BUSCANDO EL AMOR ENCONTRÉ LOS 7 PECADOS CAPITALES

(Un relato de ficción para reflexionar sobre una realidad en acción)

¡Qué habilidad tan excepcional tengo con los hombres! ¡Soy única para elegirlos! ¿Por qué?-os preguntaréis. ¡Uf!, es sencillo; desde siempre me han gustado los llamados “tíos guapos”, o “tíos cachas”, vamos, “los malotes”. Tengo que decir que me ha resultado fácil conquistarlos aunque, eso sí, el resultado ha sido de pronóstico, digno de estudio.

Os cuento: cuando me encontraba en edad de “tener novio”, encontré a Martín, un auténtico “bombón” que se me antojó un regalo caído del cielo. Pero… tenía su peculiaridad, era el clásico “primero yo, después yo y si sobra algo, aquí estoy yo”. Lo quería todo para sí, era el avaro más despiadado que jamás había visto en mi vida. Cuando pasó el furor del primer enamoramiento y atiné a conocer sus pretensiones de que yo fuera en exclusiva para él como si de un objeto se tratara, el entusiasmo desapareció y  muy a pesar mío porque era un magnífico “ejemplar”, lo abandoné.

Un día, estando en el parque descansando conocí a Federico, un chaval tranquilón, campechano, bonachón que me invitó a un helado. No era tan de mi estilo, pero me sentía bien con él. Estuvimos unos meses conociéndonos, saliendo, pero poco a poco empecé a percibir en él un afán por la comida que me pareció poco corriente. Su único tema de conversación giraba en torno a la gastronomía. Su mayor placer era un buen festín, una visita a un bar de “papas fritas” con abundante carne y huevos a “go gó”.Cuando me miré al espejo yo había engordado más de cinco kilos y él el triple. Le propuse cambiar de estilo de vida, hacer paseos, abandonar los fritos, los refrescos pero se deprimió de tal forma que me hizo sentir culpable. Se  encerraba en la habitación y se hizo el vacío entre nosotros. Una mañana, cuando me levanté no estaba. Se llevó sus cosas incluido lo que había en el frigorífico y la despensa. Nunca más volví a verlo. Pensé: adiós  gula, que casi me arrastras.

Pero la vida sigue y yo estaba empeñada en encontrar el amor a toda costa de modo que me consolé asistiendo al baile de la verbena del barrio. El organillo me envolvía cuando levanté la cabeza y ahí estaba Fermín, un “chulapo” muy bien “plantao”, con la gorra “terciá”, gracioso, servicial, cariñoso que en poco tiempo me hizo perder el sentido y dejar atrás las virtud cardinal de la prudencia. Me lo pensé un poco  antes de ir a vivir con él. Pesaban las dos anteriores experiencias. Finalmente lo hice y todo fue sobre ruedas hasta que, al entrar en mi círculo de amistades, observé una actitud de menosprecio hacia el grupo por parte suya. No le gustó la sencillez de mis amistades y pronto trató de “enseñarles” qué debían hacer, cómo comportarse, en qué gastar…Todos lo catalogaron como empalagoso, soberbio, prepotente y eso hizo que se alejaran de nosotros. A mí, sinceramente, también me cansaban sus aires de grandeza y sabelotodo. Empezaron los reproches y enfrentamientos hasta que, un día, me planté y  le dije que si me consideraba tan poca cosa, que se marchara, que su ego me resultaba insufrible.

A decir verdad, me quedé descansando, pero vacía, con sensación de fracaso y me encerré un tiempo sin ver a nadie. Me resultaba difícil digerir tanto error en mis percepciones y juré que jamás volvería a ser tan confiada.

