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Javier Serra

Javier Serra

El aroma del café recién hecho llenaba el estudio donde redacto este artículo. Sostenía mi taza favorita, esa con una ilustración de Sócrates que reza “solo sé que no sé nada”. La adquirí en un mercadillo hace casi un cuarto de siglo, la víspera de los atentados del 11-S. Resulta fácil acordarse. No sé por qué la he conservado tanto tiempo. Quizás porque la imagen de Sócrates ya se desvanece y me recuerda la transitoriedad de la vida. O porque su borde mellado refuerza la idea de que todo acaba por romperse antes de desaparecer. Sea como fuere, preparaba una clase de Ética sobre el compromiso que debemos tener con la mejora del mundo en que vivimos mientras, de fondo, escuchaba un podcast acerca del cambio climático: las previsiones sobre nuevas plagas, el calentamiento global que nos asfixiará y fundirá glaciares y polos… Una delicia de planeta que legar a nuestros hijos.

Pensé en mis alumnos tras un anuncio sobre lo fantástico que sería disfrutar de unas vacaciones en un airbnb y la mención a un concepto que desconocía, el de «fatiga climática». Se refería a esa especie de hartazgo colectivo que hemos desarrollado ante las trompetas del apocalipsis ecológico. Recuerdo como muchos nos pusimos a ello: las bolsas de tela en lugar de plástico, el reciclaje militante (¿a qué contenedor debo lanzar los tapones de corcho?), la convicción de que cada minúsculo acto personal inclinaba la balanza cósmica… Ahora mi lavavajillas gasta menos agua, supongo. La voz del podcast hablaba de islas que desaparecerían en veinte años. Veinte años. Menos del tiempo que llevo con esta taza desconchada. Parpadeé. El café seguía humeando, pero menos.

Imaginé esa “fatiga” en sus ojos: una mezcla de «eso no va conmigo» y «ya está el pesado de filosofía con la matraca». ¿Qué fue de la rebeldía juvenil que aspiraba a cambiar el statu quo? Ahora, parece que el bombardeo constante de malas noticias climáticas ha logrado el efecto contrario: generar un callo de indiferencia, un encogerse de hombros sincronizado ante el desastre.Total, nada podemos hacer, afirman resignados. O ya no tiene arreglo.

¿Por qué voy a renunciar a un crucero hipercontaminante mientras mis amigos cuelgan posts en redes sociales donde se jactan de los estupendos lugares repletos de turistas que visitan?

Y esa fatiga se metastatiza (¿esa palabra existe?). En los debates de política, la misma desconexión. O se atrincheran en eslóganes simplistas sacados de TikTok sin rastro de análisis crítico, o se envuelven en un manto de cinismo inmaduro: «todos roban», «nada va a cambiar». La «fatiga política» les llega empaquetada en píldoras de indignación efímera o en dosis de apatía crónica. Cuando los invitas a dialogar con Arendt sobre la banalidad del mal te miran como si les hablaras en arameo. ¿Para qué esforzarse en afrontar la complejidad cuando cualquier tema puede despacharse con un meme?

Aquí entra en juego la peor de las pandemias: la «fatiga intelectual». ¡Ay, las pantallas! Son la hidra moderna. Cortas la cabeza de un vídeo estúpido y al instante te asaltan siete notificaciones más. Veo sus pulgares moverse con autonomía epiléptica bajo los pupitres, buscando su dosis de novedad, el scroll infinito que aplasta el pensamiento. La capacidad de concentración necesaria para seguir un razonamiento sencillo o para leer más de dos párrafos seguidos se disuelve en el océano de la gratificación instantánea. El esfuerzo por

adquirir conocimiento no solo resulta ya insoportable, sino que es percibido como un anacronismo carente de sentido. Profe, ¿para qué estudiar si todo ya lo sabe el Chat GPT? (me pregunto si eso será un acrónimo de “GiliPollas Total). Suspiro y miro hacia la mesa del estudio: el libro que empecé con avidez hace semanas está acumulando polvo con el punto en la página 24. Corramos un tupido velo.

Arrastrado por estas reflexiones me llevé la taza a los labios como un autómata para apurar el último sorbo de café. Y entonces, ¡zas! Un dolor agudo en el labio superior. El borde mellado acababa de morderme. Sentí el sabor metálico de una minúscula gota de sangre en la lengua. Me quedé quieto, contemplando la taza como si la viera por primera vez. Tantos años ignorando el pequeño peligro por pura costumbre, por no querer cambiar. Por pereza. Cerré el podcast con fastidio.

Me levanté, el escozor en el labio aumentando. Dudé si dejar la taza traidora en el fregadero o tirarla a la basura (contenedor de rechazo).

«Bueno», pensé mientras presionaba el labio herido con una servilleta de papel y dejaba la taza sobre la mesa, justo al lado de mis notas sobre Arendt. «Ya decidiré luego».

Total, ¿qué prisa hay?

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