MICRORRELATOS AL VUELO VI
Queridos y terroríficamente demócratas lectores del Granada Costa (enseguida entenderán este saludo): hoy traigo un recopilatorio de microrrelatos para las fechas que corren. Empezaremos con la de Todos los Santos que, por ejemplo, en Murcia se celebraba con la tradición de la hebrica o la orillica del quijal. En las noches previas al 1 de noviembre, los niños repetían esta frase casa por casa: «La orilla del quijal, si no me la das te rompo el cristal». Todo esto documentado ya a principios del siglo XX, mucho antes de que se extendiera por estos lares la importada fiesta americana de Halloween que, en realidad, procedía de Europa. También conmemoraré el asesinato de Kennedy, un 22 de noviembre. Por tanto, habrá relatos inquietantes, de miedo o de misterio y alguna referencia al mencionado atentado. Como siempre, les dejo con ellos, deseando que los disfruten con salud y con amor.
Visita nocturna
¿Quién es ese señor? ¿Qué hace ahí parado, al pie de mi cama, con ese traje sucio y descosido? ¿Y por qué me mira así?
Asustada, compruebo de reojo la lucecita esa, la que puso papi para que no pasara miedo por la noche. Veo que sigue en su sitio, que no se ha apagado y, por eso mismo, me convenzo de que esto no es una pesadilla.
Pero entonces, cuando vuelvo a mirar al frente, el señor ya no está y yo, muertecita de miedo, grito con todas mis fuerzas.
Pobrecito papá
Su padre es un tal José Luis, pero la niña no lo sabe. Siempre ha abrazado y besado, como si de papá se tratara, al cariñoso y atento hombre con el que conviven. La madre, entretanto, los observa jugar con el cubo y la pala de playa en el jardín trasero y, de vez en cuando, se acuerda del mencionado José Luis. Entonces los reprende, sonriente pero firme, obligándolos a parar, sobre todo, cuando se ponen a escarbar ahí, en el punto exacto donde enterró al pobrecito…
Terrible despertar
El pánico se apoderó de Mónica cuando el silbato del tren la despertó y vio la gran locomotora diésel que se acercaba hacia ella, deslizándose a toda velocidad, por la misma vía a la que una fuerte soga la mantenía atada.
El límite
Le dice que yo no existo. Entonces me rebelo dentro de su mente. Él desarrolla en la pizarra una demostración teórica sobre no sé qué mamonadas del entorno del punto c y mi supuesta inexistencia. Yo, a la vez, le aprieto tan fuerte las tuercas que titubea. Verás tú si existo, decido. Pero el matemático insiste, aunque mareado, hasta caer al suelo, retorciéndose entre dudas. Se lleva una mano al pecho y trata de respirar mientras su chaqueta se impregna de polvo de tiza. ¿Has visto, profesor?, retumbo en su último pensamiento: como concepto matemático quizás no exista, pero, como deberías saber, todo tiene un límite.
La tal Betty debe de ser preciosa
Antes de quitarme la camisa, pido cambio al encargado. Después me acerco a una de las lavadoras y, medio desnudo, añado detergente, meto monedas y presiono el botón rojo. Mi camisa, recién manchada ―¡maldita la idea de ponerme en primera fila!―, se empapa, enjabona y remoja mientras da volteretas en el tambor. Impaciente, ajeno a gritos, carreras y sirenas de la calle, meneo la cabeza. Sigo espantado por lo que acaba de suceder a mi lado, aunque ahora sólo me importan esas inoportunas motitas encarnadas sobre mi ropa. Por eso, cuando al fin la reviso, sonrío satisfecho: ¡no queda ni rastro de las salpicaduras de la sangre de Kennedy y ya puedo acudir, hecho un pincelito, a mi ansiada cita con Betty!
¿Y si la abolimos?
Una bala y un disparo. El aire roto, el trayecto del proyectil, la tensión del momento. ¡El impacto! «¿Qué más da?», piensa John en ese instante. «No es lo que tu país puede darte, sino lo que tú le puedes dar a tu país, así que, ¿qué más da, ahora que estoy muriendo? Total, pensaría igual si hubiera sido con una soga, una inyección letal o una silla eléctrica. En todos los casos, como con este balazo, se estaría representando una especie de sentencia ―aunque esta sea extraoficial―, y en fin, otro triste y maldito método de pena de muerte».