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LAS ALFORJAS MÁGICAS

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Érase una vez unos pobres leñadores, tan pobres, que apenas tenían para comer. Su único consuelo y alegría era su hijo, un precioso niño de ocho años, que colmaba toda su alegría; pero, al mismo tiempo, tenían mucha pena pues el niño era cojo. Sin embargo, él no daba a este hecho demasiada importancia. Por un lado, aceptaba la realidad, pues decía que el buen Dios así lo había querido y se conformaba con su suerte. Por otro, pensaba que esta suerte podría cambiar con la ayuda de un buen médico, en un futuro no muy lejano. 

Un buen día, Antolín, que así se llamaba el muchacho, se marchó él solo a llevar la comida a su padre, que estaba en el bosque cortando leña para el sustento familiar. Su madre le preparó un trozo de pan y otro de queso y le dijo: -Hijo, hoy no puedo acompañarte a llevar la comida a tu padre porque no me encuentro bien. Ve tú solo, pero ten mucho cuidado-.

Se marchó Antolín muy apenado, pues comprendió que su madre estaba enferma y andaba cabizbajo y triste, cuando, al llegar a un promontorio desde donde se divisaba una parte del bosque, oyó un insistente quejido. No sabiendo si era humano y de dónde procedía, se paró en medio del camino, escuchó un ratito y oyó, de nuevo, otro quejido.   

-Viene de aquellos arbustos, se dijo- y, tan rápido como pudo, atravesó con su bastón una parte del bosque y, bordeando un pequeño barranco, llegó hasta el lugar de donde procedía la voz.

En efecto, allí había un hombrecito, echado boca abajo y con una larga barba blanca, enredada entre unas zarzas.

Al ver a Antolín, le dijo: -Hijo, ayúdame a cortar este ramaje, que tengo enredado en mi barba-.

Antolín, presuroso, sacó un pequeño cuchillo y, poco a poco, fue cortando con mucho cuidado para no hacer daño al pobre enanito. Cuando se vio libre y pudo levantarse, el enanito respiró y dijo:                                            

-Has sido muy bueno, hijo mío, y para premiar tu buena acción, dime lo que más desees y lo tendrás al instante-.

-Buen enanito, lo que más quiero es la salud de mi madre, que hoy estaba delicada y el bienestar de mis padres-.

-¡Concedido! Y para ti ¿no me pides nada? –

-Estando ellos bien y satisfechos, yo también lo estoy-.

-Eres muy bueno, Antolín y, en premio a tu bondad, te voy a hacer un obsequio-

Y diciendo estas palabras, sacó unas bonitas ALFORJAS. Se las dio al niño y desapareció.

Seguramente, ya habréis comprendido que aquel enanito era un Mago, que quiso probar la piedad y los sentimientos de aquel niño, todavía cojo.

Mientras Antolín iba andando, más contento que unas pascuas y con una alegría que no le cabía en el pecho por la buena acción que acababa de realizar, el agradecimiento del Mago, ya liberado del pesado ramaje y la petición de salud para su madre, llegó hasta donde trabajaba su padre.

Puso las alforjas en el suelo con la cesta de la comida, que estaba dentro de ellas, y le contó a su padre cuanto le había sucedido.

Su padre, lleno de emoción por el relato del niño, lo estrechó entre sus brazos y le dijo: -Tu desinterés por tu propio bien es encomiable y Dios te lo premiará, hijo. Y, ahora, vamos a comer que ya tengo hambre-.

Y diciendo esto, fue a sacar la cesta de la comida, que estaba dentro de las ALFORJAS, que el niño había dejado sobre el césped.

-¡Huy! Dijo el buen leñador-.

-Vaya, cómo me he quemado los dedos, parece que la comida está aún en el fuego-.

-Anda, padre… Déjate de bromas y trae la comida que sólo hay un trozo de pan y un poco de queso-.

Pero su padre ya había extraído la cesta encontrando, dentro de ella, una buena olla con una apetitosa comida.

Como podéis comprender, se quedaron pasmados mirándose el uno al otro y se dispusieron a comer. Más, al segundo bocado, dijo el niño:    

-Padre mío, pienso que no está bien que nosotros comamos tan ricamente y mi pobre madre sólo tome pan y queso-.  

-Tienes razón. Guardemos todo esto otra vez y vayamos a casa a  comer todos juntos-.

Y diciendo esto, puso al niño de pie en una de las bolsas de las alforjas y en la otra, la suculenta comida, que acababan de descubrir. Se las echó al hombro y marcharon hacia su casa.

Al entrar en la casa hallaron a su madre de pie y satisfecha, puesto que sus dolencias, desde hacía unas horas, habían desaparecido por completo. Pero mucho mayor fue su regocijo cuando, al bajar al niño de las alforjas, vieron que podía andar perfectamente.

Saltando y brincando de contento, el pequeñuelo no cabía en sí de gozo. Más, de pronto, se paró viendo que de las alforjas salía aquel mago, al que poco antes había conseguido desenredar su barba de entre las zarzas.

Puesto en pie, les dijo:

-Seguid siempre el camino del bien, que es el camino de la felicidad. Sed caritativos y humildes con vuestros semejantes y las alforjas mágicas nunca dejarán de daros buenos frutos.   

Y, al acabar de pronunciar estas palabras, desapareció definitivamente de su presencia.

Desde aquel día vivieron muy contentos y felices. Antolín no dejaría de ser compasivo pensando en los consejos que le diera el Mago y la educación recibida de sus padres.

FIN

Moraleja: Las buenas acciones generan, a su vez, otras buenas acciones aunque sean premiadas sólo internamente. Antolín, al liberar del ramaje la barba aprisionada del hombrecillo, realiza una buena acción. Una acción liberadora que ya habría obtenido premio. Las alforjas representan la posibilidad de cambiar, gracias al contacto efectuado en nuestro interior, que se abre a la capacidad de pensar, hecho que, en este caso, se lleva a cabo con la ayuda del mago.   

María Vives Gomila

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