MICRORRELATOS AL VUELO III

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Regreso hoy con un nuevo recopilatorio de microrrelatos de mi autoría. El primero, Por si acaso, explora las complicadas relaciones de amor‑odio entre hermanos. El segundo, Anfitrite, sin apartarse de los conflictos fraternales, está dedicado al mundo helénico y sus deidades. Por último, Resaca, aporta un breve toque criminal a esta breve antología. Como siempre, deseo que lo disfruten.

Por si acaso

Estamos en paz, solíamos decir mi hermano y yo cuando éramos críos. Con tal mágica fórmula se solucionaban nuestras disputas y volvíamos a ser felices y tan amigos. ¡Qué tiempos aquellos!

Ya de adultos la cosa se complica y yo no soy de esos que se conforman con un simple empate. Por si acaso, prefiero llevar la delantera… Así que, a media mañana, me levanto triunfal de la cama y me justifico ―con ese cínico “por si acaso” en mente―, mientras me subo los pantalones y le guiño un ojo, cómplice y pícaro, a la fresca de mi cuñada.

Anfitrite

Si supierais cómo alcancé la felicidad, entenderíais y aceptaríais, comprensivos, mis diarias oraciones. Mejor os lo cuento:

Todo comenzó hace muchos años, en mi adolescencia. Fue durante una oscura noche de luna nueva en la isla que me vio nacer: Corfú. Me aburría y la linterna de aceite me servía de poco. Con su suave luz apenas podía leer ni el Timeo de Platón, lo que me obligó a buscar entretenimientos alternativos. Y a mi edad, solo y casi a oscuras, ya os lo podéis imaginar…

¡Que mi hermana Helena me pillara en pleno acto de onanismo no me resultó nada satisfactorio! Muy al contrario, fue la antítesis del placer: una cruel forma de traumatizarme para el resto de mi vida. Algo así  como si un conjuro maligno hubiera caído sobre mí.

Desde entonces, cada vez que empezaba a tener una erección, ya fuese en buena compañía o en solitario, se aparecía ante mí la sempiterna imagen de mi hermana, como una incómoda visión, cortándome la libido. Supongo que se trataba de mi mente, que había convertido en obsesión aquella desagradable experiencia, haciendo de mi incipiente vida sexual un auténtico desastre.

Años después, todavía virgen, le confesé todo esto a una extraña muchacha que conocí en la playa de Ermones, allá donde arribase Ulises tras su naufragio. Y, a partir de ese día, como si yo también hubiera encontrado refugio en mi regreso al hogar ―en este caso, a la ansiada normalidad― las cosas empezaron a mejorar.

Quizás fuera, pensé, porque en aquellas fechas mi hermana se encontraba muy lejos. Se acababa de casar con un poderoso extranjero y, por primera vez, gracias a la distancia con ella y a la paciencia que tuvo, durante días, esa especie de ninfa que me visitaba asiduamente y me escuchaba con atención, pudimos ―la ninfa y yo― hacer el amor. Perdí, al fin, la virginidad y tan milagroso suceso se materializó con la mayor parte de nuestros cuerpos sumergidos bajo el agua del mar. ¡Fue increíble!

Al poco llegaron las sorpresas, como cuando supe que, el día en que fui desvirgado por Anfitrite, mi recién casada hermana se ahogaba en otras costas, a cientos de millas de distancia. Quizás ocurriera, temí, en el mismo y exacto momento del coito.

Ha pasado el tiempo desde entonces y ahora vivo feliz, junto a la playa donde conocí a mi amada. Nunca me alejo del mar que mora y, a diario, hacemos el amor bajo el agua.

Por supuesto, mis frecuentes plegarias, esas que tanto os incordian y que ahora entenderéis, no son sólo por el descanso eterno de mi hermana, que también, sino por mi felicidad, pues las ofrezco en agradecimiento a mi ahora único dios: Poseidón, el legítimo esposo de mi querida Anfitrite, que, enfurecido por nuestros encuentros ―hasta entonces tan inocentes como impotentes―, ahogó a Helena en venganza, sin sospechar ni prever que aquella inesperada muerte supondría mi milagrosa curación.

Resaca

Aquel domingo, cuando Pedro Verdú se despertó, el sol matutino entraba por las rendijas de la persiana, iluminando el dormitorio y su rostro. Vio que había dormido desnudo, lo que no era habitual en él. Miró alrededor y, entonces, se dio cuenta de que no estaba solo: ella yacía ensangrentada y desnuda en su cama. Pero, ¿cómo se llamaba y cómo la había conocido? ¿Y cómo cojones murió? Desesperado, se prometió que, mañana mismo, dejaría el alcohol.

Sergio Reyes

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