“SINFONÍA EN GRIS”
Carmen Carrasco nos sumerge en Sinfonía en gris, un relato donde arte, misterio y destino se entrelazan. Un pintor descubre la inspiración en un parque imposible que marcará para siempre su vida y su obra.

Aquel pintor, ya en su etapa otoñal, y famoso en todo el mundo, contemplaba satisfecho el cuadro, su obra maestra según los críticos, que en aquel Museo MOMA de Nueva York ocupaba un lugar destacado. ¡Aquel cuadro! Y sus pensamientos volaron lejos de allí cuando joven y sin dinero, con solo una carga de ilusiones, llegó a París dispuesto a conquistarlo.
Tenía pocos años y muchas ilusiones de triunfar como pintor. Cuando a solas se quedaba en su pequeña buhardilla en aquel barrio bohemio de París, después de haber expuesto durante todo el día sus cuadros por las aceras de Montmartre, sin haber vendido ninguno, como le sucedía a diario, soñaba que un día se haría famoso y sus cuadros se exhibirían en los mejores museos del mundo: El Louvre, el Moma de Nueva York, L´Ermitage, El Prado… ¡Sueños de juventud!
La realidad era que desde que llegó a París, dispuesto a conquistar la ciudad de la luz, no había conseguido abrirse camino ni vender ninguno de sus cuadros. Recorrió todas las galerías de arte ofreciendo sus pinturas pero en todas ellas le fueron rechazadas. Aquellos bonitos paisajes, su especialidad, que él sabía buenos, pasaban sin pena ni gloria ante los ojos de los críticos, indiferentes a su arte, apenas sin detenerse en ellos. Se los devolvían con un… sí, no era una mala pintura pero… le faltaba algo… quizá alma… lo sentían… vuelva cuando tenga algo mejor… y así, una y otra vez.
Y el joven pintor, cada vez menos ilusionado, regresaba a su casa con los lienzos enrollados bajo el brazo para, al día siguiente, volver a exponerlos sobre el suelo de aquel barrio de artistas ante las miradas de paseantes curiosos que seguían su deambular sin haberle comprado ninguno. Nôtre Dame, los puentes del Sena, la tour Eiffel, el Moulin Rouge… todo lo había plasmado con sus ágiles pinceles y su imaginación de artista pero, al parecer, no despertaban el interés de nadie.
Una tarde de invierno, gris y con un cielo plomizo amenazando lluvia, salió el pintor, con el ánimo más decaído aún que otros días, buscando un lugar, alguno encontraría en la gran ciudad, estaba seguro, donde le llegase la inspiración deseada, aquella alma que, según los críticos, le faltaba a sus cuadros. Andaba sin rumbo, sin una dirección determinada, esperando hallar ese paisaje soñado que al fin, una vez plasmado sobre el lienzo, despertase el interés de todos y lo hiciese famoso o, al menos, mirando el lado práctico, pudiese venderlo, pues su economía andaba más que maltrecha.
Al azar, se internó por algún barrio extremo de París, sin saber en realidad dónde se encontraba pues no reconocía aquel lugar. Pensó que jamás había estado en aquel sitio. No era raro, pues París era una inmensa ciudad y había muchos sitios que aún no conocía. A primera vista le pareció un barrio tranquilo, con casas muy antiguas, casi vetustas. Y observó que nadie pasaba por sus calles, cosa natural pues la tarde era fría y ya comenzaban a caer unas gotas que posiblemente pronto se convertirían en un fuerte aguacero. Era de locos continuar andando pero no podía explicar qué fuerza le empujaba a seguir adelante. Se caló la visera y resguardado por el chubasquero se dispuso a desafiar la lluvia. Tenía la intuición de que en aquel lugar encontraría el paisaje y la inspiración que buscaba desesperadamente.
Y en efecto, de pronto, como una aparición, se dio de bruces con un pequeño parque. Era un jardín extraño, como perteneciente a otra época. Una valla alta lo protegía del exterior y una monumental y artística verja de hierro daba paso al recinto. Decidido, se acercó a la misma creyéndola cerrada pero, con sorpresa, comprobó que al empujarla se abría lentamente rechinando en el silencio del atardecer.
