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ÚLTIMOS RELATOS DEL ESTÍO

Querida familia de Granada Costa, este verano ya está tocando a su fin, pese a que las temperaturas siguen siendo, la mayoría de los días, tórridas. Pero, según el calendario, nos quedan ya pocas fechas para el comienzo del otoño con su fama de triste. Se nos acaban los alegres días del estío, de disfrutar del mar y del sol, de las cenas en la playa escuchando el rumor de las olas y los largos paseos por sus orillas con luna llena y, a ser posible, en buena compañía… pidamos el escenario completo.

          Esto, por lo que a los mayores nos toca… pero, si pensamos en los niños, para ellos debe de ser mucho más duro el ver finalizadas sus alegres vacaciones, sus divertidos baños de mar, sus juegos con los nuevos amigos que han hecho durante el verano y tener que decir adiós a esa vida despreocupada y sin problemas, para volver al colegio. De nuevo, los madrugones, los deberes, los horarios rígidos… Por eso, hoy quiero dedicarles mis dos últimos relatos de este sabático verano en lo cultural y decirles que, como docente que he sido durante cuarenta y dos años, no teman volver al “cole”. Os alegraréis mucho de ver a vuestros compañeros después de las vacaciones y enseguida os adaptaréis a vuestro nuevo ritmo de vida y, al mismo tiempo, aprenderéis muchas cosas que os servirán para vuestra formación en el futuro. Y creedme, cuando seáis mayores recordaréis los años del colegio como los mejores de vuestra vida. Es una etapa feliz que jamás se repetirá. Yo, a medida que me voy haciendo “mayor”, recuerdo con más cariño y nostalgia aquellos años de mi infancia en el colegio educada por esas benditas monjas que tanto bien nos hicieron. Hoy, aquel hermoso colegio lo han convertido en un Centro social. ¡Qué pena!

          Bueno, volviendo a lo nuestro, vayan para vosotros estos dos relatos, cuyos protagonistas son un niño y una niña. Veréis lo que les sucedió

 LA NAVE ESPACIAL

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          Jesús era un buen muchacho, formal y estudioso aunque algo retraído. Ese año terminaría el último curso de bachillerato en el Instituto de su pueblo, pero aún no tenía decidido qué carrera seguir. Por supuesto, alguna de letras, ya que era un espíritu soñador. A sus pocos años, apenas un adolescente, hijo único, vivía feliz con sus padres, matrimonio bastante acomodado, en el chalet que estos se habían mandado construir, rodeado por un alegre jardín, en las afueras de ese pueblo en que nacieran él y toda su familia. Lugar apacible, de buenos vecinos y gente corriente, donde casi nunca ocurría nada pues todos llevaban una existencia tranquila y rutinaria ya que allí no tenían grandes distracciones, aparte los paseos por los maravillosos paisajes de montaña de los alrededores y la extensa campiña que formaba el valle. Aquel apartado rincón era un remanso de paz para sus habitantes.

          Ya desde niño, Jesús se sentía atraído por los temas que trataban de seres extraterrestres, naves espaciales, visitas a la tierra de platillos volantes, contactos de alienígenas con los humanos… Con avidez leía cualquier noticia que publicasen en revistas o periódicos acerca de algún avistamiento de objetos voladores no identificados, supuestas fotos hechas a naves espaciales… Su pequeño mundo giraba alrededor de los ovnis hasta tal extremo que con el tiempo este hobby se había llegado a convertir en una obsesión.

          Al salir de clase, en vez de quedar con los demás compañeros y relacionarse con ellos, prefería marcharse directamente a casa y, una vez acabadas las tareas, ya que era un chico serio y responsable que incluso obtenía buenas calificaciones, encendía el televisor y, como siempre, buscaba algún programa que tratase de seres extraterrestres, hombrecillos verdes y toda esa parafernalia montada en torno a posible vida fuera de nuestro planeta. Enfrascado en cualquier programa de esos, perdía la noción del tiempo y le daban las tantas de la noche metido de lleno en el tema o película que estuviese viendo en aquella ocasión. A veces, ya rendido, se quedaba dormido y, al despertar, se iba a la cama soñando con ser el protagonista de la última aventura que acababa de ver.

          Sus padres, preocupados por esta afición obsesiva del muchacho, trataban de que se buscase amigos, fuese a un gimnasio, estuviese en contacto con la naturaleza o practicase algún deporte. Todo en vano. Él había cifrado sus intereses en torno a aquellas historias de ciencia-ficción y cualquier otra cosa ajena a ellas le era totalmente indiferente.

