La leyenda de Antonio Gómez Villaescusa, el hombre que soñó un hotel
En las tierras donde el Peñón de Salobreña acaricia el mar y el tiempo parece detenerse al rumor de las olas, nació una historia tejida con esfuerzo, constancia y visión. No se trata de un héroe de espada ni de escudo, sino de un hombre común con un sueño extraordinario. Su nombre: Antonio Gómez Villaescusa.
Dicen los más viejos del lugar que Antonio no aprendió a andar, sino a servir. Que cuando otros niños jugaban entre callejas, él ya miraba tras la barra del Peñón con la curiosidad brillante del que intuye su destino. Tenía apenas ocho años cuando su niñez se cruzó con la hostelería, no como obligación, sino como cuna. Entre vasos y bandejas, aprendió el arte del trato humano, el valor de la presencia, la importancia del detalle.
Aun así, no renunció al saber. Estudió Magisterio, y entre libros y pizarras, alternaba sus días festivos trabajando en el negocio familiar. Pero cuando vio que con una semana de trabajo podía igualar el sueldo de un mes como maestro, supo que su camino no estaba en las aulas, sino en las mesas, en las cocinas, en los saludos al huésped. Así decidió apostar por su vocación.
Antes de casarse, sus padres le ofrecieron un primer escenario: una casa en La Caleta, al pie del Monte de los Almendros. Allí, en ese rincón, levantó su primer restaurante. Fue su taller, su fragua, donde durante casi una década consolidó los pilares de lo que sería su obra mayor. Pero su espíritu no se conformaba. Desde los veinticinco años, guardaba en la mente el boceto de un sueño: un hotel con alma de casa andaluza, vestido con la nobleza de lo antiguo y el temple de lo auténtico.
Y así, mientras otros descansaban, Antonio compraba muebles de anticuario —rotos, abandonados, olvidados— y los devolvía a la vida. Con sus propias manos les daba pan de oro, les reconstruía las bolillas, les insuflaba dignidad. Cada pieza era un poema restaurado, una promesa de futuro. Guardaba muebles, cortinas, ideas. No era un coleccionista, era un constructor de sueños.
Con paciencia de relojero, ahorró durante años, hasta que, llegado el nuevo siglo, comenzó la gesta: consiguió permisos, solicitó préstamos, y obtuvo una subvención de la Junta de Andalucía. El terreno, compartido al principio con su cuñado, pasó a ser solo suyo. Y con el apoyo de ese mismo cuñado —constructor de la empresa Saimá— el sueño se alzó en ladrillos y en alma: nació el Hotel Avenida de Salobreña.
No se conformó con abrir las puertas. Empezó con dos estrellas y las convirtió en tres. Cada temporada invertía lo ganado en mejorar el hotel: habitaciones nuevas, apartamentos ampliados, detalles cuidados al extremo. La esencia era clara: mantener el hotel como el primer día, o incluso mejor. En sus palabras, no se trataba de tener un negocio, sino un legado. A sus 75 años, Antonio siente que la obra está completa. Y ahora, con serenidad de patriarca, deposita la antorcha en las manos de su hija Judith, arquitecta superior, y de su nieta, que desde niña lo acompaña por los pasillos del hotel, aprendiendo como él lo hizo, casi por intuición.
Pero todo hotel con alma guarda historia y visitantes ilustres. En sus estancias han dormido artistas famosos, grupos musicales, cantantes reconocidos y hasta la inolvidable periodista Paloma Gómez Borrero. No por azar, sino porque el Hotel Avenida —gracias a su acuerdo con la oficina de turismo— se ha convertido en el refugio de quienes buscan lo genuino, lo bello, lo auténtico.
Y así, como en toda leyenda que se precie, lo importante no es solo lo que se ve, sino lo que se siente. Porque Antonio no solo construyó un edificio: levantó un símbolo. En cada pasillo hay un eco de su esfuerzo, en cada mueble restaurado, una lección de paciencia. En cada huésped satisfecho, el reflejo de una vida dedicada a hacer sentir bien a los demás.
Hoy, mientras el mar sigue besando las rocas del Peñón y Salobreña guarda en su entraña los secretos del tiempo, la figura de Antonio Gómez Villaescusa se alza, serena y firme, como un caballero moderno cuya lanza fue la dedicación y cuyo escudo fue el trabajo.
