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LA ESCUELA, UNA CADENA DE MONTAJE CASI PERFECTA

Dr. Juan Gustavo Benítez Molina

Málaga

 

Acaban de dar las seis de la tarde en el reloj del pueblo. En esta ocasión he sido yo el primero en llegar. Una vez más hemos quedado en el banco que está frente a la tienda “La cabaña de Don Eulogio”, para ir juntos a merendar con don Matías, el abuelo de Teresa. A través de los amplios ventanales de la fachada de la tienda se divisa ya a Don Eulogio en su puesto, expectante. Permanece sentado tras el mostrador, a la espera de la llegada de algún cliente. Siempre me ha encantado esa tienda. Nada más entrar te invade un intenso olor a madera. Todas las paredes, el suelo y el techo están cubiertos de este material. Entrar en ella es adentrarse en la naturaleza. Una vez en su interior da la sensación de que estuvieras en un bosque. Además, don Eulogio suele poner un casete de música que contiene un cántico celestial de diversos pajarillos, el cual se va entremezclando con otros muchos sonidos propios de la madre tierra: el crujir de las ramas de los árboles, sus hojas caídas al ser pisadas, el sonido del agua al discurrir por el cauce un río, el canto de las chicharras o el ladrido de perros a lo lejos, entre otros muchos. Por otro lado, siempre que me he adentrado en la tienda se me han ido los ojos durante largo rato hacia un precioso reloj de cuco que decora una de las paredes. Muchas veces me he preguntado, y aún lo sigo haciendo, si estará en venta o no. Tarde o temprano me gustaría tener uno parecido.

—¡Hola Jorge, ya estoy aquí! —dijo Teresa al llegar—. Francis, como de costumbre, es el último en aparecer…

—Hola Teresa. Pues sí, vamos a ver la excusa que pone hoy.

—Desde luego, imaginación no le falta —exclamó Teresa con los brazos en jarra, al tiempo que ponía los ojos en blanco.

En ese momento, don Eulogio recibía a su primera clienta de la tarde, que no era otra que doña Amelia. Caminaba junto a sus dos inseparables amigos: su perro, un chucho que respondía al nombre de Carmelo, y su bastón, ya carcomido por el transcurrir de los años. Por todos era conocido que doña Amelia vivía sola en una destartalada casa a las afueras del pueblo. Era una mujer de unos sesenta y pico años que siempre portaba una mirada triste. Nunca se sabría lo que podía estar pasando por su mente pero, desde luego, seguro que no era nada bueno.

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Debieron transcurrir al menos diez o quince minutos hasta que por fin se dignó acudir a la cita el “señorito” Francis.

—¡Hombre, pero mira quién está aquí! ¡Pero si es la persona que siempre llega tarde a todos los sitios, la que ostenta el título mundial guinness de la impuntualidad!

—¿Dónde? ¿Quién? ¿Dónde está? —preguntó Francis con los ojos abiertos de par en par y mirando en todas direcciones. Teresa y yo nos miramos el uno al otro sin dar crédito a lo que estábamos escuchando.

—¡Pero…, tú eres tonto! ¿O es que te dieron un golpe en la cabeza de pequeño y te has quedado así? —exclamó Teresa fuera de sí. Francis la miró fijamente sin entender lo que decía. De este modo, debieron de pasar unos segundos hasta que, por fin, éste consiguió salir de su estado de mudez y desconcierto.

—¿Yo? ¿Te refieres a mí? —dijo incrédulo y a media voz.

—¡Pues claro! ¿Quién iba a ser si no, mentecato? Eres, sin duda, la persona más impuntual que conozco —Teresa estaba furiosa. En ese preciso instante me di cuenta de que debía intervenir con el fin de apaciguar los ánimos y que la cosa no fuera a más.

—Es cierto, Teresa. Pero estoy seguro de que la vez próxima Francis llegará a tiempo. Además, confío en que tenga una buena razón que explique el motivo de su retraso —dije mirando directamente a los ojos de mi amigo y deseando que éste expusiera algo coherente. El fuego ya tenía bastante leña…

—Sí —logró carraspear Francis—. Es cierto, tengo una buena razón —los dos no le quitábamos los ojos de encima, expectantes—. Bueno…, yo…, la verdad… es que no la tengo —consiguió articular al fin, apesadumbrado—. Me dormí. Después de comer, me dormí la siesta y se me olvidó poner el despertador. Eso es todo. Y cuando abrí los ojos ya era un poco tarde. Lo siento, chicos. No volverá a ocurrir —Teresa y yo nos miramos y comprendimos al instante que no teníamos nada que hacer. Su amigo Francis era así y difícilmente lo iban a cambiar por mucho que le dijeran o le recriminaran…

            —Bueno, está bien. No pasa nada, Francis. Pero, por favor, te pido que la próxima vez intentes llegar a la hora. Jorge y yo nos cansamos de que siempre suceda lo mismo, que te tengamos que estar esperando —dijo Teresa en son de paz y con un atisbo de cariño asomando a sus ojos. Estas palabras las pronunció mirándole fijamente a la cara y con sus dos delicadas manos apoyadas en los hombros de éste.

