Portada » La despedida

Se sentó al lado de la cama y le cogió su mano tan tiernamente como pudo. Ella dormía en un sueño del que no despertaría jamás. Miraba sus parpados cerrados con todo el romanticismo del que hizo acopio, pero aquellos tubos atados desde un gotero a su cuerpo, trataban de romper toda la belleza del momento. Aun así él la miraba como la miró la primera vez en aquel baile, cuando contaban con aquellos hermosos veinte años. Jamás podría olvidar ese día. La sacó a bailar y con la impronta del primer amor supo que ella sería su esposa. Habían pasado cincuenta años de aquello y siempre pensó que sería él quien estaría en su lugar, que sería él quien colgaría de aquellos tubos con la misma vida que una fría marioneta. Renegó de su destino, quería hablar con Dios para maldecirlo o para al menos hacer un trueque con su vida, pero nunca le contestó, o quizás sí.

Recordó las primeras palabras que se dijeron aquel día. Él la invitó a bailar y le dijo: “Una bella señorita como tú no debería estar sola” y ella contestó: “El amor no deja que te sientas solo nunca”. Aquella frase le seguiría toda la vida. Y aquella eterna sonrisa capaz de dibujar colores en su estómago, se quedó grabada en su alma. Recordó su primer beso mientras miraba aquellos labios agrietados que en otro tiempo fueron tersos. Tocó su piel envejecida y sin embargo seguía viendo la pasión, la ternura y los susurros de una vida.

 En sus ojos siempre vio los ojos de sus amados hijos. Jamás imaginó que ella le regalaría algo tan preciado, y aun así era ella quien creía haber sido la premiada.

Pero ahora el destino tiraba de ella hacia el otro lado, hacia el mundo de los que ya se fueron. Él solo pensaba en morir detrás de ella. No soltaba su mano diciéndose: “Donde tu vayas yo iré”.

Su hija entró en la habitación de aquel hospital inhóspito. Ella conocía muy bien aquella historia de amor y adivinó en los ojos de su padre su plan de morir con ella. Lo abrazó y al rozar su mejilla se llevó una tibia lágrima.

–Papa, sé muy bien lo que estás pensando –dijo su hija–, pero debes despedirte de mama, debes dejarla marchar.

–Yo solo quiero irme con ella. No seré capaz de comprender la vida sin su mirada.

–Y qué hay de mí, yo te necesito.

–Tú tienes tu vida, no necesitas a un viejo como yo.

–¿No tengo bastante con perder a mi madre? –Sollozó como una niña abandonada.– ¿También tengo que perder a mi padre?

–Tu padre ya no es nada, solo un estorbo.

Ella salió de la habitación llorando la pérdida de su madre… y también la de su padre. Él tenía claro su destino. En cuanto estuviera solo en casa todo sería más fácil. Parece mentira lo sencillo que puede resultar quitarse la vida cuando no hay razones para seguir, cuando todo lo que amas desaparece. Aun así hay algo que traspasa cualquier dolor, nuestra capacidad de amar, es más grande que nosotros mismos.

El medico les dijo que esa tarde la desconectarían. El volvió a casa, necesitaba un momento a solas. Oyó el timbre, por la mirilla no vio a nadie, sin embargo abrió la puerta. Era Ana su pequeña nieta.

–Hola abuelo –ella lo besó y él no pudo impedir que una lagrima huyera de entre sus parpados–, vengo a hacerte una pregunta.

Ana era una inteligente niña de 6 años que no conoció a su padre. Desapareció cuando supo que ella estaba en camino. Su abuelo era todo lo que necesitaba para entender el mundo, un mundo duro como el pedernal. Su abuelo era el hombre más tierno que jamás conocería. Gracias a él entendió que aunque sin padre, el mundo puede ser un lugar amable si tienes cerca a personas que te aman.

–¿Qué le pasa a la abuela? –dijo muy seria.

¡Los niños pueden ser tan puros y tiernamente crueles al mismo tiempo! ¿Por qué no iba a preguntar por su abuela? Ella no era una adulta con vergonzosos impedimentos, ella era un corazón puro. Él nunca le habló con tabús como su madre y por eso para ella su abuelo era una referencia fiable.

