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Cruz del Zahor y El Ojo Oscuro

Cruz del Zahor

Foto1 Cruz del Zahor

Destacando sobre la silueta de la montaña, a unos 1420 m de altitud sobre el nivel del mar, cuenta la leyenda que su estratégica localización data de tiempos de la Reconquista, marcando los nuevos dominios del cristianismo. Lo cierto es que la cruz metálica que hoy en día se erige sobre la vega de Nigüelas, anclada en las faldas del Zahor y señoreando las cumbres del Valle de Lecrín, corresponde a una estructura metálica de ejecución relativamente reciente, levantada hacia la década de los setenta del siglo pasado por los propios vecinos de Nigüelas y de otros pueblos limítrofes como Dúrcal o Acequias.

Por aquellos años existía en el lugar una pequeña cruz de madera, llevada allí por los misioneros que hace más de un siglo predicaban de pueblo en pueblo. De aquella época es la canción conservada por la tradición oral «Que viva, que viva la Cruz, que viva, que viva Pedro Prim, que fue quien la llevó…». La creencia popular de que la madera de la cruz, quemada, aliviaba el dolor de muelas junto a los efectos meteorológicos de los muchos inviernos acumulados en su frágil armazón, llevaron a la ruina del viejo monumento, que fue desmontado y sustituido por el actual.

Estás allí, perduras porque jamás te venció la tentación de dejarte ir.

Señora de las cumbres, puerta de entrada a los cielos…

la fe no sólo mueve montañas, también habita en ellas.

Anclas tus raíces en la roca para soplar con fuerza las nubes,

almas de ovejas blancas flotando en silencio, pastando sueños desde ruidosas urbes.

Creo en tu norte, en quién sobre ti gira cada noche las estrellas,

en los milagros de cada día – guíame para desde aquí saber verlos-.

Cruz del Zahor, enséñame cómo existir va más allá que el corazón que deja de latir.

El Ojo Oscuro.

Foto 2 El ojo oscuro

Limitando el macizo nevadense por su borde occidental, al pie de las últimas estribaciones de la Sierra del Manar, las Lagunas del Padul se alimentan de las numerosas surgencias o nacimientos de agua que se sitúan preferentemente a ambos lados -norte y sur- de la fosa tectónica sobre la que se halla la localidad de «El Padul», cuyo nombre deriva de la voz latina “palus-paludis” que significa “laguna”. Uno de dichos nacimientos, tal vez el más conocido y con mayor caudal de todos, es del Ojo Oscuro, en las inmediaciones de la Alberca Palmones, junto a la antigua carretera que unía la capital granadina con la costa mediterránea, la nacional N-323.

Las raíces del término “ojo” habría que buscarlas por las no muy lejanas tierras manchegas, de vastas extensiones prácticamente llanas salpicadas de viñedos y humedales.

Dentro de la rica terminología acuñada por los habitantes de la mancha húmeda, se habla de “ojo” para referirse a los manantiales que surgen en una zona llana. No en vano, los conocidos “Ojos del Guadiana”, aunque actualmente secos, representaban hasta hace poco el más claro exponente de dicho significado.

En las lagunas del Padul, entorno al misterioso Ojo Oscuro han surgido multitud de leyendas alimentadas por los propios paduleños. Historias y cuentos transmitidos de generación a generación, con la finalidad de alejar a la siempre intrépida e imprevisible chiquillería del peligro que las zonas pantanosas pudieran llegar a representar.

Entre estas leyendas, destaca la de José Lao y su yunta de bueyes. Hombre ya mayor que se dedicaba al acarreo de piedras para casas o cercas y al arado de aquellas tierras cuyos propietarios quisieran sembrar o barbechar. Aunque esta última operación se podía realizar entonces con mayor rapidez mediante mulos, los bueyes producían un surco más profundo y recto. De esta forma aumentaba el volumen de tierra removida, ofreciendo al cultivo de cereales un sustrato renovado y aireado, con mayor capacidad para almacenar el agua de la lluvia. La productividad de la primera cosecha así obtenida compensaba con creces a los agricultores la contratación de José Lao, prefiriendo pagar las jornadas adicionales que el empleo de bueyes acarreaba.

Esto hacía que al boyero nunca le faltara trabajo, transcurriendo su vejez de una forma relajada y sin preocupaciones. La fe ciega que profesaba hacia sus animales, unido a su carácter tranquilo, hacía que en muchas ocasiones quedara dormido sobre el pescante, sumido en el profundo sopor que le producía el monótono traqueteo del carro unido al chirriar de las ruedas.

Uno tras otro, así iba realizando todos sus encargos hasta que un buen día y estando entregado, como casi siempre, a los placeres de Morfeo, los bueyes confundieron su recorrido.

Encaminándose por error a una finca que el viejo boyero tenía en propiedad junto al Ojo Oscuro, la poca consistencia del terreno entorno a la poza provocó el hundimiento de las ruedas y posterior vuelco del carro.

Poco a poco, de manera irreversible y ante la impotencia de los vecinos del pueblo que acudieron a socorrerle, José fue “engullido” por la insondable oquedad que sirve de nacimiento a las aguas.

Dado por muerto, se le organizó un funeral en el lugar de su desaparición. Hasta allí acudió el párroco, en procesión, para darle su último adiós ante la desconsolada mirada de su viuda, hijos, nietos y demás familiares de El Padul.

Con el paso del tiempo, el luctuoso suceso fue diluyéndose en la memoria de la gente.

Al siguiente verano, como siempre que llegaba dicha estación, muchas familias del Padul se desplazaron a la costa granadina a trabajar en la zafra de la caña de azúcar.

Allí vivían en pésimas condiciones, durmiendo a la intemperie o en pequeñas chozas construidas de cañaverales a pocos metros de la línea de playa. La única forma de asearse la proporcionaba el mar.

Cierta tarde de ese mes de agosto, mientras las mujeres preparaban la cena, hombres y niños fueron a bañarse al mar.

Entonces sucedió algo inaudito, insólito: con el sol ya tiñendo de rojo el horizonte, apareció sobre el mar la inconfundible silueta de José Lao con su yunta de bueyes.

Tal cual, emergió de las aguas y con la misma impasibilidad de la que siempre había hecho gala se encaminó con el carro hacia sus vecinos.

Llenos de estupefacción y arremolinados en torno al boyero, le contaron que ya le habían dado por muerto, a la vez que le preguntaban que cómo que estaba allí.

Boquiabiertos se debieron de quedar los paduleños allí presentes cuando José les desveló uno de esos secretos y misterios que por mucho que ronden la mente de las personas, éstas -aún hoy en día- se resisten a creer si no lo ven con sus propios ojos: «el Ojo Oscuro, tenebroso lugar de cuyas entrañas mana el agua a borbotones, se comunica con el mar».

De hecho, existe un recorrido alternativo al seguido por las aguas hasta alcanzar el Mediterráneo a través de los ríos Dúrcal, Izbor y Guadalfeo. Un mágico camino mezcla de piedras, agua y sobre todo, ilusión de niño, que hace que quién caiga al Ojo Oscuro aparezca meses más tarde flotando, tranquilamente, sin tiempo, sobre las olas.

David Ríos

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