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A la joven Alicia, le habían contado muchas veces las sensaciones tan fuertes que sentiría, al tener por primera vez a su hijo entre los brazos. Le contaron la profunda emoción al sentir las primeras pataditas en su vientre, le contaron sobre ese mágico contacto en su mirada al darle de mamar. No sintió miedo al quedarse embarazada, eran tantas las ganas, no sintió miedo al dolor o a las complicaciones que pudiera haber al dar a luz, no le dio miedo enfrentarse al mundo por su hijo, esa emoción tan poderosa la hizo sentir valiente.

Sin embargo, justo al arrancar el primer llanto y sentir a su indefenso bebé recostado sobre su pecho aun con el cordón que los unía, sintió miedo por primera vez, un miedo atroz, un miedo desconocido. No le dio miedo dar a luz, ni siquiera asegurarse de que sobreviviría, ni miedo a las enfermedades o a la muerte súbita, le tenía miedo a otra cosa.

De repente, como si fuese una película vio toda su infancia hasta ser adulta, para descubrir que su miedo era no saber enseñarle a ser feliz. Porque ella nunca aprendió. Miedo a que creciera atado a la infelicidad como ella hizo toda su vida. Miedo a que heredara su adicción a la desdicha, miedo a que heredara sus complejos, a que tuviera tantos miedos como ella, miedo al mismo miedo. Toda la valentía que había tenido hasta ese momento parecía escapársele por los dedos, una torre de naipes otoñales caía ante ella, una idea terrible se estaba gestando en su interior, su hijo sería un desgraciado como ella. En los días posteriores, la agonía y un llanto casi irrefrenable, estaban enturbiando la frágil felicidad de haber traído al mundo a lo que más quería y los demás lo llamaron depresión posparto.

Una de las jóvenes con las que fue a hacer ejercicios de preparación para el nacimiento, también había dado a luz y vino a visitarla con su madre, Elena y su bebé. Las dos lloraron al contárselo todo, pero una lloraba de alegría y la otra encerraba un dolor. La madre de su nueva amiga fue la única en darse cuenta de que sus lágrimas eran de otro color y entonces quiso ayudarla.

–Es hermoso todo el proceso –dijo Elena– desde la confirmación de embarazo hasta tenerlos en brazos, son tan tiernos.

–Si, –escueta contestó Alicia tratando de ocultar la niebla en su mirada.

–Pero hay otro proceso también hermoso –continuó Elena, escogiendo las palabras– un proceso que muchas mujeres de mi edad ya hemos vivido. Ver como tu bebé crece y se va construyendo un ser con ganas de vivir y llegar a ser un adulto feliz.

Alicia comenzó a llorar sin contenciones y con aquellas lágrimas ya no hicieron falta palabras. Elena cogió las manos de Alicia entre las suyas y la miró a los ojos.

–Querida, todos los padres en un momento u otro nos enfrentamos a un miedo que te está privando de disfrutar a plenitud de la felicidad de este momento. El miedo a si nuestros hijos serán adultos felices. Si como padres sabremos enseñarles a serlo.

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Alicia, aunque llorando, escuchaba con ganas al ver que Elena sabía bien lo que estaba sintiendo ella.

–Yo no tuve una infancia buena, –continuó aquella señora dispuesta a ayudarla, como le hubiese gustado a ella que a su edad alguien lo hiciera– mis padres sabiéndolo o sin saberlo se encargaron de que me criara llena de complejos y miedos que me impidieron ser feliz, considerando que la felicidad no es algo absoluto, la vida a veces trae malos momentos para que la valoremos, de modo que no siempre puedes estar en lo alto de la noria, a veces estás abajo, pero la rueda hace que vuelvas arriba y sientas de nuevo el cosquilleo en el vientre de estar viva. Sé lo que te ocurre y no es depresión posparto ni nada parecido, yo me sentí igual que tú.

Su hija también escuchaba atenta, nunca había oído esa historia, de hecho, nunca se había sentido así, no compartía ese miedo ni siquiera ahora al tener a su bebé, se sentía segura.

–Alicia, –continuó Elena– me costó algún tiempo descubrir que a veces podemos ser nuestros peores enemigos, podemos acosarnos a nosotros mismos, ser nuestros propios matones. La realidad del mundo es un constructo de nuestra mente. Dos personas en el mismo lugar y con las mismas circunstancias pueden crear en su mente mundos distintos y por ende vivir diferentes realidades. Esto no tiene por qué ser malo, en todo caso nos brinda la oportunidad de crear el mundo que nos rodea de manera más favorable, una realidad en la que no tengas complejos ni creas que lo haces todo mal, ni le tengas miedo a vivir como te hicieron creer. Todos tenemos un niño pequeño dentro de nosotros al que llamamos inconsciente, esa parte de nosotros suele estar llena de creencias erróneas heredadas, de prejuicios y de interpretaciones equívocas, su percepción suele ser la de un niño asustado y en ocasiones mal criado por el que a menudo nos dejamos guiar. No siempre se equivoca sobre todo con respecto a la supervivencia, pero en cuanto a la imagen de nosotros mismos y con respecto a cómo esta interacciona con el mundo, muy a menudo sí lo hace. Es lamentable pero ese pseudoniño suele influenciar al adulto que es padre o madre mientras educa a sus hijos, de modo que irremediablemente inculca en el inconsciente de su hijo todos sus miedos, complejos y otros desperdicios. Por esa razón la gran mayoría de las personas padecemos este mal, porque lo heredamos de padres a hijos en una espiral sin fin. Sin embargo, no es imposible corregir este desmán, para eso hay que plantarle cara y dejarle las cosas claras, recordarle que tú eres el adulto y por eso eres tú quien debe responsablemente poner unas limitaciones y enseñarle a ver el mundo de manera más correcta. Si educas a un niño desde tu niño reeducado conseguirás un adulto con un inconsciente educado y eso puede evitar muchos males. ¿Podrá tu hijo ser un adulto feliz? Por supuesto que sí, solo hace falta que tú lo seas primero. En todo lo que quieras que aprenda tu hijo, no le enseñes el cómo, sé tú lo que quieres que aprenda. Jamás contarás con una motivación mayor, debes hacerlo por él. Quiérete y él se querrá, sé valiente y él lo será, sé optimista y él lo será, no te machaques a ti misma menospreciándote y él no lo hará, no necesites la aprobación de los demás y él no la necesitará, no tengas miedo a equivocarte y él no lo tendrá, sé feliz y él lo será.

Su propia hija que estuvo atenta escuchando como su madre hablaba a Alicia, ahora entendía por qué no tenía ese oscuro sentimiento. Elena la crio al tiempo que reeducaba sus creencias equivocadas, al tiempo que borraba todo lo que le habían enseñado y comenzaba a aprender por primera vez quién era ella misma y como verse reflejada en los demás, incluso en su hija.

Alicia aún con lágrimas, sacó a su bebé de la cuna y lo abrazó como había deseado hacerlo desde que nació.

Manuel Salcedo

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