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Olga la pastorcilla y su idílico hábitat – A TODA COSTA

Todo lo custodia el duende mágico del arroyo que vive oculto en su orilla

En la superficie mansa de sus aguas, apenas ondulada, se reflejan los guiños de las estrellas en noches de verano y la lluvia golpeando en invierno.

Se rumorea que por las ramas de los árboles que lo bordean trepan, enmarañando, en ardiente abrazo, las ilusiones de los que un día llegaron hasta allí con el corazón rebosante de esperanza.

Todo eso lo sabía Olga. También sabía que el arroyuelo que nacía en los montes fluía perpetuo.

El torrente discurría colina abajo, alegre, juguetón, despreocupado, en dos ocasiones se escondía un instante, al pasar bajo los puentes que lo cruzaban.

Aquella primavera, como cada primavera, las nieves se fundieron, la hierba creció libre y el sol inundó con dorados rayos aquel trozo del mundo.

La joven pastorcilla guio a su rebaño más allá del valle. Una vieja y derruida casona de rojo ladrillo, le servía de cobijo en los atardeceres de cielo violeta. Tres perros color canela y todo el aire del mundo, les rodeaba.

Cada amanecer, siempre seguida por sus lebreles, Olga se preparaba una hogaza de pan que untaba con aceite verde de oliva y cubría con blanco queso de oveja.

Después se lavaba en el azul arroyo, cerraba su refugio y se dirigía, junto a su rebaño, arriba, muy arriba, hasta el nacimiento del río.

recogiendo-flores

El silencio, apenas roto en ocasiones por el tenue silbido de la brisa. O el lejano graznido del negro cuervo a la madrugada. Sólo eso necesitaba Olga en su vida.

En aquel agosto, el calor fue tórrido y extremadamente virulento.  La hierba se tornó amarilla, se volvió quebradiza, y fue expulsada por el viento.

Las mariposas de alas púrpura cayeron heridas, los escarabajos y escorpiones de anaranjado color, que solían circular de un lado hacia otro por la llanura, ahora se escondían del bochorno, en las grietas de la reseca y cuarteada tierra.

Emigraron del cielo alondras, mirlos de oscuro plumaje y pajarillos de mil colores. Y el caudal del arroyuelo se evaporó.

Desesperada Olga imploró a la tempestad:

  • ¡Señora de las nubes y la lluvia!, acércate y permite que mis animales beban y se refresquen.

  • ¡Señora de los amaneceres!, no dejes que mi rebaño muera y calma con tu roció su sed.

  • ¡Señora de las nieblas!, extiende tu poder sobre estos montes y envuélvenos con tu manto de frescor.

Tanto imploró, rogó y suplicó, que se durmió agotada y llorando.

Sus lágrimas alcanzaron el suelo y poco a poco, sin saber cómo, se fueron convirtiendo en fluido riachuelo, el viento alborotó su largo cabello y la niebla, extendida por el prado, empapó sus ropas y la lana de sus corderos.

Olga anduvo por montes y laderas. Al llegar la noche, una vez recogidos los animales, se acercó hasta el río. Respetuosa, metió sus manos en él y las sacó llenas de luceros.

Entonces miró hacia arriba y vio a la luna que, por las llanuras del firmamento, pastoreaba un rebaño de nubes, al tiempo que le guiñaba un ojo y le sonreía.

 

Francisco Ponce Carrasco

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