CRONICA DE UNA VIDA
Era un hospital sin color como casi todos, pero en aquella sala había más vida que en ningún otro lugar. Su voz era tan pequeña como sus manos, pero irrumpió en este mundo con fuerzas. No eran palabras, era el sonido de la vida abriéndose paso, pidiendo a gritos oír la voz de su madre, que con palabras llenas de acordes tiernos acariciasen sus pequeños oídos, al tiempo que sentía el latido que lo amó dentro de sus entrañas durante su todavía corta vida.
Con el hilo de la vida todavía atado a su vientre, cogió a su pequeño con manos delicadas y lo acomodó entre sus pechos rebosantes del elixir de la vida y entonces el llanto se tornó en sensaciones. El tiempo parecía haberse parado y el mundo ahí fuera se esfumó.
Los susurros, las caricias incesantes, las infinitas miradas, los tiernos olores, formaban una danza grabada en su impronta, que le acompañaría toda su vida. Ella guardiana de sus sueños y protectora de sus vigilias, contaba sus dedos una y otra vez, seguía el dibujo de su tierna piel una y otra vez con una infinita sonrisa que ni el dolor podía desdibujar.
Por fin la naturaleza que entiende de maternidad lo empujó a abrazarse a la vida. Buscó el pecho de su madre, el que saciaría su sed su hambre sus ganas de vivir y su deseo de ser amado. En el mismo instante ella experimentó una sensación única al tiempo que extraña. A pesar de las dolorosas punzadas, que el milagroso jugo blanco de los dioses le producía al abrirse camino en su pecho para desembocar como fuente de vida, su dolor se mezclaba dulcemente con su amor. Sentía que el resto del universo no existía en aquel momento, una eterna mirada que lo decía todo, el instante más auténtico, la conexión perfecta de dos seres teniendo como único argumento la vida y como única motivación el amor.
A esa explosión de emociones le siguieron sus primeros pasos, sus primeras fiebres, sus idas y venidas al médico, al parque, al baño diario, al incesante cambio de pañales, a los llantos nocturnos, a las caídas. Pero cada día, soñolienta, dolorida y cansada seguía mirándolo como lo más grande que le había ocurrido en la vida. Seguía vigilando sus sueños y sus vigilias. A veces lloraba a solas, dudando de si sería una buena madre. Su amor sobrepasaba su propio amor por ella misma.
Pronto empezó a llamarla mama y ella lloró de alegría la primera vez. Detrás de esas palabras fue aprendiendo muchas otras, hasta que llegaron las que esperaba, “te quiero mama”. Y ese momento lo guardaría en su memoria hasta el fin de sus días.
Llegó el primer día de colegio y con éste la estudiada forma de disimular la pequeña tragedia de dejar ir a su hijo con otras personas. Ese día ella no comió ni fue al trabajo, se quedó durante horas delante de las rejas del colegio esperando volverle a ver. Cuando se vieron se abrazaron como si hiciese años que no se veían. Pero al siguiente día debía volver, hasta que a fuerza de costumbre ella se hizo a la idea de que su pequeño empezaba a crecer.
Fueron pasando los años, luchando contra un sistema que no le permitía pasar todo el tiempo que ella quería con él, haciendo esgrima contra los horarios para alimentarlo bien. Se empeñó en que estuviese fuerte y sano, y nada ni nadie podría impedirlo. Ni podrían impedir que lo educara con buenos principios. Pero la vida tiene sus propios caminos. Al jovencito le llegaron las alteraciones de la adolescencia, le hicieron dejar de decir “te quiero mama” y lo cambió por “pasa de mí, eres muy pesada”. Pero aunque aquello le costara algún llanto ella no desistió de amarlo, atenderlo e intentar enseñarle.
Cuando las frustraciones, los desengaños y las crisis de identidad lo asaltaron, ella estuvo allí para secar sus lágrimas, a veces para soportar sus desprecios, heridas que ella se curaba a solas recordando el día que lo abrazó por primera vez contra su pecho desnudo en aquel hospital.
Los años dejaron atrás la adolescencia pero no la inexperiencia y en su intento por guiarlo y ayudarle, las palabras de “pasa de mi” cambiaron a “no te soporto, vas a conseguir que me vaya de casa”. Hasta que un día se hizo realidad y entonces ella recordó el primer día que se separaron ante las rejas de aquel colegio, las angustiosas horas que pasó allí. Ahora el resto de su vida sería vivir ante aquellas rejas, sin saber si estaría bien o mal.
Pero la vida ofrece oportunidades para todos y gracias al amor recibido y a la mochila emocional que su madre dejó en su alma, el joven consiguió una buena ocupación y comenzó a enfrentarse solo al mundo y sus desafíos. Pasaron años tan envuelto en el trabajo que ni llamaba a su madre. Solo pensaba en si mismo, en la superación profesional y cuando tenía tiempo en sus amigos. Los años pasaron rápido, formó una familia y sus hijos se hicieron mayores y sin darse cuenta ya había pasado media vida. Miró a sus hijos independientes que casi no lo llamaban y entonces se dio cuenta de que había dado por sentado muchas cosas. Ese mismo día recordó a su madre. Sus últimas palabras fueron “no te soporto vas a conseguir que me vaya de casa” pero ahora se decía así mismo “cuanto daría por volver a vivir con ella”. Pero su madre ya no era la misma, ahora era una ancianita. Había envejecido y él ni siquiera se había dado cuenta de ello.
Cuando fue a verla estaba como al principio en la cama de un hospital, pero esta vez no había ningún nacimiento era más bien una despedida. Abrazó a aquella viejecita que todavía seguía agarrada a aquella verja, siempre preocupada por él, pero que ahora las fuerzas la abandonaron. Por la mente de aquella anciana madre pasaron todas las imágenes, aquella pequeña voz al nacer, aquellos primeros pasos y el día que le dijo “te quiero mama”. Ahora ante una cama como aquella en que lo amamantó por primera vez, el cogió su mano y sus palabras fueron “lo siento mama, no quiero que te mueras, te debo tantos te quiero”.
La muerte esperó a esas últimas palabras. En el entierro todos recordaron lo abnegada que fue para ella, como se desvivía por el único amor de su vida, su hijo. Y él entre lágrimas se dijo “lo que daría por volver a ser niño para volverte a decir te quiero, ser un adolescente agradecido y seguir diciéndote te quiero, ser un adulto que ama a su madre y decirte te quiero para que hoy tuviese una vida llena de hermosos recuerdos que pudieran sofocar el dolor que siento”.
Manuel Salcedo Galvez