          Una noche, acabadas las tareas que los profesores les habían mandado, ya que al día siguiente tenían un examen parcial, encendió el televisor y haciendo zapping vio que en uno de los canales estaban poniendo una película que le encantaba. En realidad, ya la había visto muchas veces pero no le importaría verla una vez más: “Encuentros en la tercera fase”.

          Se arrellanó cómodamente en su sillón dispuesto a pasar una velada entretenida siguiendo las investigaciones y peripecias del protagonista, Richard Dreifus, en busca de ovnis y tratando de contactar con ellos. ¡Qué emocionante esa escena cuando la película llegaba a su clímax y aparecía la nave espacial emitiendo aquellas cinco notas musicales esparcidas por el aire! ¡Con qué intensidad vivía aquellos momentos culminantes previos al contacto del protagonista con el habitante de la nave!

          Cuando más entusiasmado estaba, metido de lleno en la escena, creyó escuchar cómo desde el jardín sonaban las mismas cinco notas que emitía la nave de la película. Extrañado, salió de su habitación, abrió la puerta de su casa y al asomarse al jardín quedó petrificado.

          Sobre el cuidado césped, una pequeña nave circular había aterrizado, apoyada en sus tres patas, emitiendo las míticas notas previas al contacto con los seres de la tierra. Seguía paralizado, sin atreverse a mover un solo músculo de su cuerpo, cuando con asombro observó que de aquella nave, posiblemente procedente de alguna otra nave nodriza, se abría lentamente una pequeña puerta apareciendo destacado en ella un ser de ojos grandes y oblicuos y cuerpecillo endeble. Seguía aterrorizado pero, poco a poco, sin saber cómo, se fue serenando y su miedo desapareció por completo cuando oyó la voz, algo metálica, de aquel extraterrestre que se dirigía a él con unas palabras pronunciadas en un lenguaje extraño pero que, sin hallar una explicación, comprendía perfectamente:

          -“Vengo de muy lejos, de otros mundos que vosotros los humanos no conocéis. Más allá de las estrellas y de vuestro sistema solar. Pertenezco a una civilización infinitamente más avanzada que la vuestra donde no conocemos los odios ni las guerras y todos sus habitantes, dentro de un orden cósmico, viven en paz y armonía.

          He llegado a la tierra en son de paz y tú has sido el elegido para transmitir a los insensatos humanos el mensaje que traigo en bien de vuestro planeta. Has de saber que los hombres lo están poniendo en grave peligro con sus odios y guerras fratricidas. Con los ataques a la naturaleza. Los vertidos que envenenan las aguas de los ríos y mares y matan a sus criaturas los peces. Con las talas indiscriminadas de árboles. Crueles cacerías, a veces utilizando trampas traicioneras, que con el tiempo harán desaparecer a muchas especies animales extinguiéndose estas para siempre. Contaminando a la atmósfera con gases venenosos procedentes de fábricas. Quemando los bosques y, como consecuencia, toda la fauna que en ellos habita. Y, aún insatisfechos, lanzando terribles bombas que arrasan ciudades enteras y con ellas a sus indefensos habitantes.

          El Creador os hizo a su imagen y semejanza y vosotros os habéis convertido en una civilización cruel y destructiva. Vuestro planeta, de seguir los hombres maltratándolo así, no podrá sobrevivir, como sumo, más que a otro milenio, como os viene anunciando ese humano sabio llamado Stephen Hawking y al que no queréis escuchar.

          Aún estáis a tiempo, terrícolas. Cuidad vuestro planeta o dentro de poco desaparecerá y con él todo rastro de la civilización humana”.

 

          Acabado el mensaje, la portezuela se volvió a cerrar ocultando al pequeño ser tras ella. La nave emitió de nuevo esas notas misteriosas… y elevándose en el aire se perdió en el espacio.

          ¡Toc, toc! Jesús se despertó sobresaltado al oír los golpes dados en la puerta de su cuarto. Aún soñoliento, se levantó del sillón en que, por lo visto, había pasado toda la noche ya que, como le había ocurrido en otras ocasiones, se había quedado dormido viendo la película. Abrió la puerta y la figura de su madre apareció tras ella con gesto contrariado. -¡Otra vez te has quedado dormido viendo uno de esos programas o películas sobre ovnis! ¡Qué obsesión con esos temas! ¡Date prisa o llegarás tarde y hoy tienes un examen!

          Jesús, una vez se hubo aseado y tomado el desayuno, cogió la mochila y salió de casa olvidando por completo la incómoda noche pasada en el sillón y la película que no acabó de ver a causa del profundo sueño en que se había sumido.

          Al salir al jardín, miró despreocupado en dirección al lugar donde el ovni de su sueño había aterrizado… ¡Y allí, en el mismo sitio, vio claramente delimitado un círculo en donde el cuidado césped se había quemado por completo y, perfectamente señaladas, las tres patas sobre las que la pequeña nave se había apoyado en su aterrizaje!

          Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. ¿Quién creería su historia cuando tratase de contarla? Y, peor aún, y esta era la causa de su llanto: ¿Qué iba a ser del planeta Tierra?

EL REGALO

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          El eminente científico, solo en su laboratorio, hizo una pausa y abandonó por unos momentos el importante trabajo que llevaba entre manos pues su cabeza no paraba de darle vueltas pensando y pensando en el regalo que había de hacerle a su pequeña hija cuyo cumpleaños estaba próximo a celebrarse. Le había prometido que sería algo especial, distinto de la inmensa cantidad de juguetes que siempre recibía al ser hija única, mimada por todos, caprichosa y acostumbrada a recibir agasajos y ser el centro de todas las atenciones por parte de abuelos, tíos y primos, amén de los numerosos amigos de la familia, ya que su padre gozaba de un gran prestigio y era considerado uno de los mejores científicos que, incluso, tenía registrados algunos inventos de utilidad.

          Sonia, que ese era su nombre, no era una niña traviesa. Al contrario, pues sus padres le habían inculcado sentimientos de piedad hacia los desfavorecidos por la fortuna a los cuales siempre socorría con unas monedas si los encontraba pidiendo limosna cuando paseaba por el parque o en cualquier calle de aquella gran ciudad,  fría e indiferente hacia ese colectivo de seres tan desgraciados.

          También le habían hecho amar y respetar a la Naturaleza. A las plantas. A las flores, sus preferidas, de las que conocía una gran variedad. A las montañas, a las cuales imaginaba gigantes que amparaban a la tierra. A los mares y ríos. A la lluvia, de la cual decía que el cielo lloraba porque algún niño se había portado mal. Todo en la Naturaleza era maravilloso para aquella criatura inocente y soñadora. Pero lo que más amaba, por encima de todo, era a los animales. Sentía por ellos verdadera ternura y compasión. No comprendía cómo existían seres perversos que los maltrataban e, incluso, su sufrimiento les servía de diversión. Por supuesto, en casa de sus padres siempre tenían algún gato o perro, sacados en adopción del albergue, y al jardín venían los pájaros, volando en libertad, para picotear las migas de pan que ella misma les echaba. Era, en suma, una buena niña… pero caprichosa. Muy caprichosa.

          El científico seguía dándole vueltas a la cabeza tratando de encontrar una idea brillante que le ayudase a cumplir la promesa hecha a su hija. Algo original que le llamase la atención y sobresaliera por encima de los demás regalos recibidos que, aunque ella agradecía, luego quedaban abandonados en el baúl de los juguetes que tenía en su habitación.

          Y, al fin, esa idea brillante que buscaba hizo su aparición en aquel cerebro privilegiado: ¡Un robot! ¡Le construiría un robot! Un robot humanoide que anduviese con soltura y contestara con naturalidad a cualquier pregunta que se le hiciera. Su rostro y todo su cuerpo habían de parecerse al de un ser humano. La misma apariencia, idéntico tacto y calidez de la piel, ternura en la mirada… en suma, había de ser perfecto.

          E ilusionado con la idea, puso manos a la obra en la construcción de aquella criatura de metal que, una vez acabada, podría servirle a la niña, al no tener hermanos, como un compañero ideal de juegos. Estaba seguro que ese regalo no iría a parar al baúl de los juguetes perdidos y olvidados para después, pasado un tiempo y cansada de él, lo regalara, eso sí, a otros niños necesitados, como solía hacer ya que tenía buen corazón.

          Y por las noches, a escondidas en la intimidad de su laboratorio para que no se descubriese lo que estaba realizando, cuando la niña ya se había dormido, el científico se dedicaba afanosamente a la tarea de construir aquel robot en el cual tenía puestos tanta ilusión y empeño.

          Durante semanas trabajó muy duro quitándole horas al sueño y al descanso. Montando concienzudamente todos los complicados componentes que formaban parte de aquella máquina: sensores de distancia, servos digitales, interruptores, circuitos electrónicos, pletinas de aluminio anodizado, giróscopos, sensores de infrarrojos, unidades kbytes de memoria para los programas, baterías recargables… un complejo sistema minuciosamente montado hasta que, al fin, todo aquel engranaje de piezas que formaban el interior del robot estuvo concluido.

          Luego, venía la parte más delicada y precisa: la estética. Habría de formar un cuerpo tan perfecto que a primera vista no se distinguiese de uno humano. Para ello, lo cubrió todo con un material plástico especial que imitaba a la piel de tal manera que apenas era imposible distinguirla ni tan siquiera con el tacto pues con aquel componente sintético había logrado, a fuerza de experimentos, que adquiriese la misma temperatura que un ser vivo.

