JUVENTUD ETERNA

Desde los primeros días de mi juventud, esa que parecía eterna, sentí que algo dentro de mí se embriagaba de ilusiones y temores. No era el sol quien me alegraba, sino la sombra de la noche, ese manto negro y profundo bajo el cual podía ocultar los secretos de un corazón que, más que amar, temía amar. A mi alrededor giraban recuerdos, como mariposas tristes, tan hermosas que, aun en su locura, me hacían vibrar el alma. Mis labios conservaban aún el sabor de besos dados en otras vidas, mientras en mis manos, ya gastadas, latía la fragilidad de la existencia. Mi vida, alegre, se fue tornando gris entre lágrimas silenciosas. Aquella niña que soñaba y cantaba, que reía sin motivo y corría entre flores, se había convertido en una sombra de sí misma. A los ojos de otros, parecía simplemente que el tiempo había hecho su trabajo, pero la verdad era más amarga: no eran los años los que me pesaban, sino la soledad y la ausencia de esperanza.
Flor de una primavera breve, nací en un rincón del mundo donde los sueños parecían posibles. Pronto conocí la pérdida, y bajo el techo distante, aprendí que no toda ternura es verdadera. Caminaba por senderos invisibles, acelerada por pensamientos que no podía detener. A veces, la simple imaginación de un amor me fortalecía. Otras, el encuentro real con sus ojos me hacía temblar de miedo. Así entendí que el amor, ese fuego invisible que arde sin consumirse, puede ser la herida que más duele y menos se siente. Amor es contradicción: querer estar preso voluntariamente, servir con lealtad a quien podría destruirnos. Esa verdad, tan antigua como los poemas más viejos, la descubrí tarde, cuando mis cabellos ya se teñían de blanco y mis oraciones se perdían en murmullos solitarios. Hoy celebro con orgullo a los poetas de mi tierra, aquellos que, como Luis de Camões, supieron hablar del amor con palabras que aún nos estremecen. El amor que ellos cantaban era como el mío, hecho de alegrías fugaces y tristezas profundas. Amor que no entiende de lógica, que se complace en las paradojas de querer y sufrir, de ganar perdiendo. El amor no es un camino recto ni sencillo. Es un juego de luces y sombras, de risas y lágrimas, de encuentros que nos transforman y de ausencias que nos cincelan el alma. Y aunque el tiempo pase, aunque la juventud se escape de mis manos como agua entre los dedos, seguiré cantando, en versos o en silencios, la eterna canción del amor.
Siempre creí que la juventud era un don eterno, un río de sueños interminables donde podía navegar sin temer a la orilla. Pero pronto descubrí que la vida, como un viento caprichoso, puede desvanecer hasta las ilusiones más firmes. Mi juventud, ahora lejana, fue una llama breve, y su recuerdo me embriaga como un vino antiguo, dulcemente amargo. Desde muy temprano entendí que mi alma no era como las demás. No amaba el sol ni su luz clara que exponía todas mis heridas. Yo prefería la noche, su manto oscuro me abrazaba y ocultaba en su seno todos los secretos que mis ojos, involuntariamente, podían revelar. Temía que alguien adivinase, en un simple vistazo, mi miedo más profundo, la incapacidad de amar sin reservas, la certeza de que, aun queriendo, había dentro de mí un abismo insalvable. Así crecí, envuelta en sombras, perseguida por mariposas tristes que revoloteaban a mi alrededor, como recordándome que la belleza y la locura a menudo se confunden. Cada beso dado en sueños, cada caricia que nunca llegó a tocarme, dejaron en mí una huella invisible, una nostalgia inagotable que aún hoy habita en mis labios. Nací en noviembre en un lugar donde los conventos parecían custodiar tanto los pecados como las oraciones de sus habitantes. Desde pequeña, la poesía se presentó ante mí como un refugio, como una lengua secreta que me permitía decir lo indecible. Desde pequeña, ya escribía versos para entender lo que ni siquiera sabía nombrar.

