A vueltas con los recuerdos
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En aquella caja aún cabía alguna cosa más.
Ajustó todo en su interior, sobre todo aquella tarde de primavera que pasaron junto al lago, con los brillantes entrelazados de mimbre, todavía como nuevos, solo la habían usado una vez. Era una ocasión que recordaba turbia, quizá fuera por la lluvia de aquel día o por las lágrimas de hoy.
Secó el sentimiento y sorbió el que se aproximaba, este no era un momento para debilidades, cuando todo esto hubiera pasado, tendría tiempo de llorar. Ahora debía demostrar de qué pasta estaba hecha.
Dudó si colocar en aquella misma caja la pequeña reproducción del Romero de Torres que Arturo se empeñó en traerse de Córdoba: «Naranjas y limones», seguramente la terquedad que le acompañó al comprarla fue motivada más por los «limones» de la modelo, que por la excelencia de la pintura. Pero Arturo, con el paso del tiempo, y quizá con nuevos descubrimientos, se había cansado de aquellos «limones» como acabó cansándose de los suyos.
Acarició el plisado de los Champs Élysées, amorosamente envuelto, como el recuerdo de la humillación que le sirvió de excusa para arrancárselo a Arturo, que no había sabido encajar que ella le reprochara la volubilidad de sus deseos. Pero eso no entraba en el reparto, era suyo sin tenerlo que someter a discusión, era su revancha y no solo por la discusión que habían tenido en el hotel, momentos antes que le cautivara desde un escaparate de la avenida parisina, sino por otras muchas, cuyos motivos ya no recordaba, pero que en su convivencia despertaron los más variados reproches. Con la preciada prenda trató de proteger todo el contenido de la caja, de lo que era «suyo indiscutible», aunque el atavío protector fuera más valioso que lo que trataba de proteger.
Comprobó el espacio sobrante en aquel relicario de ocasión, afuera aún aguardaban, impacientes por entrar y bien envueltas en periódicos viejos, la visita a Sargadelos, los carnavales de Venecia y Murano, las escapadas a Manises y Talavera. Eran muchas las remembranzas y escasa la logística, habría que habilitar otro contenedor para todos aquellos momentos a los que una felicidad serena y sin estridencias no había logrado apartar de la normalidad… de la vulgaridad.
Al buscar nuevo cubículo para envasar sus recuerdos encontró el embalaje de la licuadora, otra de los utensilios que jamás utilizaron, por cierto ¿dónde estaría? No había aparecido a pesar de que en la última semana habían revuelto todo el patrimonio, todavía común, y no había dado señales de vida.
Había sido uno de esos regalos de boda que, por vano, resultó de los más recordados, en especial durante los primeros tiempos de casados, pues cada vez que descubría el espacio que ocupaba inútilmente, y la de cosas que debían amontonar por carecer de ubicación… lo útil que hubiera sido sustituirla por un juego de sartenes, pero como no provenía de la lista de bodas solo existían dos opciones guardarla o no…
Ahora, de ella, solo quedaba la coraza que traía puesta cuando llegó y de la que Arturo se apresuró a desembarazarla, para ver si había suerte y una caída…
Alineó en el suelo todas aquellas teselas que habían de construir el mosaico de lo que quisieron llamar una felicidad moderada, pero que nunca llegó a integrarse, siempre faltaban o sobraban piezas. Tampoco llegaron a sonar nunca las cuerdas del Stradivarius que debía poner banda sonora a una felicidad que vivirían rodeados de sus churumbeles. Pero por mucho empeño que pusieron, nunca les llegaron los chirridos, ni del violín ni de los niños.
Miró todos aquellos recuerdos, formados militarmente, a la espera de tomar el castillo de la licuadora y, o alguna de las cajas vacías de bebidas alcohólicas que le habían ofrecido en el supermercado.
De nuevo el sentimiento se derramó por su tez.
¡Vaya tarde que estaba teniendo! Menos mal que él se había ido por ahí: a emborracharse o detrás de unas tetas que le consintieran el olvido, pero a ella que le importaba todo eso. Ahora no eran más que unos extraños que habían compartido recuerdos, recuerdos que él, ahora, repudiaba. Decía que no quería nada, nada menos… Nada menos las cosas que ella le interesaban.
Cuando tuvo todo bien encajado, procedió al arriado de las guardianas de una intimidad que, vaya usted a saber si no había corrido ya de boca en boca. El ropaje de las ventanas, que se había mantenido hasta el final quizá esperando algo de eso que se llama milagro.
Alguien le había dicho que era lo último que retiraba de un hogar. ¿Fue hogar lo que dijo? ¿No hablaría de una casa, un apartamento, un inmueble, un contenedor de seres humanos? Ella ya había olvidado el significado del concepto hogar. Retiró los cortinajes que, con tanta ilusión había colgado pensando que arrullarían su felicidad y serían su salvaguarda de las envidias ajenas, pero ya no le importaba que los huecos quedaran al descubierto, ya no había intimidad que proteger.
Con las cortinas en la mano, recorrió todas las habitaciones, todas estaban llenas de cajas llenas, las suyas, las de él y las destinadas al reciclaje publico. No supo sobre cuál de ellas dejarlas, cualquier cosa de las que estaban guardadas en aquellas cajas tenía más importancia que unas viejas cortinas, aunque eso era reciente, eso era desde que aquello era solo un inmueble, desde que había dejado de ser un hogar.
Al final las dejo caer en el suelo, a mitad camino entre las cajas que menos interés tuvo en llenar y las bolsas de los desperdicios. Cuando él volviera, a lo mejor con la borrachera y sus amigachos, se las ofrecería, para ella habían perdido todo el interés que tuvo cuando por las noches las cosía robándole horas al sueño y salud a sus ojos. Era como si hubieran sido creadas para una misión determinada y, cumplida esta, debían desecharse. Pues eso era lo que al final haría, tirarlas.
No lo dudó y desplegando una de aquellas tremendas negruras de plástico, las introdujo y las arrinconó con los demás desperdicios de una vida compartida.
Mira que si a él le daba por aceptarlas y luego ellas, a las que, al fin y a la postre, ella les había dado la vida, venían a contarle lo que aquel sinvergüenza hacía en su ausencia… Mejor a la basura donde, si tuviera valor para empezar de cero, mandaría todos los recuerdos que había ido empaquetando.
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Estupenda
Gracias Eduard.