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Javier Serra

Javier Serra

El ajedrez trasciende su naturaleza de juego para convertirse en un arte que nos ha cautivado durante siglos. ¿Qué es lo que hace que este modesto tablero de 64 casillas se eleve más allá del simple entretenimiento? Quizás sea su capacidad para funcionar como una metáfora de la misma existencia: un escenario de enfrentamientos donde la estrategia, la paciencia y la agudeza mental deben medirse con la incertidumbre de las circunstancias, siempre cambiantes.  Pero si el ajedrez es un espejo de la vida, también lo es de la política, y ahí es donde la comparación comienza a doler. Y a oler.

En una partida de ajedrez, cada jugada cuenta. Un error puede marcar el inicio de la derrota, mientras que una jugada brillante puede dar un giro inesperado al destino de la partida. En el gran tablero de la vida, especialmente bajo la presión de una crisis, la dinámica es sorprendentemente similar. Sin embargo, la reciente tragedia desencadenada por la DANA en Valencia dejó al descubierto algo alarmante: no todos los responsables del poder parecen comprender la importancia de planificar con inteligencia y precisión su acción de gobierno, al igual que lo es para el buen ajedrecista preparar bien una partida importante. La ineficaz gestión del desastre puso en jaque no solo para las comunidades afectadas, sino para la credibilidad de quienes tenían la responsabilidad de mover las piezas.

Pongamos la escena en perspectiva: tras horas en alerta roja, el líder político encargado de dirigir esta crítica partida no estaba revisando estrategias ni anticipando jugadas. En lugar de eso, disfrutaba de una comida en un restaurante. Mientras tanto, el temporal avanzaba implacable: los ríos se desbordaban, las calles se convertían en torrentes, y las piezas clave en este tablero desastroso —los equipos de emergencia, los sistemas de alarma, los ciudadanos atrapados— quedaban a la deriva, sin un plan, sin una guía, sin liderazgo.

¿Dónde quedó la previsión? ¿Dónde, la estrategia? En el ajedrez, ningún gran maestro movería una pieza sin haber analizado antes cada posible respuesta de su oponente. Los mejores jugadores se adelantan al caos; estudian patrones, preparan jugadas y construyen soluciones antes de que el tablero se vuelva incontrolable. En Valencia, en cambio, la partida se jugó con una jugadora principal que ni siquiera conocía las reglas. Dos años en el cargo y, sin embargo, ignoraba la existencia de un sistema de avisos de emergencia a los móviles que podría haber marcado una diferencia vital. ¿Cómo afrontar semejante partida si ni siquiera sabes dónde está el rey ni cómo protegerlo?

El contraste es desolador. Mientras la naturaleza desplegaba su implacable furia, los responsables de responder al desastre permanecían en jaque, inmovilizados por su propia falta de previsión y desidia: las alarmas se activaron tarde, los recursos llegaron cuando poco había ya que hacer por las víctimas, y la respuesta ante la crisis fue tan errática como mover la Dama al azar. Resultado: cientos de vidas perdidas, otras miles arruinadas y decenas de miles de millones de euros arrojados entre el lodo a las alcantarillas.

La tragedia de la DANA en Valencia es un recordatorio cruel de lo que ocurre cuando los responsables políticos están más preocupados por el espectáculo que por el servicio. En lugar de anticiparse y actuar con diligencia, parecen invertir más energía en afianzar cuotas de poder colocando en cargos cruciales a personas dóciles y afines, aunque inexpertas. Y, cuando llega el desastre que pone al descubierto su ineptitud, se refugian tras un muro de excusas mediocres, cortinas de humo y el deporte favorito de la política moderna: culpar al adversario. El ajedrez enseña que los errores tienen consecuencias, pero sus daños suelen limitarse al tablero. En la gestión pública, sin embargo, fallos estratégicos de ese calado se cobran vidas humanas.

El ajedrez nos brinda lecciones esenciales: anticipar, actuar con serenidad y considerar las repercusiones de cada movimiento. Más que un simple juego, es un maestro que nos enseña el arte de la estrategia, un aprendizaje que debería ser obligatorio para todos, y especialmente para quienes ocupan posiciones de poder. Porque cuando el costo de un error se mide en vidas humanas, la improvisación y la ignorancia no son solo inaceptables, son imperdonables. Tampoco lo es la negativa a asumir responsabilidades, que se convierte en último refugio de los cobardes.

El ajedrez, con su equilibrio entre audacia y cálculo, nos recuerda que las mejores jugadas son las que se toman con visión y coraje. Por supuesto, no sería razonable esperar que nuestros líderes alcancen la genialidad de un Kasparov o un Carlsen, pero tampoco podemos conformarnos con piezas inertes, meramente decorativas, como peones mal ubicados que no avanzan bloqueados por su propia falta de propósito.

En última instancia, la vida y la política comparten una exigencia fundamental: pensar antes de mover. Si no puedes enfrentarte al tablero con la perspicacia mínima que se requiere, tal vez sea el momento de dejar el juego en manos de alguien que sí pueda. Porque en este tablero, donde se juega con el bienestar y la seguridad de las personas, la incompetencia no es solo una mala jugada: puede suponer un jaque mate para todos.

Javier Serra

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