Un paisaje casi irreal apareció ante sus ojos. Desprovisto por completo de color, solo predominaba el gris, como la tarde que definitivamente se había metido en lluvia. Unos majestuosos árboles de hojas estáticas, como agujas dirigidas hacia el cielo, daban serenidad al entorno. Pálidas flores, de pétalos casi transparentes, esparcían un suave aroma por doquier, mientras un pequeño estanque de aguas tranquilas, transmitía serenidad al espíritu. En el mismo centro del parque, un maravilloso grupo escultórico, formado por ángeles en actitud silenciosa, lo dejó boquiabierto. Aquellos ángeles parecían seres de verdad, que de un momento a otro se echarían a volar por los cielos. El pintor se sentía arrobado. Jamás había visto semejante belleza.

Poco a poco, sin apenas apercibirse, se hizo de noche y unas mortecinas farolas, situadas en hileras a ambos lados, iluminaron aquel parque tan especial en el tiempo y el espacio, mientras una neblina lo iba envolviendo todo con un tul gris. El joven, convencido de que aquel era su paisaje soñado, el que había buscado tanto tiempo, fijó en sus pupilas cada rincón, cada detalle del mismo, para plasmarlo con sus pinceles. Sí, por fin le había llegado la esperada inspiración. Y, eufórico, lleno de esperanza en que aquel cuadro sería su revelación como artista, salió del parque sin querer adentrarse más en su interior pues la noche había caído por completo y la oscuridad le impedía ver el resto de aquel jardín. Y tocando el cielo con las manos, regresó a su buhardilla. ¡Al fin había encontrado el motivo anhelado de su inspiración!
Al día siguiente, reteniendo en sus ojos, como una fotografía, todos y cada uno de los rincones de aquel parque, el pintor se dispuso a plasmarlo con sus pinceles sobre un blanco lienzo. La tela, poco a poco, fue tomando vida y llenándose de tonos grises: pálidos, fuertes, nebulosos… se diría que era una sinfonía en gris. Sí, era un buen título para aquel paisaje, casi irreal: “Sinfonía en gris”.
Pintaba febrilmente, hora tras hora, como poseído de un espíritu que, al mismo tiempo, parecía llevarle su mano señalándole donde había de dar las pinceladas, donde había de aclarar los colores o, por el contrario, donde había que remarcarlos. Empalmaba los días y las noches, sin apenas descansar, inmerso en aquel cuadro, en aquel maravilloso paisaje al que entregó su alma de artista. El alma que faltaba a sus pinturas y que aquel cuadro por fin poseería.
Y llegó el día en que vio terminada su obra. No era una pintura normal, no era un paisaje más de los que él pintaba. En aquel cuadro, su “Sinfonía en gris”, había volcado todo: su arte, sus ideales, esperanzas e ilusiones. ¡Había volcado su alma!
Fue el pintor revelación del año. Su cuadro obtuvo un éxito arrollador. Incluso los exigentes críticos, reconociendo la excelencia de aquella obra, le concedieron por unanimidad un primer premio. Y, como consecuencia, se convirtió en el pintor de moda al mismo tiempo que los encargos le llovían de todas partes. No paraba de trabajar pues, aún no había terminado un cuadro, cuando ya tenía otro encargo por complacer. Atrás quedó aquel tiempo en que vivía pobremente en la buhardilla, ofreciendo sus cuadros sin que nadie se los comprase. Ahora, la fama y el triunfo le habían llegado por fin, llenando su vida de felicidad.
Una tarde en que, algo cansado, se había tomado un respiro dejando sus pinceles reposar también, recordó aquella otra tarde lluviosa cuando, desesperado, salió a la calle en busca de un paisaje que le inspirase. No tenía nada que hacer así que, curioso, decidió visitar de nuevo aquel parque que tanto significó para él y su carrera de pintor.
Encaminó sus pasos en dirección a aquel barrio de las afueras con la ilusión de volver a visitar aquel jardín. Al acercarse al lugar donde, lógicamente, debía hallarse, solo encontró una placita en la que alegremente jugaban unos niños. Extrañado, preguntó por el parque a un anciano que se hallaba dormitando en un banco, pues pensó que quizá había equivocado la dirección ya que solo había estado allí una vez.
El anciano, mirándolo con extrañeza, le respondió lacónico: -Ese parque por el que usted pregunta hace muchísimos años que no existe. Lo derribaron porque ya estaba en ruinas. ¡Ah! Y no era un parque. Era un cementerio.
El pintor dejó de mirar su “Sinfonía en gris”, su obra maestra. Y lentamente se alejó de allí, acompañado del recuerdo de aquel parque, inexistente en el tiempo y el espacio.
Vuestra amiga Carmen Carrasco