Un hombre hecho leyenda, que soñó un hotel… y lo hizo eterno.
EL HOTEL AVENIDA
Y cuentan que una vez alzado el Hotel Avenida Tropical, no se detuvo la leyenda, sino que comenzó su segundo capítulo. Porque Antonio no construyó un edificio al uso, ni quiso levantar un simple lugar de paso. No. Lo que él concibió fue un hogar. Uno con vistas al mar, alma andaluza y corazón de familia.
Dicen los que allí se han hospedado —y son muchos— que al cruzar el umbral se siente algo distinto. No es solo la arquitectura cuidada, ni los muebles restaurados con mimo, ni siquiera la historia que se respira en cada rincón. Es la sensación, inconfundible y rara, de haber llegado a casa sin ser de allí.
“Nuestro objetivo siempre ha sido que quien venga se sienta bien, relajado, como en su propia casa” —decía Antonio con esa convicción serena de quien habla desde la verdad—. “Por eso tenemos clientes que repiten cada año, y algunos incluso desde hace décadas. Eso es lo más bonito: ver que lo que haces con cariño, se valora.”
El hotel, como él lo pensó desde el principio, está dotado de todo lo que un viajero sabio necesita: habitaciones con minibar, aire acondicionado, escritorio para quien quiera escribir postales o contestar correos… y wifi gratuito para que el mundo siga girando mientras uno se toma un descanso.
Pero Antonio siempre insistía con media sonrisa:
“También animo a desconectar del todo y salir a disfrutar de Salobreña.”
Porque sabía que lo que más cura no es la señal, sino el sol en la cara, la brisa marina y el sonido del agua acariciando las piedras.
Para el descanso, hay más que camas cómodas. Hay una recepción abierta las 24 horas, por si el viajero se enamora de la noche andaluza y regresa tarde. Sillas de playa listas, prensa diaria y hasta una biblioteca donde se puede perder el tiempo entre páginas. Porque en el Hotel Avenida, el tiempo no se pierde, se gana en calidad de vida.
Y al despertar, aguarda un desayuno bufet de los que reconcilian con el mundo:
“Es variado, abundante, y está hecho con productos frescos. Un buen desayuno marca la diferencia, siempre lo he creído.”
Después, para el cuerpo cansado, un jacuzzi, ese rincón de agua caliente donde los pensamientos se disuelven como la sal del mar en la piel. Y si la preocupación es el coche, que no falte la atención: aparcamiento al aire libre gratuito o garaje privado de pago.
“Sé lo importante que es tener las cosas fáciles cuando uno viaja.”
Pero la joya del lugar —dicen los sabios del camino— es la ubicación: a 100 metros de la playa, cinco minutos andando descalzo hasta la orilla. Y a apenas 600 metros, vigilando el horizonte, el Castillo de Salobreña, que desde su torre contempla el legado de Antonio con respeto.
Y si de sabores se trata, el viajero atento no se irá sin probar la gastronomía local. Antonio siempre recordaba con emoción:
“El Restaurante El Peñón, donde yo empecé de niño, sigue siendo un sitio que merece la pena conocer.”
Porque todo en su vida comenzó allí, y todo lo que ha levantado después —el hotel, el hogar, la leyenda— tiene su raíz en esas primeras tardes tras la barra, cuando con ocho años, sin saberlo, ya escribía los primeros versos de su historia.
Ahora, el Hotel Avenida Tropical sigue en pie, más vivo que nunca, llevado por las manos sabias de su hija Judith y con los ojos ilusionados de su nieta apuntando al futuro. Pero en cada huésped que se sienta a desayunar, en cada huésped que suspira tras una tarde en el jacuzzi, Antonio sigue estando allí.
Porque, como él mismo decía:
“Hotel Avenida Tropical no es solo un sitio donde dormir. Queremos que sea un lugar donde la gente se sienta a gusto, en familia. Es un hogar lejos de casa, con el cariño y la dedicación de toda una vida detrás.”
Y así sigue latiendo la leyenda de Antonio, el hombre que soñó un hotel…
y lo convirtió en un refugio eterno junto al mar.
Carlos Álvaro Segura Venegas