El Aullido del Viento
Por encima del aullido del viento y el fragor de la lluvia, las toses y lamentos de los infelices se escuchaban por todo el pabellón.
Un golpe de tos seca lo acometió quebrándole las baldosas del alma sin piedad, o al menos así lo sentía él. Se aferró con la nula fuerza que aún conservaba a los barrotes de metal de la cama que ocupaba junto a la puerta, en el momento justo en que un relámpago iluminaba el esputo de sangre sobre el embozo. Esta vez no podría seguir a delante. Se acabó — se dijo con un hilo de voz ahogado, por el pitido agudo que lo acompañaba en ese trabajo forzado como era el respirar — . Ella dijo que vendría mañana a buscarme, pero yo no puedo más — Y esta vez sabía que había llegado su fin.
Esbozó una sonrisa por lo irónico de la situación diciéndose que ni la muerte se iba a molestar en pasarle la guadaña de la agonía, porque hacia tanto tiempo que era de su pertenencia, que ni el lacre de su beso le estamparía en la frente. Aunque si se dignara a pararse a los pies de su cama, le rogaría que le aflojara algo la soga, para que ella cabalgara sobre sus huesos una última vez, con ese deseo egoísta y falto de cualquier rastro de amor.
Nunca le perdonaría aquella obsesión por acabar con la criatura fajándose hasta cumplido los nueve meses. — Para que reviente. Solo te quiero para mi.
Y una lágrima resbaló sin avisar por el pergamino de su piel al acordarse de la pequeña, y la borró haciendo acopio de la rabia que aún guardaba para esa mujer cruel.
Tendría unos cinco o seis años la dueña de los pies descalzos. Unos pies regordetes y pequeños que manejaban un par de piernas picadas de mosquitos.
La dueña de los pies descalzos contaba entre su fortuna con una piel del color de las galletas recién horneadas y unos ojos verde aceituna de tal embrujo, que hasta Napoleón habría olvidado sus batallas por ellos. El ceño fruncido en el rostro de la chiquilla poco
habituada al jabón, revelaba que su corta vida no estaba libre de escollos como el que en ese momento tenia con el borrico, que se negaba a seguir con toda la testarudez de la que es capaz un borrico a la hora de decir: hasta aquí hemos llegado. Solo quedaba torcer la esquina y habrían ganado la plaza.
Sus ojos verde aceituna retaron al sol de la mañana de verano. Era algo que le gustaba hacer aunque su padre le dijo una vez que se quedaría ciega si se empeñaba en desafiarlo… Volvió la vista al carro y tiró con desgana del animal, pensando solo en acabar rápido su faena para perderse después en un punto de la ribera del río, en donde abundaban las mariquitas de alas rojas, y los caballitos del diablo. Y luego estaban los renacuajos con esa piel traslúcida, que acariciaba con toda la delicadeza que sus regordetes dedos se lo permitían experimentando una sensación agridulce, por esa falta de mimo que ella tenía…
Se pasó una mano por la cara, apartando el pelo sin peinar, como queriendo despejar su mente de la ensoñación que la envolvía, porque debía montar el puesto de verduras de esa mujer a la que se empeñaba en llamar madre, aún a sabiendas de que ella le decía: no te quiero. Nunca te he querido.
Tiró nuevamente de las riendas del testarudo animal y consiguió, no sin esfuerzo, conducirlo hasta el lugar que ocupaba el puesto de aquella que la parió aún sin querer. Y es que para su corta edad sabía más de lo que debiera, no porque ella escuchara lo que estaba vetado para su edad, entre otras cosas porque eran jaleos de los mayores, sino porque su progenitora se encargó en aleccionarla sobre el odio que experimentaba hacia su persona, y el morboso amor que sentía por su padre. Su padre si la quería, se lo había dicho una y mil veces con sonrisas, besos, pronunciando su nombre,
y ocupando parte de su tiempo en escucharla, en ir a coger ranas al río, en contarle historias sobre niños felices en mundos felices… Luego llegó la enfermedad, esa tan terrible, que le hizo acabar en el Hospital de las monjas, y aunque alguna vez salió ya nunca volvió a ser lo mismo…
—- Ni se te ocurra entrar en la alcoba… —- le susurraba al oído como una serpiente sibilina.
Y la pequeña obedecía sentándose en el suelo junto a la alcallería apilada a un lado de la pared cercana a la puerta, como un perro rechazado por el amo. Y en la espera unas veces el sueño le vencía y otras, la marea de susurros y gritos sofocados, inquietaba su cerebro de niña; su alma de nena… Luego el silencio y con él las horas tragándose a la noche. Y al alba, el despertar sin saber que brazos la dejaron en el camastro junto al hogar. La puerta de par en par y unas sábanas revueltas, era todo el recuerdo que le quedaba de ese padre que tanto quería.
—- ¡No te quiero! Quiero que sepas que quise ahogarte antes de que nacieras, pero ¡maldita seas! no lo conseguí.
Le dijo una tarde en que al acabar la marea de susurros y gritos reprimidos salió al corral a orinar. Estaba allí, acuclillada entre las gallinas afanadas en picotear la inmundicia, cuando entró remangandose las enaguas soltando frente a ella un chorro de orina y clara de huevo…
- ¿Es que guardas los huevos ahí?
Le preguntó con toda la ingenuidad posible de un alma cándida como la suya. Y ella la miró triunfante concentrando todo el odio del mundo en sus ojos de loba.
- No. ¡Míralo bien porque es tu padre que me lo he bebido!
Las campanas sonaron a muerto por él:
un pedazo de papel con un, te quiero pequeña fue su último acto de AMOR.
Las campanas guardaron silencio por ella:
acabó con su vida pendiendo de una soga asegurada a una viga del techo. Fue su último acto de ODIO: la niña la encontró colgando en una mañana de invierno.
Gudea de Lagash