Un cochecito para bebé
En el altavoz interior de ambos suena repetidamente la voz de Serrat, con una tristeza desgarradora, cantando unos versos que deberían sonar alegres: «Y ayer y siempre /lo tuyo nuestro / y lo mío de los dos[1]».
Ninguno de los dos sabe que también el otro lo escucha.
Más lacerados por la ruptura que por haberse conocido, mantienen a machamartillo la última decisión que tomaron en común, la de ir cada cual por su cuenta. Les guía el temor a enfrentarse a las voces que se la susurraron al oído y que ya hicieron de ellas su voz interior.
Se niegan una sonrisa porque temen que saborear esas migajas de amor, que siempre queda donde se derrochó a capazos, rompa su firmeza.
Abandonan el piso que los cobijó. Es demasiado grande para una sola persona, dicen. Contiene demasiados recuerdos, es lo cierto. A finales de mes vence el contrato de alquiler y deben acabar de repartirse los bienes menores, esos acervos que, aunque aprovechables, no reúnen suficiente enjundia para constar en el inventario del letrado.
Visten prendas desconocidas para el otro, quizá demasiado juveniles, como enarbolando un cambio que ni ellos mismos saben si quieren.
Ella lleva anotado en un folio las cosas que desea, él en el móvil. En la mirada exhiben la indiferencia en la que desearían permanecer.
Un rígido saludo, discorde con el que traían ensayado, da paso a un tenso silencio a la espera de que el otro lo rompa. Cuando el silencio empieza a ahogarles, sus voces se solapan, también sus silencios, hasta que ella decide poner orden, como casi siempre, a lo que les ha llevado allí. Él, como siempre, lo acepta aliviado, es partidario de la ley del mínimo esfuerzo.
No han pactado nada, pero no hablaran de culpas, eso ya lo tienen resuelto, aunque sus resoluciones no coincidan.
Ambos, sucesivamente, exponen las apetencias que traían anotadas, eran previsibles y son aceptadas, aunque siempre hay algún gesto de contrariedad, por parte del otro. Esas adjudicaciones apenas han rebajado el todo a repartir.
Ella nombra los objetos, en ocasiones sin solución de continuidad dice que lo quiere ella, en otras, espera a que él lo reclame. Es una letanía con trazas de eternizarse. Pero ninguno parece tener prisa, como si quisieran prolongar aquel instante, seguramente, el último que compartan a solas.
Con la procesión de los objetos se reavivan ascuas del pasado y los parpados de ambos entablan una lucha consigo mismos, para que el sentimiento no llegue a aflorar a sus ojos. Todos aquellos están preñados de recuerdos, de remembranzas que, desde que campan por separado, solo persisten las buenas, las malas se esfumaron con la ruptura, aunque a veces las saquen a colación para no arrepentirse del paso dado.
Las cosas pasan del nuestro al mío o al tuyo sin que se creen disputas, solo alguna cara de extrañeza o desgaire. Solo un cochecito para bebé se les resiste. Ninguno lo quiere. Lo dejan para más adelante. Pero cuando llega el momento el resultado no cambia. Solución salomónica propuesta por ella: se vende y se reparte el importe que se consiga.
«Yo no quiero ni un céntimo de lo que den por eso», piensan los dos, pero lo callan.
Ambos ven en el artilugio la cuña que escindió su unión, la razón de la ruptura de una vida que, aun queriendo ser severos al juzgarla, era tan soportable que había engendrado deliberadamente una nueva vida en la que volcaron sus ilusiones, que ahora se empeñan en negar. Era un hito en sus vidas, era el galardón a la felicidad.

Sus familias lo consideraron el punto de no retorno de la estabilidad de la pareja.
Una noche de lluvia, un accidente de tráfico, acabaron con aquella vida que aún no había nacido y los distanció. No supieron reaccionar y escucharon voces próximas que los enfrentaban. Aun sin culparse, no se supieron perdonar. Y allí está el cochecito para recordárselo.
Lo miran, se miran ellos y reviven las maldades que, con toda la buena intención del mundo, otros sembraron en sus oídos y que les impiden asumir que todavía se aman, que aún están a tiempo, que solo haría falta desoír lo que nunca hubieran debido escuchar.
Enredados con los objetos que saltan del nuestro al mío culebrean recuerdos que les cosquillean los parpados: «Ese plato lo compramos en la luna de miel»; «El cenicero que robamos en la cafetería donde nos conocimos»; «Ese LP que nos regalaron al comprar el tocadiscos»; «Esos jarrones son el regalo de tus compañeros de trabajo»; «Ese cuadro lo trajimos cuando fuimos a Melilla a ver dónde habías hecho la mili»; «Ese juego de café nos lo regaló mi jefe»… Lo piensan al alimón, pero no lo verbalizan, aunque si escuchamos con el sentimiento quizá escuchemos como lo susurran a dúo.
La división se ha completado, los bienes de ella están perfectamente apilados, una confusa pila de objetos, en la otra esquina de la habitación, serán para él. En el centro del salón que acogió tanta felicidad solo queda un cochecito para bebé que no quiso que siguieran juntos. Ella lo pondrá en Wallapop y él se encargara de entregárselo al comprador, de cobrarlo y de repartir el dinero por mitades.
Si por un instante, pudieran ser sinceros con ellos mismos, se precipitarían en los brazos del otro, pero su ruptura ya está demasiado cacareada y ellos están muy advertidos: «De ese no te vuelvas a fiar… menudo elemento»; «Ten cuidado con esa, que es una pajarraca». Y revivir lo que han pasado las últimas semanas no es un plato de gusto. Se sienten vulnerables a las lágrimas ajenas que evitan mirando al suelo.
Han completado el último paso de una divergencia, aunque sienten el inconfesable deseo de converger.
Llega el momento de la despedida y surge lo impensado: ¿Cómo se despiden? ¿Un beso? ¿Se estrechan las manos? O un «ahí te quedas». Resultado: una chapucera amalgama, indecisa y tartamuda. Después una incontenible prisa por llevarse las lágrimas a otro lugar.
Allí queda el botín de una vida en común al cuidado de «un cochecito de bebé por estrenar», tan odiado ahora, como deseado hace no tanto. Queda a la espera de que alguien lo quiera. Y con ellos el eco de loa versos de Serrat.
[1] «Decir amigo» Joan Manuel Serrat (1974)
Alberto Giménez Prieto
Precioso relato y precioso cochecito.