–La abuela está en un hospital muy enferma. –Dijo él al tiempo que pensaba en cómo explicárselo. Y entonces no se le ocurrió algo más descriptivo– ¿Te acuerdas de Toby?

Su cara de niña desapareció, se transformó y comenzó a llorar. No necesitó más explicación. Él la abrazó y sus mejillas intercambiaron lágrimas jóvenes con lágrimas ancianas. El tiempo pasó despacio, pero Ana, entre sollozos, soltó a su abuelo de golpe.

–¿Tu cuando te vas a morir? –dijo ella con las mejillas todavía húmedas.

Él la miró y no podía mentirle.

–Pronto.

–¿Estarás con la abuela?

–Sí. No puedo vivir sin ella, la necesito, la quiero con toda mi alma. Iré con ella.

–¿Yo quiero ir contigo? Mi maleta es pequeña no tardaré nada –Ana tenía el semblante serio, los niños nunca dicen nada esperando provocar una reacción–, ¿cómo vamos a donde está ella?

Él siempre tuvo una respuesta para su nieta, pero por primera vez se quedó sin nada. Jamás le sucedió algo así con un adulto. Un largo silencio, le hizo entender a Ana que aquel era un terreno de adultos.

–Mama me engaña a veces, porque cree que así entenderé mejor las cosas, pero tú no me has engañado nunca.

–Ana tienes razón… quiero quitarme la vida porque estoy muy triste, –agradeció que no hubiese ningún adulto cerca que juzgara como injusto e inmoral lo que acababa de decirle y también agradeció poder hablar con tanta sinceridad, algo que solo se puede hacer con los niños–, pero tú no puedes venir conmigo, –le dijo a su estoica nieta– porque todavía tienes que aprender mucho de esta vida.

–¿Tu ya lo has aprendido todo?

La miró y no pudo impedir sentirse orgulloso, su forma de pensar era más real que la de cualquier adulto incluso el mismo. No tenía respuesta.

–La abuela siempre te esperaba cuando estabas conmigo, –dijo Ana– ¿Ahora ya no puede esperarte? Solo un poco más, para que me dé tiempo a aprender y entonces nos vamos juntos.

Al mirarla el dolor era mayor, sus ojos eran los mismos de su abuela, como si ella le estuviera hablando. “Cariño cuida de ellos, yo seguiré esperándote”

El amor no deja que te sientas solo nunca, –dijo Ana muy despacito como tratando de recordar la frase.

–¿Qué?… ¿Qué has dicho?

El amor no deja que te sientas solo nunca. La abuela me hizo aprenderlo de memoria. ¿Lo he dicho bien?

Él se cubrió el rostro con las manos y lloró todo lo que guardaba dentro. Mientras, Ana lo abrazaba. Su amada se encargó de que le llegara el mensaje. Sabía que ella se iría primero y que él querría seguirla. Por fin esa frase cobró sentido.

Fue al hospital, tenía que despedirse, su nieta le acompañó. Desconectarían las maquinas que la mantenían atada a un mundo al que ya no pertenecía. Aun así él le habló, sabía que ella lo escucharía.

–No sé si sabré vivir sin ti, –le hablaba a su amada junto a las maquinas que aun mantenían los últimos instantes de su aliento– pero los ojos de tu nieta me ayudaran, son los tuyos. Serán como un faro en tierra firme, siempre sabré cual es mi rumbo, siempre podré volver a puerto seguro hasta el día en que vaya hacia ti. No nos dejas solos, porque el amor nunca nos deja solos. Has hecho que mi paso por este mundo haya tenido sentido. Ve con tus sueños, yo seguiré amando a nuestros hijos por ti. Por tu amor nunca estaré solo.

Y así se despidió de su amor. Siempre hay razones para vivir.

La vida nunca está ausente de moraleja: El amor no deja que te sientas solo nunca.

Manuel Salcedo

0 thoughts on “La despedida

  1. Coincido totalmente con el Sr. Manuel Ceballos, precioso relato, hermoso y con un mensaje implícito que no deja lugar para las dudas.
    Muchas gracias por hacernos partícipes de una historia tan hermosa Sr. Manuel Salcedo.
    Un saludo desde Mallorca

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