiología que no osaría mencionar aquí para no herir sensibilidades, pero

¿mis iris? No quiero acabar como uno de los protagonistas de “Minority Report”, aquella película en la que el personaje principal, John Anderton —interpretado por Tom Cruise—, se somete a una cirugía ocular ilegal para cambiar sus ojos y así evitar ser detectado por los escáneres de retina que están por todas partes en su distópico mundo futuro, cada vez más cercano.

Tal vez deberíamos recordar el sabio consejo que nuestras madres nos daban cuando éramos niños: nunca aceptes dulces de extraños. Pero, ¡oh, cómo han cambiado los tiempos! Ahora, en lugar de dulces, los extraños nos ofrecen criptomonedas, un cebo mucho más tentador y apetitoso. ¿Desde cuándo hemos cometido el imperdonable error de desoír los consejos maternales? Además, como nos recuerdan los economistas, “si cuando el servicio es gratis, el producto eres tú”, imagina si además te pagan. ¡Estamos siendo consumidos y ni siquiera nos damos cuenta, como la rana que se cuece a fuego lento en una olla!

Como el humo, la avaricia ciega nuestros ojos. Sí, señoras y señores, ¡resistamos la tentación de sacrificar nuestra esencia por un beneficio crematístico! Aunque recibir recompensas solo por facilitar nuestros datos pueda parecer un sueño hecho realidad, no debemos olvidar que, al final del día, somos mucho más que simples productos para ser consumidos por intereses corporativos. Dicho lo cual, me disculparán, pero debo dejarles para consultar mis redes sociales, ir a comprar al supermercado, llenar el depósito de mi coche, renovar mi móvil, mi tablet, mi tele y mi PC, ignorar las guerras que llenan las arcas de la industria armamentística a cambio de vidas humanas, realizar un pedido de bienes superfluos a Amazon y llamar al de Glovo para que me traiga una pizza, aunque llegue fría. ¡Buen provecho!

Javier Serra

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