San Fermín, 2050
Sergio Reyes Puerta
El primer encierro de aquel año estaba llamado a ser totalmente diferente. Las nuevas tecnologías habían impuesto su ley y casi todo estaba automatizado. Ya hacía una década que un robot era el que se encargaba de abrir la puerta del corralillo que mantenía a raya a los toros hasta el comienzo de la carrera. Los pastores y los mansos, por su parte, eran sofisticados autómatas. Y los mozos que corrían el encierro llevaban, implantado bajo la piel y por voluntad propia, un chip con GPS para estar perfectamente localizados en todo momento. La organización, desde luego, no dejaba nada al azar: todo tenía que salir perfecto y los consejos de la Inteligencia Artificial se habían ido aceptando e implementado, poco a poco, por expertos y profanos, con gran éxito hasta entonces.
Sin embargo, en aquella ocasión, y tras pedir protección a San Fermín con los consabidos cánticos de los mozos —mejorados con el extendidísimo Autotune, implantado con cirugía en las cuerdas vocales de la mayoría de los humanos—, empezó a materializarse la gran desgracia, lo que nadie había previsto: cuando se abrieron las puertas del corralillo de la cuesta de Santo Domingo, no sucedió nada.
Ningún toro, ni manso ni bravo, salió de allí. La quietud reinaba en el tramo que separaba a los ilusionados velocistas del punto por donde deberían haber salido ya las dichosas reses. Los androides-policía forcejeaban contra la masa de exaltados mozos que, impacientes tras un año de espera, pugnaban por avanzar unos metros hacia el corral. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no salían las bestias?, se preguntaban todos. Al fin, tras mucho bregar, algunos —que no sabemos si considerar afortunados o no— consiguieron alcanzar las puertas y ver lo que ocurría tras ellas. Quedaron atónitos, casi desolados.
—Pero, ¿qué cojones…?
Aquellos toros, indiferentes a la carrera que les habían organizado con tanto esfuerzo e interés, estaban enganchados a sus modernos MAPR —móviles adaptados para reses—, esos que habían sido lanzados al mercado ganadero hacía uno o dos años. Las reses, por tanto, indolentes, ajenas las unas a las otras y a los pastores y mansos —que también estaban a lo suyo con sus propios circuitos internos—, tecleaban con sus pezuñas y enviaban, sin parar, audios de mugidos por el WhatMuuu. Que si menudos cuernos tiene el Consentido. Que si a Tapabocas se los han afeitado en exceso. Que si Amapolo no consigue ligarse a la Zamorana… Así, en su idioma animal, iban compartiendo los chismes de la dehesa o el prado del que cada cual procedía, mientras los humanos los observaban con la boca abierta y gesto de disgusto.
Algún mozo habló, entonces, de rebelión de las máquinas, sin embargo la realidad era mucho más simple. El San Fermín de ese año, ya era cierto, no se celebraría como siempre, pero no sería por algún tipo de insurrección o levantamiento. Simplemente, los allí presentes, se encontraban ante una nueva modalidad de encierro —este interior—que emulaba, por el letargo al que voluntariamente se sometían las bestias, el solitario aislamiento, acaecido frente a las adictivas pantallas, en el que había caído dominada —de hecho ya hacía décadas que no había revoluciones ni rebeliones, si acaso algo abundaba eran fiestas y festivales autoindulgentes—, años atrás y para su desgracia, toda la humanidad.