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EL MAL PERTENECE AL INFINITO

“Hay un concepto que es corruptor y el destructor de todos los demás. (…) Hablo del infinito”

Jorge Luis Borges

            El concepto de infinito está sobrevalorado.

            Al menos en la sociedad contemporánea. La idea de infinitud nos resulta tan atractiva como una cerveza bien fría en un chiringuito de playa después de tostarnos durante horas bajo el abrasador sol veraniego. De hecho, aunque no hayamos reparado nunca en ello, nos rodea por todas partes y se materializa en nuestras vidas de forma constante en forma de múltiples deseos.

            Por ejemplo, en la búsqueda de la inmortalidad. Es este uno de los sueños más antiguos de la especie humana, probablemente incluso anterior a la aparición de la misma. ¿Quién no ha reflexionado en alguna ocasión sobre las supuestas delicias de la vida eterna? Las religiones, los mitos, la alquimia y la ciencia corren en pos de esa quimera, las primeras desde hace milenios y la última desde una perspectiva más, digamos, realista. Actual. Empírica.

Todo lo que hacemos, decía Fernando Savater, lo hacemos solo por dos razones: vivir mejor y vivir más. ¿Cuántos miles de millones de euros deben llevarse ya invertidos en investigar tratamientos que prolonguen nuestras vidas, e incluso en sistemas que nos permitan preservar al manos la conciencia por períodos de tiempo inimaginables?

            Y, ¿qué es la inmortalidad sino la infinitud temporal?

            Estrechamente relacionado con lo anterior, nos damos cuenta de que la sociedad está articulada en torno a un poderoso mensaje: disfruta de todas las experiencias posibles al máximo de profundidad y de duración. Ten el mejor coche, las mejores vacaciones (no pongo la mejor vivienda porque tal y como está el patio igual los jóvenes me arrojan tomates), la mejor colonia, el mejor móvil… ¡Goza de infinitas experiencias! ¡Que no tengan final! De lo contrario serás infeliz. Por supuesto, se trata de experiencias que conllevan un gasto. Hay que consumir. Hasta el infinito y más allá, como diría el personaje de dibujos animados. Releguemos al ostracismo experiencias como la meditación, la lectura o un paseo por la montaña, que apenas generan ingresos.

            ¡Ah! Y por si fuera poco, lo anterior ha de ser obtenido de forma inmediata. Hay que tender al infinito en la reducción de nuestro esfuerzo por conseguir las cosas. Nuestros deseos deben ser satisfechos a la mayor celeridad posible. Cualquier cosa que requiera postergar la recompensa se rechaza como aburrida y sin valor. Cada vez menos estudiantes entienden que para sacarles provecho a sus estudios deben dedicar muchas horas a pulir los codos, cultivar la virtud de la paciencia y renunciar a otras actividades que desde luego ofrecen un placer instantáneo. Dentro de una o dos generaciones, ignoro quién estará en condiciones de sacrificarse para estudiar física, medicina, matemáticas o cualquier otro campo del saber que requiera renunciar a videojuegos, redes sociales y/o otros entretenimientos banales. Pero bueno, quién sabe. Igual para entonces las riendas de la sociedad ya las han tomado los robots e inteligencias artificiales en nuestro lugar. ¿Recuerdan a los Eloi y los Morlock?

            Los antiguos griegos, por contra, sentían auténtica repulsión por el concepto de infinito, tanto en su acepción matemática como en la metafísica — o física, según el paladar del lector—. Tan exacerbado era su rechazo que en círculos académicos se habla del “horror al infinito” que padecían nuestros padres intelectuales. Cuando Pitágoras y los acólitos de su secta descubrieron las magnitudes inconmensurables, como por ejemplo la relación de uno de los lados de un cuadrado con su diagonal, trataron de ocultarlo al mundo. Parménides, cuando en su poema “Sobre la naturaleza” medita acerca del “ser” (es decir, lo absoluto), lo imagina esférico, no ilimitado. Y nuestro estimado Aristóteles, ya en el campo de la ética, afirma:

            «Uno puede conducirse mal de mil maneras diferentes; porque el mal pertenece a lo infinito, como oportunamente lo han demostrado los pitagóricos. Pero el bien pertenece a lo finito. Por eso el mal es tan fácil y el bien, por el contrario, tan difícil. Porque es fácil no lograr una cosa y difícil conseguirla».

            Reconozco que este texto me fascina. Como toda buena filosofía, el paso del tiempo hace escasa mella en su mensaje. Mucho ha cambiado el envoltorio que se ha construido la humanidad en dos mil quinientos años, pero nuestra esencia permanece. Y desde luego si en tiempos del estagirita uno podía conducirse mal de mil maneras, hoy el radio de acción del mal se ha ampliado a una escala asombrosa. Podría decirse que infinita, para ahondar en la cuestión. Pero los caminos que conducen al bien siguen siendo limitados, y cada vez cuesta más encontrarlos entre tanta maleza. No digamos ya seguirlos.

            Por eso tal vez deberíamos plantearnos aspirar no al infinito, sino a lo esencial. No al desbordamiento, sino a la quietud. No al desenfreno, sino a la moderación. ¡Pero sin renunciar de vez en cuando a … (que el lector elija aquí lo que crea conveniente)!

Javier Serra

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