          Y una vez acabada esta última fase, consiguió que su criatura tuviese una apariencia completamente humana. Su piel sonrosada y cálida semejaba a la de un niño. Cuando escuchaba la voz humana su boquita se movía al contestar, emitiendo un sonido agradable imitando a la perfección la misma voz. Sus pequeñas manos eran gordezuelas y si alguien se las tocaba, asían con afecto esas manos que se tendían hacia él. Sus movimientos eran completamente autónomos, en cualquier dirección dando con naturalidad pasos seguros. También podía adoptar distintas posturas y mostrar gestos de alegría o tristeza según los sentimientos que captara en su interlocutor.

          Pero lo más extraordinario de todo eran sus ojos. Vivos, expresivos, de mirada tierna como si transmitiesen en todo momento lo que pensaban o sentían. Se diría que comprendían lo que le hablaba la persona que se dirigía a él. Que su alma de metal se asomaba a ellos. No eran unos ojos de humanoide. ¡Era una mirada humana!

          Y llegó el ansiado día del cumpleaños de la niña. Vestida como una muñeca para su fiesta, con todo el salón adornado de globos de colores y guirnaldas, era el centro de atención de todos los invitados que, como a una princesa a la que habían de rendir homenaje en su día, uno a uno iban entregándole los regalos que ella recibía halagada y feliz en su mundo rosado al verse rodeada de tantas muñecas y cuentos de hadas y princesas.

          Su padre, como sorpresa final, quiso dejar como último regalo aquel robot, casi humano, que con tanta ilusión construyó para ella. Y al hacer este su aparición en medio del salón fue la admiración de todos los presentes que al verlo se quedaron maravillados ante aquel ingenio de la robótica. Jamás habían visto criatura semejante.

          El pequeño robot atravesó con soltura el amplio salón, sonriendo como si se sintiera feliz  ante la admiración que despertaba, y acercándose a la niña le dijo con acento cariñoso:

          ̶ Felicidades, Sonia. ¿Quieres ser mi amiga?

La niña, mirándolo, primero con cierto asombro y más tarde con indiferencia y desprecio, volviéndole olímpicamente la espalda, ordenó:

          ̶ ¡Quitad “eso” de delante de mi vista y subidlo al desván!

          La fiesta de cumpleaños había terminado y Sonia subió a su habitación dispuesta  a acostarse. Se sentía muy feliz rodeada de todos los regalos que había recibido, a cual más bonitos. No se cansaba de contemplarlos y mirarlos uno a uno. Pero, pasado un buen rato disfrutando con su compañía, decidió que era hora de acostarse ya que al día siguiente tenía que madrugar para ir al colegio.

          Pero el sueño no quería venir. Con tantas emociones recibidas se encontraba desvelada por completo. Imposible dormir. Cerró los ojos fuertemente para ver si así se quedaba dormida, cuando, en medio del silencio de la casa, le pareció escuchar unos suaves gemidos. ¿Estaría soñando ya? Prestó más atención y aquellos gemidos, parecidos a los de un niño, continuaron. Era un llanto suave, lleno de sentimiento.

          La niña, intrigada, se levantó y al abrir la puerta de su habitación comprobó que el llanto procedía del desván donde guardaban los trastos viejos. Así, que se encaminó decidida escaleras arriba para tratar de averiguar qué era aquello. Quizá se habían dejado el ventanuco abierto y el viento lo estaba golpeando. Eso debía ser. La verdad es que, ¡estaba corriendo una auténtica aventura!

          Continuó, pues, subiendo los últimos peldaños que le quedaban hasta llegar al desván y una vez que hubo entrado y encendido la luz… ¡Sonia no podía creer lo que estaba viendo! Allí, semioculto en un rincón, descubrió al pequeño robot, regalo de su padre, que gemía de pena al sentirse abandonado por la niña.

          La pequeña, acercándose a él, enjugó con sus manos las lágrimas que rodaban por sus mejillas, arrepentida de haberlo despreciado. El pequeño robot cesó en su llanto y la miró con ternura. Sabía que en adelante jamás volvería a dejarlo abandonado en aquel cuarto triste y oscuro y formaría también parte de los demás juguetes de la niña. ¡Mejor aún! No sería un juguete. ¡Sería su mejor amigo!

          Y Sonia, comprendiendo lo que sus tiernos ojos le decían, sonriéndole feliz, le dio un beso en su cálida mejilla que hizo ruborizar al pequeño robot.

 

Vuestra amiga Carmen Carrasco

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