La lágrima de la Virgen (I de VI)
El relato, actualizado, «La lágrima de la Virgen» forma parte de mi libro «Comprimidos para la memoria o recuerdos comprimidos» (Valencia 2017)
El suceso conmocionó a aquella Valencia del siglo XVII y no porque en aquella época resultaran extraños los asesinatos, sino porque en esta ocasión la víctima gozaba del aprecio popular, muy especialmente por los artesanos y particularmente de los de la madera, dada la maestría de las manos de Diego, que gozaba entre ellos de especial estima. La noticia de su trágica muerte corrió con tal premura que su viuda estuvo a punto de enterarse por los chismes de unas vecinas que la malquerían.
Aquella mañana, cuando el alguacil entró en la austera morada de Gabriela, esta supo que los temores que la habían atormentado durante toda la noche ahora se confirmaban. Había velado en vano toda la noche esperando su llegada. Cuando en la catedral sonó la medianoche sin que hubiera aparecido, la certeza de que algo malo le había ocurrido arraigó en sus entrañas con una certidumbre ya no le abandonaría, pues él no era dado a francachelas y parrandas. La losa de la comunicación oficial ya no encontró esperanza que sepultar.
El aguacil que fue a comunicárselo, en contra de lo que se temía, no encontró a una Gabriela histérica, todo lo contrario, al recibir la noticia un desfallecimiento se adueñó de ella, el abatimiento le aflojó los músculos, apoyó la espalda contra la pared y se fue deslizando mansamente hasta que el suelo la detuvo, allí se ovilló y lloró en silencio, ignorando el pretendido consuelo que querían brindarle las vecinas que, al olor de la tragedia, se habían reunido en la entrada de la casa.
Así estuvo hasta que llegaron sus dos hijos. Alguien les había mandado recado. Ellos la alzaron y los tres, fundidos por el dolor en un apretado y espasmódico abrazo, caminaron hasta el oscuro y maloliente osario del camposanto parroquial, donde el cuerpo exangüe de un Diego, degollado, los esperaba.
Esa madrugada, unos aguaciles cuando hacían su ronda por detrás del taller donde trabajaba Diego, alarmados por el insistente maullido de una gata, lo habían encontrado. No sabían cuánto tiempo llevaba allí, bajo los restos de un destartalado carro.
En el calavernario Gabriela se había abrazado al cuerpo exánime de su hombre y le hablaba sin dejar de llorar. Así permaneció hasta que, avanzada la tarde, se ofició un parco protocolo fúnebre, que sus hijos pagaran con los escasos ahorros familiares. No consintieron que lo enterraran fuera de sagrado.
Tan apretados como llegaron, volvieron los tres a una casa que les pareció más vacía que nunca, atrás quedaban las condolencias de una gente congregada sin llamamiento alguno.
Entre ellos estaba Bernardo, el patrón de Diego, que les informó que la tarde anterior Diego había cobrado una importante cantidad, para saldar su último trabajo y que, seguramente, le habrían matado para robarle.
Gabriela estaba demasiado abatida para contradecirle, pues el aguacil que le comunicó la muerte le había entregado la caja de las herramientas de su marido y en un compartimento que solo ellos conocían, estaba la retribución que le había anunciado Diego, sin que faltara un maravedí.
Los siguientes días los huérfanos recorrieron las calles más patibularias de la ciudad buscando, con vehemencia, entre el lumpen algún indicio sobre la muerte de su padre. Deseaban echarse en cara a quien lo hubiera asesinado, para descargar sobre el todo el dolor que les ahogaba. Todo apuntaba a un intento de robo al que se resistió. ¿Pero por qué no le habían robado nada?
Felipe, su hijo menor, con diecisiete años, en compañía de su amigo Florián, un veterano cuadrillero de la Santa Hermandad, se conjuraron para investigar el suceso. El cuadrillero que, por aquel entonces estaba dispensado de andar por aquellos caminos de Dios con sus compañeros, merced a la cuchillada que le asestaron mientras desempeñaba su función, se volcó en ayudar a Felipe a aclarar la muerte del padre, al tiempo que le engatusaba para que entrara a servir en el ejercito del rey, contándole las grandes batallas en Flandes, las borracheras no menores y las mozas que siempre los asediaban.
Aprovechando su condición de «mangas verdes» pudo interrogar a los delincuentes habituales, por si pudieran orientarle sobre la autoría del crimen. Nada pudo averiguar a pesar del respeto que a la víctima se le tenía entre esta gente.
Pero no cejó en sus averiguaciones que, a continuación, dirigió a los compañeros de trabajo de Diego. Nadie había presenciado el suceso, ni había observado movimientos extraños que les hiciera suponer que aquello sucedería. Cuando Bernardo se retiró, sus trabajadores le dijeron que durante los últimos meses habían visto muy poco a Diego:
—Cuando nosotros llegamos él ya anda en el tajo y cuando damos de mano él continuaba trabajando y siempre encerrado.
Ante la extrañeza que mostró Florián por el secretismo que rodeaba la labor de Diego, le dijeron que debía estar tallando la imagen de alguna mujer sin ropa y que, por temor al Santo Oficio, tomaban tales precauciones. No era la primera vez que en el taller se aceptaban encargos de aquel talante, aunque en otras ocasiones siempre encontraron la ocasión para refocilarse en su contemplación. Esta vez, por mucho que lo intentaron, no lo habían conseguido. Los mismos trabajadores se asombraban de lo subrepticio del encargo, pues aunque ayudaron a colocar, varias veces, la pieza de madera en el torno, nunca habían logrado ver lo que cubría aquella gruesa lona, al igual que cuando, acabada la obra, ayudaron a cargarla en el carro, esta vez cubierta con mantas, y eso que tuvieron de cargarla ellos solos, pues los dos arrebujados carreteros no movieron ni el meñique para la carga.
Más tarde unos vecinos habían visto a Bernardo, ayudado por Diego, sacar los residuos de madera que no se podían aprovechar y que luego encontraron bajo su cadáver. Esos mismos vecinos juraron verlos retornar al interior del taller. Después de aquello, nadie había vuelto a ver a Diego con vida.
Alberto Giménez Prieto
Parece muy interesante.
Uf, vaya historia. Nos deja in albis. Enhorabuena.
Alberto, leyéndolo, lo he recordado. Hace mucho tiempo que leí Comprimidos para la Memoria. Como buen escritor consigues mantener el interés del lector, con cada relato.
Un abrazo ?