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HACES DE LUZ LA MUERTE Y DIOS.

No es un  atrevimiento; nada más lejano a mi idiosincrasia: buscar  el fundamento racional y teológico de mi fe, recibida gratuitamente en el bautismo. Y gracias a ella vivo la esperanza “final” y puedo, además, proclamar a los cuatro vientos – como lo hizo  el Papa Francisco (cfr. “Política, justicia y caridad”, pág. 52. Madrid, 2016) “Esperanza  en  el Señor, que transforma el mal en bien y la muerte en vida”. Porque, a la verdad, la dificultad de una exposición sobre la muerte  es todavía mayor  si  pretende  articularse como “teológica” (idest, de una realidad  que concierna a Dios), ya que si hay algo ajeno y extraño al Dios de Jesucristo  es, precisamente, la  muerte. He leído – y sigo leyéndola, muchas veces la Sagrada Escritura. Y he podido comprobar que la tradición  bíblica es taxativa al respecto. En la Biblia  la  muerte es equivalente a lejanía y ausencia de Dios. Yahvé vive (Dt 5,26; Sal 18, 47), es “la fuente de la vida, en tu luz vemos la luz” (Sal 36,10) y el que sostiene en  ella (Sal 104, 29s). La muerte, en cambio, es algo radicalmente ajeno a Dios: “… que Dios no hizo  la muerte; ni se goza con la pérdida  de los vivientes”, leemos en el “Libro de la Sabiduría 1,13; por el contrario, Dios creó  al hombre como “ser  vivo”, a la sombra del “árbol de la vida” (Gén 2, 7-9).

       Nada nuevo digo, si afirmo que la muerte es un  acontecimiento que afecta al hombre entero. Ahora bien, éste es una unidad de “naturaleza” y “persona”, es decir, una esencia que, por una parte, tiene una manera y estado de ser previos a la decisión personal  libre, que sigue sus leyes y, por tanto, su propia evolución  necesaria. Por otra parte, dispone líbremente de sí  misma.  Así pues, esa entidad, en definitiva, es tal  como quiera entenderse a sí  misma en  su libertad. Por lo tanto, la muerte es un proceso a la vez personal y natural, tal  como lo  desarrolla  el “Diccionario Teológico”, pág. 459 (Barcelona, 1966).  Porque – pienso yo – si la biología no sabe  “propiamente” por qué muere  toda  vida pluricelular, y en especial  el  hombre, entonces  el  motivo que da la fe, o sea la catástrofe moral de la humanidad – como leemos en san Pablo (Rom 5) -, es la única explicación de la indiscutible universalidad de la  muerte; lo cual quiere decir  que esta universalidad tiene ya en  su base  teológica la certeza de que  siempre, en  el futuro, el tener que morir  seguirá perteneciendo a las características necesarias de la existencia  concreta, de manera que la muerte nunca podrá ser eliminada. Esta concepción está  cercana a la idea filosófica de la muerte, que tanto ha preocupado a muchos filósofos. La máxima  de   Epicuro, famoso filósofo  griego (337 – 270 a.C), “ mientras existimos, la muerte no existe; cuando  llega  la muerte, ya no existimos”, es la  fórmula clásica de  esta tendencia, recogida y repetida en mil tonos distintos – cfr. “Diccionario Teológico  Interdisciplinar” (III), pág. 613. Salamanca, 1986 –  desde la antigüedad  hasta  nuestros  días, desde Marco Aurelio a Wittgenstein y Sartre. De los filósofos antiguos, posiblemente sea Platón (428 – 347 a.C.) el más cercano a las teorías cristianas de la muerte, tal como  puede comprobarse en su famoso díalogo “Fedón”, acerca de la inmortalidad.

      La historia, la vida, “el correr del  tiempo” nos enseña que la muerte del hombre es un sino aceptado pasivamente, extrínseco al hombre, frente al que  éste  se encuentra impotente; pero también es la consumación personal de sí  mismo, la  “muerte propia”, algo hecho por el hombre desde dentro y que es, si bien se lo  entiende, la  muerte misma, y no una mera posición  externa  del ser  humano frente a ella. La teología nos dice que la muerte es hasta tal  punto ambivalente, que el  hombre nunca puede afirmar con claridad  existencial si la plenitud  de la vida  alcanzada en la  muerte  es la vaciedad y la nada del hombre hasta  ahora  sólo encubierta, o si  la vaciedad que aparece en  la muerte sólo  es el  signo de una verdadera  plenitud, la liberación de la esencia  pura de la  persona. En virtud  de  esta oscuridad, la  muerte puede ser castigo y expresión  del pecado, y también punto culminante del pecado,  pecado  mortal  en el más propio de los sentidos,como escribe  Karl  Rahner en “Diccionario Teológico” (Herder, 1966), pág. 464.

      No quisiera, benévolos lectores de GRANADA  COSTA, apartarme de  la  idea fundamental: “La muerte y Dios”. Por tanto, he de referirme en su aspecto teológico y, siempre, desde la visión que la Sagrada Escritura – Antiguo y Nuevo  Testamento –  ofrece a quienes tenemos  puesta en Dios “la esperanza de una vida eterna”. La Biblia – es exacta la paradoja – se interesa por la muerte, porque es el gran problema de la “vida”, suprema realidad en la existencia del  hombre. Desde los primeros capítulos  del Génesis, la muerte amenaza a la humanidad como el máximo mal, al tiempo que punza la mente del hombre como la incógnita más incómoda y espinosa. Los hombres y  mujeres de la Biblia han pensado más o  menos como Agag, el rey de Amalec: “¡Qué amarga es la muerte” (1Sam 15,32); la muerte es también una  de  las pruebas más claras de la vitalidad y desarrollo del mensaje bíblico. Así pues, puede  decirse que los múltiples aspectos bajo los que se vive ordinariamente la  experiencia de la muerte  están  ampliamente atestiguados  por el antiguo  testamento: la conciencia de la inevitabilidad de la muerte como  suerte común  a todos  los  hombres (“el viaje  de todos”: 1Re 2, 2), contra la que a menudo se rebela  el  hombre sintiéndola como algo que amarga toda  su  vida (2Re 20,2), pero a la que a veces  invoca como perspectiva más  deseable  que la miseria y el  sufrimiento que impone la existencia (Eclo 41,1; Job 6, 9; 7, 15).

    El antiguo testamento conoce la muerte serena de los patriarcas “colmados  de años” (Gén 25,7; 35, 29), la muerte trágica, la muerte misteriosa ( Moisés, Elías, Enoc). El sentimiento  que domina ante la muerte es una melancolía profunda, a la  que corresponde el sentimiento de fragilidad, de inconsistencia, de  absoluta  precariedad de la existencia; tanto  más  destructora cuando más radicalmente  al  ardiente deseo  y a la aspiración a una  vida  rica y llena. Son una clara expresión de ello la “vanidad de las vanidades” del Qohélet ( Ecl1, 2), las imágenes de  la vida  como hierba del campo que se seca pronto (Is 40,6; Sal 103, 15; 90, 5), la resignación desilusionada ante la muerte: “Ahora que ha muerto, para qué  he  de ayunar? ¿Podré ya volverle la vida?. Yo iré a él, pero él no vendrá ya más a mí” (2Sam 12, 23) y  en  14,14 leemos: “Porque todos morimos y somos como agua  que se derrama en  la tierra, que no puede volver a recogerse; que Dios no hace volver a las almas”.

(Continuará)

Alfredo Arrebola, Doctor  en  Filosofía y  Letras

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