Bajo el techo de la pobreza aprendí que el amor, cuando no es generoso, puede herir más que la soledad. A mi alrededor, todo parecía frágil, como un cristal a punto de romperse. Cada palabra, cada mirada, era una advertencia silenciosa de que el mundo no era un lugar seguro para almas sensibles como la mía. Con el tiempo, las calles se hicieron más estrechas, los días más pesados, y la inocencia se fue desdibujando como un sueño al despertar. Ya no sabía caminar sola, los pensamientos se apoderaban de mis pasos, apurándome, distrayéndome de todo y de nada. La ausencia de amor, la carencia de ternura, no era simplemente una falta, era una presencia constante, una sombra que me acompañaba a cada instante. Incluso cuando imaginaba el amor, cuando recreaba en mi mente el rostro de alguien que me quisiera, sentía una fuerza crecer en mí, como los árboles altos que resisten las tormentas. Pero bastaba encontrarme con esos ojos soñados para que todo mi valor se evaporase. El amor, en su forma real, me aterraba tanto como me fascinaba. Conocí entonces la verdadera naturaleza del amor. Descubrí que el amor es, sobre todo, una paradoja. Querer estar preso por voluntad, servir a quien nos vence, confiar en quien podría destruirnos. Entendí, a través de mi propio dolor, que no hay mayor lealtad que la del corazón que se entrega incluso sabiendo que podría ser traicionada. La juventud que una vez me sostuvo ya no es más que un eco lejano. Miro mis manos, que antaño parecían esculpidas en marfil, ahora surcadas por las marcas de los años. Mis cabellos, antes brillantes, se cubrieron de nieve prematura, como si el alma, agotada, hubiese rendido su color a la vida. Murmullo oraciones en la soledad de mis habitaciones. Hablo conmigo misma, como hacen las ancianas que han aprendido a encontrar consuelo en su propio eco. Mis pasos resuenan en pasillos vacíos, y la memoria de quienes amé y perdí me acompaña como un cortejo invisible. Y sin embargo, no hay en mí una tristeza total. La nostalgia, aunque amarga, también es dulce. Recordar es, en cierto modo, volver a vivir. A veces, cierro los ojos y escucho mi propia voz de niña, aquella que cantaba sin razón, que creía que el mundo era un lugar de infinitas posibilidades.
Ciertamente, canté muchas veces: en la tristeza, en la alegría, en la espera y en el desencanto. Cada canción fue un intento de alcanzar algo que parecía siempre un poco más allá de mi alcance. Y aunque muchas de esas canciones se perdieron en el viento, sé que en cada una dejé un pedazo de mí. Hoy sé que la edad no se mide en años, sino en el peso de los días vividos, en la intensidad de las emociones experimentadas. En el alma de una joven puede habitar una anciana, y en el corazón de una anciana puede latir aún la esperanza de una niña. El amor, como la vida misma, es un juego de dualidades. No existe claridad sin sombra, ni felicidad sin la amenaza de la pérdida. Amar es aceptar esa incertidumbre, es abrazar el dolor tanto como el placer. Y aunque el amor me haya dejado cicatrices, también me ha regalado momentos de indescriptible belleza.
Escribo para no olvidar. Escribo porque las palabras son puentes hacia todo aquello que el tiempo quiso arrebatarme. Cada poema es un acto de resistencia contra el olvido, un canto humilde a la fragilidad humana. La vida, como el amor, no puede ser plenamente comprendida. Solo puede ser vivida, sentida, llorada, celebrada. Y mientras queden en mí palabras para cantar, seguiré recordando que, aunque breve, aunque dolida, aunque solitaria, mi vida fue mía. Y eso, en sí mismo, es un milagro.


LA MUJER QUE FUI
Oh, juventud, tan fugaz y vana,
me dejaste el alma llena de tristeza.
Tu risa en mis recuerdos se desgrana,
y en mis labios arde la vieja fortaleza.
Temí al sol, no por su fuego ardiente,
sino porque revelaba mi ser,
un secreto guardado en mis ojos ausentes,
de no amar, de ser nada, de no saber.
Me enamoraba de la noche oscura,
de su manto triste y silencioso,
como una mariposa que, en su locura,
se pierde entre las sombras, buscando lo hermoso.
Mis pasos hoy son ecos del olvido,
la risa que tuve se fue a esconder.
Ya no puedo cantar, ni reír, ni vivir,
todo lo que fue se deshizo al nacer.
Mis manos, que antes tejían sueños dorados,
dejan caer hilos de tiempo que se van.
Los años me han marcado, me han hecho callada,
y entre mis oraciones susurra mi pesar.
La vida que amé se desvaneció
como una brisa que el viento arrastra.
Ya no soy la niña que soñaba el amor,
soy la mujer que en la memoria basta.
Aquel amor que me fue tan lejano,
se fue sin dejar más que un eco gris.
Aunque no me quiso, lo amé con el alma,
pero, al final, solo fui sombra de mí.
Oh, fuego que arde sin quemar,
herida que se esconde, pero duele.
Es un querer que nunca termina,
una pasión que, en el fondo, me muere.
Soy la sombra de lo que fui alguna vez,
la joven que amó, que soñó, que lloró.
Ahora soy la que camina sin querer,
pero mi alma aún grita, aunque se apagó.
Me llaman vieja, me ven cansada,
pero mi corazón late en su rincón.
Soy joven en mis sueños olvidados,
y en mis recuerdos guardo el sol.
La vida me arrancó lo que amaba,
pero no me quita lo que soñé.
Soy un poema que se escribe lento,
el eco de lo que fui y lo que no seré.