Aquella mañana me levanté para ir al trabajo pero encontré pinchada la rueda de mi coche. Avisé del retraso y llamé a un taller para que me solventaran el inconveniente. Cuando Pablo, el mecánico, me dijo que él mismo se acercaría se lo agradecí .Al verlo con el mono azul, sus ojos verdes, las manos con grasa y su actitud solícita, mi corazón empezó a latir. ¡Fue amor a primera vista! No me pregunte nadie dónde quedaron mis propósitos y mis principios. ¡Todo quedó fulminado ante la mirada verde de mi cambiador de la rueda! Como en ocasiones anteriores, los primeros meses de relación fueron un paso por el paraíso: carantoñas, detallitos, besos, amor candente y… cuando el fuego fue aminorando, el rescoldo se convirtió en una rémora y pasé a ocupar el lugar de abnegada  mujer que le servía el desayuno, le lavaba la ropa, le apagaba el despertador…porque él estaba siempre muy cansado ¿de qué?, sencillamente de no hacer nada. Porque la realidad era que la pereza formaba parte de su modus vivendi y se sentía más pegado a la cama o al sofá que la grasa a su mono de trabajo. Con deciros que era yo la que acudía al médico a explicarle lo que le dolía para que le firmara la baja laboral. Esta era “otra rama “que no dio fruto aunque yo estaba ya inmunizada y no me hice mala sangre cuando traspasó el umbral de mi puerta.

Cuando conocí a Raúl ya iba un poco más sobre aviso y a la más pequeña manifestación de su carácter irascible yo me ubiqué en una posición de alerta. La ira era la particularidad del muchacho que la desplegaba  cuando cualquier cosa no le salía como él espera. Todo el mundo era culpable de cualquier contratiempo, todos, menos él que se situaba en una posición de víctima de la vida,  de la gente que lo acosaba. Tenía la costumbre de decir que hasta yo provocaba en él reacciones tan iracundas e irreverentes que me llevaron a plantarme en mis trece y, sin dar pie a considerarlo como el tío buenote y machorro que era, lo despaché sin más historia.

Tras esta experiencia ya suponía yo que no existía nada que pudiera asombrarme en mis relaciones con los hombres. ¡Cuán equivocada estaba!. Vino a la oficina un nuevo empleado de los que hacían volver la cabeza. Apuesto, que no guaperas, comedido, observador, trabajador… que además, sin proponérmelo, se fijó en mi persona. Naturalmente, siguiendo mi línea de búsqueda de novio, hice lo propio porque me pareció bien diferente a todo lo conocido anteriormente. Aunque había una cosa que yo no noté. El tal Felipe, en cuestión, era un envidioso recalcitrante, carente de escrúpulos y dignidad. Era capaz de hundir a cualquiera con tal de ocupar el lugar al que aspiraba. Se  ganó mi confianza y hasta mi amor para llegar a su meta. Pretendía mi puesto. Y a punto estuvo de conseguirlo de no ser por mi jefe que me apreciaba que me  advirtió, con muy buena psicología, de las pretensiones del muchacho, con el que, por cierto, no llegué a convivir. ¡Menos mal! Porque  con la rapidez que proporciona la decepción lo alejé de mi vida.

Pero, el gran fiasco de mi vida fue Gabriel, mi propio jefe que, como me había advertido del propósito del otro, me consideró una ingenua y estúpida empedernida y se creyó con el derecho de pernada cuando me propuso una relación algo peculiar: Compartirme con su mujer y sus otras dos amantes. No daba crédito a la propuesta.  Descubrí en él un ser abyecto, desconsiderado, misógino y desleal,  de una lujuria que no pensé que existiera. Me rebelé contra la propuesta, mas no hubo “tu tía” y la recompensa a mi negativa fue el premio de relegarme a encargada de archivos porque le costaba demasiado dinero echarme de la empresa sin justificación alguna. Además, colocó en mi puesto al “trepa” para demostrar más su poder sobre la mujer. Toda una proeza por su parte.

Y mientras tanto yo sigo aquí, sola, desolada, derrumbada y ansiosa de que se produzca un milagro: el de la Normalidad. ¿A qué llamamos Normalidad? A que en mi vida aparezca ese ser que, aun participando de alguno de los Siete pecados Capitales, lo haga en la justa proporción de un ser humano cualquiera que no se exceda y lo lleve a la ANORMALIDAD de lo pecaminoso.

Ana Martínez Parra

I CERTAMEN DE ARTÍCULOS Y POESÍA PERIÓDICO DIGITAL GRANADA COSTA

Cada tres meses se entregarán dos premios: uno concedido en la vertiente de textos y otro para los poemas

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