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Quizás si digo Doña Ana de Mendoza y Cerda nos suene un poco por lo de Mendoza, pero si digo la princesa de Éboli seguro que ya todos la visualizamos. Esa señora con el parche en el ojo, de tez blanca, elegante, culta, inteligente, adelantada a su tiempo en cuanto a opiniones y actos…

Y es que así era ella, además de ser una de las personas de confianza de Felipe II, que no es poca cosa.

              Su infancia no fue muy agradable, pese a su estatus social, y es que en todas las casas se cuecen habas. Un padre ausente constantemente, de mala cabeza para las gestiones administrativas, mujeriego, y además siempre metido en conflictos. No ha de extrañar que en el momento en que se pudo, lo mandaron bien lejos.

La princesa tuvo una vida muy placentera en cuando a comodidades y como toda mujer de la época que podía, alardeaba de ello. Pero donde verdaderamente se sentía cómoda era entre las conversaciones a las que las damas de la corte no estaban invitadas. Por eso se ganó tanta fama, a veces cierta y otras inventada. Con el Rey, por ejemplo, ¿Tuvieron realmente una relación? ¿O simplemente era admiración mutua de dos grandes de la época?

              A la princesa le podía el poder y aunque su marido Ruy Gómez de Silva, el mejor amigo del Rey, la rodeó de todo tipo de lujos y consiguió para ella y sus cinco hijos todo un legado. A la princesa aún le parecía poco.

Acostumbrada como estaba a conseguir todo lo que se proponía, y a que todo el mundo se rindiera a sus pies, cruzó quizás varias líneas que jamás debería de haber cruzado. Una de ellas con Santa Teresa de Jesús. Al morir el esposo de la princesa ésta pidió entrar al convento de las Carmelitas descalzas que la Santa había levantado en Pastrana. Por supuesto no tuvo ningún problema, ya que la financiación había salido de su bolsillo. Sin embargo, eso no era motivo suficiente para dejarle entrar en el convento sin cumplir lo que tan rigurosamente se exige a toda novicia. Y este asunto traía en un sin vivir a todas las que vivían en el convento. Pero la gota que colmó el vaso fue que un día, la princesa abusando de la confianza que la Santa le tenía, ésta le entregó en mano algo muy valioso para ella, “El libro de la vida”, para que la princesa lo leyera. Y para sorpresa de la Santa un día se la encontró mofándose a través de la lectura con sus doncellas de lo que ésta había escrito. Santa Teresa no aguantó más la situación y esa misma noche abandonó junto con sus compañeras el convento. Dió cuenta de todo al Rey quien le pidió a la princesa que recobrara la compostura. Pero esta en vez de dejar el agua correr, jugó mas alto y denunció a Santa Teresa a la Santa Inquisición por todo lo escrito en aquel libro. La cosa no fue a más, porque el Rey intervino a favor de la Santa. Viendo este la situación de descontrol que rodeaba a la princesa puso al servicio de esta a su secretario personal Antonio Pérez. Creo que Felipe a fecha de hoy aún se arrepiente de esta decisión.

              La princesa y el secretario no solo comenzaron un romance en secreto y apasionado, que no es de la incumbencia de nadie. Lo que les llevó a la perdición fueron las constantes conspiraciones contra la corona. Los conocimientos de lo que ocurría en la corte por parte de Antonio y el poder de ambición por parte de la princesa fue una bomba de relojería. Hasta a los Países Bajos llegaron las habladurías, y por lo tanto a oídos de Don Juan de Austria, hermano del Rey. Quien mandó a su secretario para ver qué pasaba en España y para que le pusiera al corriente de los peligros que corría su hermano en la Corte y lo que se tramaba con Portugal. Juan de Escobedo sería quien haría saltar la chispa de la pólvora. Y quien moriría bajo la gran conspiración contra el Rey en el intento de cumplir con su mandato.

Este asesinato hizo saltar todas las alarmas y en tan solo cuatro meses Felipe II ya conocía la conspiración completa así que encarceló a Antonio y encerró a la princesa en el torreón de Pinto, desde julio de 1579 hasta febrero de 1580. Después en un golpe de compasión la mandó al castillo de Santorcaz, donde permaneció encerrada mientras él solucionaba los problemas en Portugal.

A su vuelta, quizás por su victoria política, quizás porque la había perdonado un poco, le permitió a la princesa vivir en el palacio de Pastrana, eso sí. Recluida en él. Pero ya conocemos a la princesa, ni los meses en el torreón la hicieron cambiar su carácter, ella entraba y salía cada vez que le apetecía, aunque no abandonaba la localidad.

El Rey era conocedor de que no se estaba cumpliendo su orden, suponemos que se decía para sí mismo “Sosegaos, sosegaos” para no perder los papeles con ella.

              Cuando todo parecía que más o menos estaba calmado, Antonio Pérez se fuga, en 1590 dejando a su paso una “maravillosa” leyenda negra que aún hoy arrastramos. No dejó títere con cabeza, por todos lados donde pasaba, habló del Rey, de la Corte, de la economía de España, del pueblo español… se quedó a gusto, si señor. Y como era de esperar el Rey se enteró de todo. Como a Antonio ya lo había perdido, toda su furia la volcó en la princesa. A quien esta vez encerró en su alcoba con su hija pequeña y algunas doncellas. Y para asegurarse de que no saliera, tapió la entrada y puso rejas en todas las ventanas y balcones. Tan solo permitía a la princesa salir al balcón una hora al día. Este balcón da hoy en día el nombre a una plaza que hay por debajo, “La plaza de la hora”.

Solo dos años después la princesa muere, un dos de febrero. Su cuerpo está enterrado en la colegiata de Pastrana.

 No olvidemos que la lealtad se paga con la vida.

Ana Calvo

2 thoughts on “La princesa de Éboli

  1. Magnifica historia,contada de una forma especial por una gran narradora,como es Ana Calvo,porque todo ,lo cuenta de corazón,y lo hace más especial,así q solo puedo decir que ana Mendoza,has recibido un gran homenaje por parte de Ana calvo,

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