DIOS EN NUESTRAS VIDAS – II
En “Dios en Nuestras Vidas – II”, Antonio Prima Manzano nos sumerge en la metáfora del arroyuelo para explorar la trayectoria vital del hombre. Desde su nacimiento hasta su ocaso, el fluir de la existencia se entrelaza con la búsqueda de significado, la lucha por la pureza y la eventual reconciliación con la divinidad. A través de la prosa poética, el autor invita a reflexionar sobre la fugacidad de la vida y la importancia de amar y ser amado, recordándonos que nuestro verdadero juicio final reposa en el amor que hemos compartido con aquellos que nos rodean, guiados por la presencia divina en cada paso del camino.
La vida del hombre es como la de ese arroyuelo saltarín y alegre que brota entre peñas, entre riscos, y sólo tomar vida, se desliza, corre o se detiene, se ensancha, se quiebra, y a veces hasta vuelve atrás serpenteante, dócil, buscando la tierra blanda que ha de formar su cauce, como busca el débil, fortaleza y comprensión en las almas fuertes.
Orgulloso de sí mismo, bañará con sus aguas fértiles tierras, donde vistosas y perfumadas flores recogen la esencia de su propia vida. Reflejará el azul del cielo y creyéndose una parte de él, intentará subirse a lo alto, como la paloma torcaz a quien en ocasiones dio de beber. Mezclará alegre el murmullo de su canto, con el susurro de la brisa en los árboles, entre la hojarasca, y se siente feliz henchido de juventud y vida, y corre, corre alegre y dichoso temiendo llegar tarde al final de su meta.
Ya tarde, cuando llorando cada vez más por las dichas pasadas que dejó a su paso en la loca carrera de la juventud, desciende a los llanos, donde riega, limpia, mecaniza, y poco a poco se agotan sus fuerzas, sus sueños, al mezclase con aguas triste y hoscas sacadas de la profundidad de la tierra y con aguas pestilentes de las alcantarillas, que extinguen su pureza, mientras se agota poco a poco, quedando cada vez menos de sí. Entonces se revela, pero ya es tarde. Se extingue pensando en el aroma balsámico de los montes en donde surgió, en sus flores, sus aves, sus peces, su cielo azul y diáfano al que sus limpias aguas reflejaban como un espejo, y aún en sus locos anhelos de volar.
Así es la vida del hombre. Sólo anhelos de sueños que no fueron y cuyo único sentido de autentica realidad es saberse querido de Dios.
La vida se acaba, el mundo expira, y apremia dar testimonio de nuestra vida,
especialmente de cuanto hemos amado a todos, porque de ello precisamente seremos juzgados al final de ella.