La Escopetilla sorbió el café con leche poquito a poco, pensando que había sido acertada la idea de traer con ellos ese saquito de café en grano de Guinea, pues tal y como estaban las cosas solo cabía la malta en los hogares. Oyó el balbuceo de Gelinda justo cuando el reloj del comedor de la casa de sus tíos daba las cinco. Se levantó y, tomando a la pequeña en brazos, se acercó a la cocina para hacerle el biberón. Las lágrimas corrían por sus mejillas como las gotas de un grifo mal cerrado, mientras desleía la leche en el agua, al recordar aquella tarde. Si Ángel no la hubiese abrazado tanto… Si no la hubiera besado… seguramente el maldito pasador de la camisa no se habría soltado. Se retrasaron buscándolo; eso fue todo y en cambio su padre pensó lo peor, y le montó un número con torta y todo, aunque la torta fue lo de menos, lo que realmente le dolió fue la desconfianza depositada en ella:

Perdóname, pero…

¡Ni se te ocurra subirte en la Harley! — le interrumpió Masa gasolina, abrazándola con toda esa fuerza interior de padre, al que ya nunca más podría besar…

Las farolas despertaban al anochecer de la ciudad en el momento en que se subió al tranvía junto a Antoniet. Se sentaron en silencio en el duro asiento de madera enrejada cuyo frío contacto atravesó el abrigo de paño. A través del cristal de la ventana veía a la gente pasar con prisa. Hacía frío para andar por la calle. Cansado, cerró los ojos deseando encontrarse en mitad del campamento en el instante en que decidiera abrirlos. Cómo añoraba Guinea… Dos días habían pasado desde su llegada a la Península, y ya estaba queriendo regresar. Tenía el brazo apoyado en el cristal de la ventanilla cuando sus ojos se fijaron en la banda ancha de color negro que llevaba cosida en la manga a la altura del antebrazo. Era la seña de identidad de un familiar fallecido. A él nunca le gustó esa marca porque no entendía el por qué de mostrar el dolor de una familia a gente que no tenían nada que ver con sus vidas. Como la Escopetilla, que parecía un alma en pena con ese velo cubriéndole la cara y esa ropa negra como el ala de un cuervo… ¡No! el luto se lleva en el corazón, y por mucho que uno se disfrace no lo iba a sentir más. Pero los cánones del momento eran los que eran y no estaban en Guinea, sino en una España de posguerra, hambrienta y macilenta, en la que había que aparentar además ser. ¡Cómo soñaba con regresar a esa tierra lejana en donde el paisaje y sus gentes reconfortaban el corazón aunque uno no quisiera!

Se bajaron en la calle de La Reina, justo cuando empezaba llover y aceleraron el paso con el cuello de los abrigos levantados. Ninguno de los dos llevaba paraguas, así que tuvieron que guarecerse bajo la cornisa de un escaparate en donde unos paquetes de clavos y otras herramientas compartían el lugar con un cuadro del general Franco vestido de gala. Y él no pudo menos que pensar que cuántos de esos cuadros colgados en algunos establecimientos, estarían allí por la propia voluntad del dueño y cuántos por congraciarse con el Régimen… Entraron en un pequeño café escaso de parroquianos situado junto al comercio en donde las bombillas de los apliques colgados de las paredes iluminaban, con racanería, los espejos del local, proyectando en el cristal la imagen de los clientes. Un limpiabotas de mono azul y colilla amodorrada entre los labios sacaba lustre a un zapato negro, cuyo dueño leía la prensa comentando en voz alta la tarde de oreja y rabo de Antoñete en la plaza de las Ventas. Era una prensa amordazada que solo emitía una información acrisolada por el régimen, aliñada de toros y fútbol. Se sentaron en una mesa junto a una ventana en cuyo cristal la lluvia resbalaba como Pedro por su casa.

— ¿Qué va a ser? — pregunta un camarero flaco y metido de espalda a fuerza de tantos años de inclinarse ante el personal para servir lo pedido. En su cara, un ridículo bigotito se columpia de su labio superior en un intento frustrado de darse un aire de seductor de la pantalla, y en sus manos, una bandeja redonda de metal gastada del trasiego y un trapo de algodón de un blanco roto, de tanto friega y frota mesa a mesa y día tras día.

Una palometa…

Para mí un carajillo — pidió Ojos de Gato.

Hablaron poco y sin ganas, porque el cansancio que deja el estrés de la desolación adormece las palabras…

La lluvia había dejado de correr por los cristales cuando salieron; no así en la escupidera de la entrada en la que un gargajo resbalaba junto a las gotas de agua estrelladas sobre el dorado latón del recipiente, en donde un hombre había hecho diana a la par que se cruzaban en la puerta. Un apunte de sonrisa se asomó a los labios de Ojos de Gato pensando que << si los cerdos que campaban alegremente por los alrededores del Hospital de Bata hubiesen estado allí, la escupidera estaría de más >>. Y con este pensamiento se alejó del local oyendo, sin escuchar, la voz de Antoniet que charlaba sobre algo de su oficio de tornero.

