Portada » MICRORRELATOS AL VUELO VII

Estimados lectores del Granada Costa, en este romántico mes os traigo tres breves historias de amor y desamor. En ¡Viva la locura! se ensalza muy brevemente tan desestabilizadora emoción. En género epistolar presento Vida mía, que alguien podría identificar como una carta de amor propio. Y en Dos minutos presenciamos los últimos instantes de un amor con tintes promiscuos que, trágicamente, no parece muy correspondido.

¡Viva la locura!

Me vuelves loca. Tu pelo, tu sonrisa y tus labios me tienen atontada desde que te vi. Tus caricias maravillosas, tu aliento café con leche y tus besos dulces, nutritivos y deliciosos, también. Sí, cariño, todo en ti me vuelve muy pero que muy loca. ¿Y sabes qué te digo, mi amor? Que si estar loca es parecido a esto, por favor: ¡que viva la locura!

Vida mía

En mi cama deshecha, a 14 de febrero de 2024

Vida mía:

Esta es la carta que jamás escribiré, ni tampoco recibirás nunca. Y eso que yo siempre esgrimía aquel dicho tan popular del “Nunca digas nunca”.

No es porque no sepa qué decirte. El caso es que podría llenar folios y folios describiendo, por ejemplo, todo lo que me diste e, incluso, todo lo que me quitaste. Pero ya es demasiado tarde: te perdí, y ahora no podría escribir ni una sola letra, pues sin ti muero.

Sólo al perderte he sido consciente de tu valor, de tu importancia, de tu papel fundamental. Nunca lo vi cuando te tenía a todas horas conmigo, acompañándome, dándome aliento, empujándome hacia delante. No te aprecié lo suficiente, no me di cuenta de tu presencia, de cómo estabas ahí, apoyándome, sosteniéndome, manteniéndome vivo. Sin ti, no habría sido nada de lo que he sido, no habría hecho nada, ni habría dejado huella en este mundo. Y ahora, sin ti, yo ya no puedo nada.

¿Sabes? Nunca te agradecí antes los dones que continuamente me brindaste: amaneceres inolvidables, atardeceres rotundos, cielos estrellados, placeres, sufrimiento, alegrías, disgustos, risa, llanto, viajes exóticos…

Sí. Sé que llega tarde. Sé que debí decírtelo antes, más veces y en más ocasiones. Pero te lo digo ahora:

Te amo.

Sí. Suena tópico y típico. Lo sé. Te amo. Repetido hasta la saciedad por enamorados, por reyes y reinas, por príncipes y princesas, por actores y actrices, por escritores y guionistas… ¡resulta hasta cansino! Y, sin embargo, no me cansaría de recordártelo.

Te amo.

Por desgracia ya no puedo decírtelo, ni tampoco podré, insisto, escribirte nunca esta carta. Desde este lado inmaterial ya no es posible sujetar un objeto tan simple como lo es un lápiz o un bolígrafo. Me abandonaste, vida mía, como algún día abandonarás a todos y cada uno de los que te poseemos y disfrutamos. Muero sin ti, mi vida preciada y denostada, mi vida perdida, malgastada, y desperdiciada. El forense acaba de dar la orden y una manta oscura cae suavemente sobre mí, cubriéndome por última vez. Sí, efectivamente, al perderte he muerto.

Gracias, vida amada, por haber estado conmigo. Te amo y siempre te amaré.

Dos minutos

Estoy cagada de miedo. ¿Para esto he ganado yo un concurso de microrrelatos?

Las manos fuertes y rudas del chófer de los autobuses urbanos de mi ciudad se entrelazan fuertemente, apretando mi garganta.

¿Para morir estrangulada en el baño de una de las habitaciones de esta casa rural?

No puedo respirar y, cuando me retuerzo intentando zafarme de mi agresor, me duele aún más el cuello.

Me gustaba este tío, joder: lo veía todos los días al coger el bus para currar.

Me falta el aire ya y la fuerza se me va por segundos.

Era tan simpático al volante, siempre contándome chistes, con sus gafas de sol eternamente puestas y su perilla bien recortada.

No puedo resistirme, estoy agotada; cualquier amago de lucha es ya inviable.

Yo solo quería sentirme escritora y echar un buen polvo.

Se me nubla la vista.

Ganar este premio me dio confianza y decidí dar un paso adelante: aunque nunca nos habíamos visto fuera del autobús, le propuse compartir con él la noche de alojamiento ganada.

Ya no distingo su figura del fondo, todo es negro a mi alrededor.

Y él aceptó.

Mierda, pierdo el control de los esfínteres y siento, como a lo lejos, humedecerse mis jeans.

Aceptó, para mi desgracia.

Sólo me consuela un último pensamiento:

Aquí acaban los peores dos minutos de mi vida.

Sergio Reyes

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