AQUELLA VISITA INDESEADA
«No seré amable.
»Mi padre me ha obligado a quedarme en casa y aguantar la visita de un compañero suyo de estudios, mientras mis amigos se van con la bicicleta a la montaña.
»Haré que se arrepienta de obligarme a estar en casa. Pienso ignorar a la vivita, me quedaré en un rincón y no diré ni mu… a eso no pueden obligarme. Menos mal que podré ver Verano azul, esa nueva serie».
Durante la comida Javier puso en marcha su estrategia:
—Al hablar me duele la garganta —dijo y no volvió a pronunciar palabra.
Su madre le hizo que abriera desmesuradamente la boca, que emitiera un prolongado “aaaah” y después sentenció:
—Solo tienes cuento.
«¿Qué sabría ella, por muy médico que fuera? Y todo por la visita, de un amigo de su padre que trabajaba en la Comunidad Europea, que volvía a pasar las navidades y a fardar de coche. Que egoístas son los padres, como ellos no habían salido de España y no podían presumir de cochazo, fanfarronearían de chalé y exhibirían a su hijo como si fuera una mascota. Sería una visita como todas las demás, enseñarían la casa, habitación por habitación, contando los esfuerzos que les había costado vigilar su construcción, con mi padre trabajando en el ministerio y mi madre pasando consulta en un ambulatorio del extrarradio; después me exhibirán a mí como otro de sus logros, lamentándose de los disgustos que les ocasiona mi crianza y llevarme al mismo colegio al que fue mi padre y el viejo que nos visita. Vaya aburrimiento, me sé de memoria lo que va a pasar.
»Como a mi madre se le ocurra llamarme Javierin… la lio, monto una de la que se acordaran toda la vida. Mi madre saldrá con lo de siempre: “Ahí donde lo veis es muy listo pero muy mal estudiante, su tutor nos dice que es inteligente pero un poco gandul y nosotros creemos que es por lo de la edad”».
Había alcanzado un acuerdo con su madre: si aguantaba media hora sin portarse mal con la visita —en la negociación no pudo reducirlo a un cuarto de hora—, le dejaría que se fuera con sus amigos, pero si se portaba mal o ponía malas caras se quedaría hasta que se marcharan.
«Debo elegir entre ser el hijo modelo durante media hora y poder salir o poner cara de palo y soportar toda la tarde escuchando como repiten lo bien que lo pasaron en el mismo colegio donde a mí me esclavizan. ¡Qué tarde me espera! Si pudiera largarme nada más llegaran sería genial. Intentaré aprovecharme de la confusión de la llegada, los saludo muy educadamente, antes que mis padres, y mientras los viejos se saludaban me las piro, luego me castigaran, pero para cuando lo hagan ya habré ido con mis amigos al monte del Roble y no me importará».
No era su única maniobra para ahorrarse la visita. Había quedado con Fernando, su mejor amigo, que le llamaría por teléfono diciendo que necesitaba que fuera para ayudarle con los deberes de vacaciones. Como los padres de Fernando y los suyos eran muy amigos estaba seguro de que se lo permitirían.
Habían planeado salir en cuanto acabara “Verano azul”, antes de saber lo de la visita, cuando lo dijo sus amigos dijeron que lo esperarían hasta las cinco y media, si salían más tarde se les haría de noche a la hora de volver.
En ese momento un fastuoso Mercedes aparcó frente a la puerta, solo distinguió el rostro del amigo de su padre, los cristales tintados no permitían más.
En cuanto paró el coche, el amigo de su padre echó pie a tierra apresuradamente y se abrazó a este, que se había adelantado a su maniobra, su madre permanecía tras su padre. La mujer del visitante, una enorme vikinga rubia había salido del coche y hablaba, con profusión de aspavientos, a alguien que iba en el asiento trasero y que acababa de salir.
Al final emergió una chica con el pelo rubio, de apariencia muy pija, y se mantuvo oculta tras la impresionante nórdica hasta que entraron en el chalet, momento en el que a Javier le fue posible verla.
Verla y no poder despegar la mirada de ella fue todo uno. Rostro angelical, nariz respingona, labios recogidos, hechos para el beso, mirada cerúlea, promesa de perpetua ensoñación, una faz enmarcada por tirabuzones rubios, que reflejaban los rayos del sol vespertino transformados en destellos dorados. Llevaba una cazadora de Lacoste y una minifalda de tablas conjuntada con su mirada.
Los ojos de Javier solo se apartaban del rostro para posarse en las dos diminutas turgencias que rompían la tersura de la cazadora blanca.
La mirada de ella, enfurruñada de inicio, se suavizó al tiempo que el azur de sus ojos se aclaraba hasta alcanzar el color de un ensueño añorado.
A continuación vino la ceremonia de los besuqueos propiciados por los padres del otro; ese día a Javier le molestó sobremanera que la vikinga le pellizcara los mofletes, sin respetar sus doce años. Ellos dos se miraron a través de la distancia y fueron incapaces, no ya de besarse, sino de estrecharse la mano, con unos desabridos «hola» formalizaron el saludo.
Tras la liturgia del encuentro ellos dos se dedicaron a la mutua, silente y lejana contemplación. Tenían la misma edad y análoga timidez, lo primero lo supieron por boca de sus madres, la segunda por su propio sufrimiento.
Se encontraban en plena contemplación cuando a Javier le recordó su madre que debía acudir a casa de Fernando, para preparar los deberes.
—Ya iré mañana.
Cuando, algo más tarde, su madre le dijo que podía irse con sus amigos.
—Hoy no tengo ganas de pedalear.
— ¿Te duele la garganta?
—No, estoy bien.
Tres horas dedicaron a contemplarse en la distancia antes de que se aproximaran para hablar de algo, que Javier jamás logró recordar.
Al final de la tarde se atrevió a hurtarle un fugaz beso que, desde la boca de ella, le tentaba; ella no se apartó, ambos se sonrojaron y por un momento sus miradas se quebraron.
Cuando se despidieron Javier quiso besarla de nuevo pero el nerviosismo frustró la caricia.
La mirada de Javier, treinta y cinco años después, sigue arrastrando la melancolía que adquirió aquella tarde; no la borró un tremendo éxito profesional, ni que esté casado, más o menos felizmente, ni siquiera haber disfrutado de dos amantes oficiales, sucesivas hay que precisar, y de otras muchas ocasionales.
Desde entonces no hay noche que antes de atravesar el umbral del sueño no contemple, en su recuerdo, la aparición orlada de dorados tirabuzones y mirada de cielo mediterráneo, que apenas gozó durante tres horas, robadas a la bicicleta y a sus amigos, de entre los que surgiría su mujer, la que le dio tres hijos.
Nunca había vuelto a encontrarse con ella, aunque la recordara con cualquier excusa.
Nunca desesperó de que sus vidas volvieran a cruzarse para no apartarse jamás de ella. Intento verla por última vez cuando acabó los estudios y convenció al resto de compañeros para hacer el viaje de fin de curso a Bélgica.
Pero en vísperas de la partida, la que hoy es su mujer, le llamó para decirle que estaba embarazada. No hubo viaje y sí una precipitada boda. Pero el sueño de reunirse con ella sigue vivo.
Sus padres nunca llegaron a saber que obligándole a conocer a aquel serafín le infligieron un sufrimiento del que solo le librará la muerte, Aunque él todavía saborea aquel beso que le robó y la felicidad de haberla conocido.
Alberto Giménez Prieto