Entraron en el portal del hogar prestado, iluminado por una bombilla pelada que apenas alcanzaba para aclarar la visión de los dos primeros escalones, en donde un gato les dio un susto de muerte al sentir cómo invadían la paz de su rincón. Un olor a coles hervidas flotaba en el aire y en el rellano del primero se enlazaban las noticias de Radio Nacional con un tango de Gardel. En el segundo, su hija mayor Tatín, con sus lápices de colores y Gelinda llorando desesperada por un incisivo que rasgaba su tierna encía, paliaron en parte, aquel horrible día en el que acababa de enterrar a un buen amigo: el abuelo de sus hijas.

Sobre la mesa, igual que el ombligo del mundo, un plato de embutido y un porrón de vino de garrafón, ocupaban el centro de un mantel a cuadros azules y verdes, que junto a edia barra de pan y una humeante sopera, componían la cena de esa noche en el hogar prestado. Se sentaron, sin Sara, a una mesa triste con un enorme hueco difícil de llenar, porque Sara volvería de su mundo de recuerdos, al siguiente día o al otro a ocupar su lugar, pero su amigo ya no volvería más.

Era la hora de la cena y la nena lloraba y lloraba. Ni el dedo de su madre masajeando las encías, ni el frío hielo picado y envuelto, en un pedazo de gasa, ni la gota de licor sobre la maltrecha carne, recomendada por esa tía Teresa, pequeña y enjuta, de moño estirado y gafas de concha gruesa y redondas, surtían efecto. . Casi agradecieron el berrinche de Gelinda que apartaba con firmeza el biberón de Pelargón que la Escopetilla le daba. Y lloraba y pataleaba desconcertando a todos, haciendo que la tristeza fuera menos tristeza, por el afán de calmar su dolor ante el apremio de ese diente de leche que quería salir.

Con el primer diente de leche de la pequeña y el final de las vacaciones, llegó el momento de partir hacia el destino nuevo. En Valencia dejaban a parte de la familia y al viejo Camaró, dormitando en el jardín de piedra hasta el día del Juicio. Con ellos se llevaban a una Sara cansada y algo doblada, no por el peso de los años que no eran tantos, sino por el peso de ese camino en solitario que le tocaba emprender… Una Escopetilla enlutada y un par de nenas era todo lo que había inventariado el corazón. Y así se fue sin huevo de pato, no porque allí faltaran patos, sino porque no era costumbre, como lo era en esa otra tierra cuyo recuerdo le mordía ese mismo corazón, a emprender el camino de una nueva vida en un puesto que ya no deseaba. Recordó aquello de que: A quien prueba la Guinea se le mete el veneno de volver. Y pensó que era tan cierto como que había Dios. Pero ese Dios se empeñó en enviarlo a Almería, una pequeña ciudad a orillas del Mediterráneo en donde el sol nunca parecía tener prisa por irse a dormir. Y allí, en la calle Chile, número siete, de un barrio de casas bajas a la que llamaban Ciudad jardín, tal vez porque a ninguna le faltaba su trocito de tierra para llenarla de flores, invirtieron en una casita pequeña de paredes blancas y jardín coqueto, que les costó sesenta mil pesetas. Un desembolso que no todo el mundo, en los tiempos de posguerra que corría se podía permitir, pero que para ellos no era un problema por esos años de campaña en aquellas tierras.

Con la compra de la casa, la ilusión volvió a formar parte de la familia. Ahora se encontraban en un hogar totalmente suyo, junto a Sara, las niñas y Vicenta, la chacha, una joven desgarbada y tan sosa que Ojos de Gato pensó que Dios se olvidó de darle esa pizca de sal con la que debería ganarse al corto mundo que la rodeaba. Y así pasaban los días: él con su trabajo en el cuartel y ella aturullando a la buena de Vicenta, a la que le faltaba sangre para acelerar la faena. Desesperada la una y exasperada la otra, acostumbrada como estaba a tantos de servicio, el entendimiento entre ambas no acababa de llegar. Solo Sara, con esa serenidad que la caracterizaba, sabía cómo manejar a la muchacha sin atolondrarla más.

Era de noche en la Casa Cuartel, como en todas las casas de ese lado del mundo. En la mesa familiar solo estaban, la chiquilla sentada en una trona de madera que Anacleta, la mujer del cabo Gómez, le prestó tras el uso continuado de los siete hijos con que Dios, y el semental de su marido la premiaron…

Gudea de Lagash

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