MICRORRELATOS AL VUELO
Sergio Reyes Puerta
Queridos amigos y lectores de Granada Costa, hoy les traigo tres microrrelatos muy cortitos. El primero de ellos ganó el primer premio en un concurso literario en 2012, toca un tema aún muy actual y se titula ATRAPADOS. Después vienen otros dos: LA SAL DE LA VIDA y EN SILENCIO. Ahí van:
Atrapados
Llegó un poco tarde a la cita. La cafetería estaba a rebosar, pero apenas se oían voces. Miró en derredor, buscando a su grupo de amigos. Los vio. Ocupaban una mesa al fondo, a la izquierda. Cerca de los aseos, para más señas. Ni se habían dado cuenta de su llegada. Estaban todos con la cabeza agachada. En sus manos reinaban los móviles: simples terminales con Internet, Blackberrys o iPhones. Daba igual el aparato mientras tuviera cobertura. Según se acercaba a la mesa de sus amigos podía ver el movimiento prestidigitador de sus dedos sobre los teclados o las pantallas, según el modelo.
—Hola —dijo.
Nadie contestó. Entonces se dio cuenta: las últimas voces recalcitrantes del local se habían ido apagando según se iluminaban las pantallitas de sus propietarios. ¿Todos dependían del móvil? Volvió a recorrer el local con su mirada. Reinaba una cliqueante quietud. Solo se movían los dedos. Hasta el camarero, tras la barra, estaba absorto en su teléfono. De pronto pitó el suyo. Mensaje. «¿Cuándo llegas?», preguntaba Antonio, sentado en la tercera silla a su derecha. Se sentó resignada en el sitio que le habían guardado y se puso a responder: «Ya estoy aquí». Todos sonrieron sin mirarla pero ella, absorta en su pantalla, ya no se percató. Acababa de ser, también, atrapada.
La sal de la vida
Su corazón latía deprisa. Le pedía sal. Sal a borbotones. Qué importaba la hipertensión. La vida estaba para disfrutarla. Y vaya si lo hacía. Chuletones y solomillos aderezados con sal del Mar Menor. O arroces caldero en su punto de sal. Ah, y un buen chorrico de limón.
A sus cuarenta años el médico le había prohibido la sal. ¡Prohibirle la sal! ¡Ja! ¿Qué era la vida sin sal? ¿Cómo quitarle la sal a la vida? ¡Qué bobería! La sal es la sal de la vida, permítanme la cacofonía.
Decidió disfrutar la vida, saborearla y paladearla. Con toda su sal. Sin miedo a la muerte.
Hoy cumplía noventa y había que celebrarlo. Agarró otra chuleta de cordero segureño bien salada y la saboreó con fruición y deleite desafiando, una vez más, a la atenta parca, esa figura vestida de negro que sí que nunca (¡jamás!) sabría salada.
En silencio
Me pusieron los grilletes en silencio. Todos, mientras tanto, me observaban con atención. Quizás esperaban una reacción violenta por mi parte, un poco de resistencia al menos. Sentí decepcionarles. No iba a ser así. Nada tenía que hacer contra las metralletas que portaban. Me aterraba enfrentarme al fuego de aquellas armas. Aunque, debo reconocerlo, el frío del metal alrededor de mis muñecas se me antojaba más doloroso que las propias esposas. O que las balas.
Mis amigos y compañeros, también algunos enemigos —si es que ese adjetivo tan crudo fuese aplicable a aquellas personas cercanas a las que no caigo especialmente bien—, hicieron un pasillo por el que comencé a circular. Custodiado por mis captores —no merecen otro nombre esos mercenarios que vinieron a por mí— avancé con la cabeza alta y pude cruzar las miradas con algunos de mis seres más queridos.
—Te lo avisé —me recordaban unos ojos apagados.
—Lo sabías tan bien como yo —parecía decir otra mirada llorosa.
—Ahí tienes lo que querías —se regodeaba la vista mi ex.
Salí casi a empujones. Mis muñecas, atenazadas con los grilletes. Mis brazos, sujetos por las manos de mis captores. Mis rodillas, temblando de miedo. Sabía que acabaría como tantos en las últimas semanas, tal como ocurriera en cientos de lugares tras las recientes elecciones.
Antes de que me metieran en la caja del camión, junto al resto silencioso, miré a los ojos de aquellos pobres condenados que me acompañaban. Al unísono y en silencio, nuestras calladas y tristes miradas expresaron lo que todos pensábamos: «Si llego a saber que iban a ganar ellos, no los habría votado».