La lágrima de la Virgen (III de IV)

El relato «La lágrima de la Virgen» forma parte de mi libro «Comprimidos para la memoria o recuerdos comprimidos» (Valencia 2017)

 

—Si maestro —dijo Diego aceptando las condiciones del encargo.

—Se trata de una Virgen sedente, que trabajaras con la técnica que empleaban al principio del gótico y con las mismas herramientas, se policromará parcialmente, la envejecerás y le darás una pátina que haga pensar que tiene, al menos, dos o tres siglos. La Virgen que estará llorando, tendrá al niño en su regazo. ¡Ah! una cosa más: no emplearas nunca los acabados de este taller, ha de ser algo completamente nuevo. Y ya que va a ser tu primera obra, puedes empezar a emplear tus marcas características, que en ningún caso serán iguales a las que utilizabas hasta ahora. ¿Entendido?

—Si maestro ¿Cuándo empiezo?

—Empiezas ya, vete al puerto y elige, de entre las maderas que han llegado de Tierra Santa, un buen cedro. Piensa que la imagen tendrá unas dimensiones que no sobrepasaran una vara y un pie de alto y dos pies de ancho e igual de profundo. Elige la mejor que encuentres. El encargo debes concluirlo en tres meses, una semana antes de San Juan y nadie te va a ayudar.

Dos semanas después del entierro de Diego, Bernardo se había dejado caer por la alquería que habitaba. Encontró a Gabriela, le reitero su pesar por su viudez y, a continuación, le reclamó la renta del mes de julio por los aposentos que ocupaban. La alquería era propiedad de Bernardo. Ante la extrañeza de Gabriela, Bernardo le explico que hasta entonces acostumbraba a descontarle a Diego la renta de la soldada, pero ahora que ya no había salario del qué descontarla y si quería seguir ocupándola tendría que pagar de algún modo.

—Apenas dispongo de suficiente para comer, que es parte de lo que cobra mi Mariano como aprendiz.

—Lo comprendo, pero yo también necesito cobrar para poder comer…

—Podría trabajar en su casa, podría limpiar… se cocinar…

—¿En mi casa? ¡Ni hablar! Allí cocina y limpia mi mujer. Pero quizás haya otro modo en que puedas pagarme…

—Dígamela usted maese Bernardo y, si está de mí, cuente con ello.

—Claro que está en ti… Se trata simplemente de que yo te visite un par de veces a la semana.

—Usted puede visitarme cuanto se le antoje maese Bernardo.

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Las manos de Bernardo trataron de abarcar las redondeces de Gabriela.

La sorpresa demoró la reacción de Gabriela que al salir del estupor apartó resuelta al viejo, al que estuvo a punto de derribar. A pesar de ello Bernardo no entendió lo categórico de la negativa e insistió, hasta que Gabriela, auxiliada con la escoba,  lo sacó de la casa, aunque procurando no alborotar demasiado.

Ese mismo día, sin relatar el descaro de Bernardo, planteó a sus hijos la necesidad de irse al pueblo con la intención de ocupar la amplia casa que Diego tenía allí, Había pensado convertirla en una fonda. Mariano, que tenía trabajo y vivía amancebado con una moza, decidió quedarse en la ciudad. El problema surgió con Felipe que deseaba ingresar en el ejército, aunque aún no alcanzaba la edad para hacerlo sin permiso de su madre. Gabriela viendo lo irrevocable de su decisión, accedió a autorizarlo, siempre que primero la acompañara al pueblo, la ayudara a instalarse y cuando ella estuviera instalada podría incorporarse al ejército.

Cuando lo supo Florián, que seguía tras el matador de Diego recibió la noticia con evidente pesadumbre.

—Gabriela ¿me permitirás visitarte? —La palabra visita le recordó la actitud de Bernardo, por lo que miró al cuadrillero con tal sorpresa, que lo hizo enrojecer y a ella comprender que escondían las reiteradas visitas del antiguo militar y su desinteresada ayuda.

Mientras Diego tallaba la Virgen, a Bernardo se le pasaba el día contemplándolo. Al principio no cesaba de hacer objeciones y poner trabas a su trabajo, pero conforme avanzaba la talla, y a pesar de que en la obra no se reflejaba lo «sugerido» por Bernardo, este cada vez se mantenía más callado, admirando sin rubor la obra de su discípulo, de pascua a ramos se le escapaba una frase, siempre la misma.

—Lástima que a tanto talento se le vaya a sacar tan poco provecho…

—¿Por qué decís eso maestro?

—Bueno… yo… Cuando estés por tu cuenta tendrás que aceptar los trabajos que te encarguen y en ellos no podrás lucir tu talento. Y recuerda que no puedes hablar a nadie de lo que estás haciendo.

Bernardo lo veía empuñar la pesada maza de bronce, con la que, a pesar de la firmeza con la que la manejaba, más que golpear, parecía que acariciaba la gubia. Conforme avanzaba el trabajo empezó a usar la más liviana maza de madera, trasladaba medidas con los grandes compases, ora el curvo, ora el de medidas interiores, la estructura de la sagrada pareja iba asomando de la olorosa madera y muchos detalles anunciaban su presencia. El día que empezó a perfilar los primeros rasgos del rostro de la Virgen percibió la tensión que soportaba Bernardo que contuvo la respiración tanto tiempo que llegó a alarmarle. Cuando el rostro estuvo completamente bosquejado y se percibía claramente las perfectas proporciones del ovalo, unos pómulos elevados y turgentes Bernardo lanzó tal suspiro que Diego, al volverse a mirarlo, encontró unos ojos anegados y enrojecidos.

Diego en vista del desmesurado interés que su patrón mostraba en ver el rostro de la madona, del que dependería su prometida recompensa, decidió, a modo de pequeña satisfacción, que  lo remataría al final, incluso tras concluir el del niño, que era la tarea que solía reservarse para el final.

La imagen fue volcada y sujetada a un gran torno que permitía voltearla y trabajarla desde cualquier punto de ella sin necesidad de extrañas posturas y sin problemas de la luz que le incidía. En manos de Diego, se alternaron el cuchillo de tallar, los raspines, los codillos, los contra codillos y poco a poco emergieron pliegues en la túnica, los delicados dedos de madre e hijo, las coronas de ambos y al surgir la sonrisa del Niño, Diego escuchó un nuevo suspiro de su patrón.

Bernardo tenía en mente otra idea para la talla, quería algo más primitivo, más tosco, menos elaborado, pero al ver como la madera tomaba la prestancia de ricas telas, la suavidad de un rostro infantil o la delicadeza de las manos de la Virgen, no se atrevió a frenar la creatividad de Diego. Iba a ser la mejor obra que había salido de su taller. Lástima que nadie lo sabría jamás.

Alberto Giménez Prieto

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