Sergio Reyes Puerta

Victoria no sabía ni en qué siglo vivía, pero sabía más de lo que creía. Sabía, por ejemplo, que la despensa estaba casi siempre vacía, que el sudor cubría su cuerpo la mayor parte del día y que apenas le quedaba tiempo para descansar. Y también sabía que el hijo de su señor volvía por allí, irremediablemente, cada diez días. Viajaba a caballo durante cuatro horas para, exclusivamente, poseer a su antojo su joven y menudo cuerpo.

El veinticinco de septiembre su mirada azul y triste se volvió a detener en la polvareda que, en aquel horizonte de tierras yermas, se había formado. Era él, el maldito, que regresaba al galope, puntual como siempre, a por su ración de Victoria. Se acarició sin ganas el dorado cabello, casi blanco, y marchó con disimulo hacia el viejo pajar. El resto de jornaleros, inclinados sobre la tierra reseca y roñosa, no se dieron ni cuenta. O hicieron como que no se enteraban.

Sabía de sobra lo que le pasaría si no obedecía. Recordó, durante los ciento cincuenta metros que tuvo que recorrer a paso ligero, las veladas amenazas. Y sabía que, por mucho menos, colgaban hasta al mejor capataz. No le quedaba más remedio que esperar allí, en aquel humilde pajar, la llegada del joven heredero. Sabía, también, que hiciera lo que hiciera, como siempre y a pesar de llamarse Victoria, le tocaría perder.

Y es que Victoria sabía mucho más de lo que creía, aunque no supiera el año ni el siglo en que vivía. Es más, incluso la palabra siglo, de haberla escuchado, le sonaría a un idioma extraño, pues le era desconocida. Nunca había visto un libro, ni tan siquiera un simple texto, ni se le había permitido escuchar a nadie a quien se pudiera calificar de sabio. Ni siquiera sus amos lo eran. Desde luego que no lo eran.

Sin embargo, Victoria sabía muy bien cómo debía recibir al hijo de su señor.

Sumisa, comenzó los preparativos. Se desnudó despacio y se retiró el sudor lo mejor que pudo con unos trapos no muy limpios que, a tal efecto, el libidinoso joven ordenó disponer allí.

Había terminado de secarse cuando escuchó detenerse la montura del heredero junto al cochambroso cobertizo. Sabía que enseguida se abriría la puerta que ella, prudente, había cerrado al entrar. Así acostumbraba a hacerlo, para no ser observada por nadie mientras se preparaba.

Sin prisa, Victoria se tumbó en el rincón favorito de su asiduo visitante, sobre el mullido montón de paja que allí aguardaba. Y helada de frío, mientras esperaba la entrada del maldito violador, introdujo por un momento la mano en el escondite que ayer mismo preparara. Era muy consciente de las consecuencias de sus actos, pero se sintió orgullosa de asumirlas con entereza. Tan sólo quería hacer honor, aunque solo fuera por unos instantes, a su propio nombre.

Cuando la puerta se abrió y apareció la silueta de aquel desgraciado ella abrió las piernas y sonrió, sugerente. Quería que se confiara y la estrategia funcionó a la perfección. Él avanzó hacia ella, relajado y con media sonrisa dibujada en la cara. Ella se sintió, entonces, más feliz que nunca en su vida. Y en el preciso momento en el que el hijo de su amo se echó sobre ella Victoria dio silenciosas gracias a la fortuna por haberle permitido, días atrás, hurtar y esconder junto al sucio lecho el frío y afilado puñal que estaba a punto de brindarle su primera y, a la vez, última victoria.

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