            Aclaradas las cosas, los tres jóvenes se pusieron en camino. Hacía muy buena tarde para caminar. Don Matías ya los esperaba, como de costumbre, sentado en su mesa favorita, dispuesto a disfrutar de la compañía de su nieta y sus amigos.

            —Buenas tardes, chicos. ¿Cómo se encuentran hoy mis tres mosqueteros? ¿Preparados ya para paladear las sabrosas tortitas con caramelo de Dolores? —dijo don Matías, mientras nos acercábamos a la mesa y tomábamos asiento.

            —¡Hola abuelo! —exclamó Teresa, propinándole un fuerte abrazo junto con un beso en cada mejilla. Francis y yo también procedimos a saludarle afectuosamente.

            —¿Qué nuevas traéis hoy, chicos? ¿Cómo os trata la vida?

            —Pues la vida bien, don Matías, aunque sería mucho mejor si no tuviéramos que madrugar todos los días para ir a la escuela… Mi madre dice que es por mi bien, para hacerme un hombre de provecho el día de mañana. A lo que yo le respondo que quién fue el que dijo que todos los niños debíamos ir a la escuela cada día. Todos nos levantamos cada mañana sabiendo lo que tenemos que hacer y a dónde tenemos que ir, mas yo me pregunto si nadie más se cuestiona el porqué hay que hacerlo obligatoriamente. ¿Quién lo dijo? ¿Y por qué todo el mundo le hacemos caso? —soltó por la boca Francis de una tacada y sin apenas respirar. Se veía que ya había meditado esta idea durante largo tiempo atrás. Teresa y yo nos miramos, sorprendidos por lo que acabábamos de escuchar. Francis y el filósofo que llevaba dentro habían hablado.

            —Interesante reflexión, Francis —exclamó don Matías. Entonces pude atisbar un brillo especial en sus ojos.

            —Es complicado conocer el origen exacto de la escuela. Por ejemplo, durante la Edad Media, la educación se hallaba bajo la tutela de la iglesia y se caracterizaba por la presencia del latín como vehículo para la transmisión del saber. La Edad Media es el periodo histórico de la civilización occidental comprendido entre el año 476, año de la caída del Imperio romano de occidente, y 1492, año del descubrimiento de América. Otros sitúan el fin de la Edad Media en 1453 con la caída del Imperio bizantino. El Imperio bizantino o Bizancio era la parte oriental del Imperio romano, cuya capital se encontraba en Constantinopla, anteriormente llamada Bizancio, y que hoy es la actual Estambul, la ciudad más poblada de Turquía y el centro histórico, cultural y económico de este país. A pesar de ello, y por lo que cabría esperar, la capital de Turquía no es Estambul, sino que es Ankara.

            —Vaya, don Matías, pues sí que es antigua la escuela —profirió Francis con los ojos abiertos de par en par y con cierto aire de resignación.

—Pues sí, y la palabra escuela, “skholé”, empezó significando algo totalmente distinto a lo que hoy conocemos —continuó diciendo don Matías—. En el griego antiguo la palabra significaba “ocio”, es decir, tiempo libre, que con el paso de los años se modificó y pasó a significar “estudio”. Se dice que los bizantinos fueron las primeras personas en entender la idea de un sistema educativo. Estas personas continuaron con el imperio romano en la Edad Media y fueron muy influenciados por los griegos, especialmente en el lenguaje.

—¿Cómo sabes tantas cosas, abuelo? —interrumpió Teresa, sorprendida por todo lo que estaba aprendiendo aquella tarde. Se veía que estaba muy orgullosa de él y que estaba disfrutando con la explicación.

—Bueno, son muchos años los que tengo, Teresita —le dijo cariñosamente don Matías—. Además, yo también fui a la escuela. Bueno, si por escuela se puede entender la sala de estar de don Andrés. Allí nos reuníamos cuatro o cinco muchachos de vez en cuando y él nos enseñaba todo lo que sabía, que no era poco. Todo lo que hoy os estoy contando me lo reseñó él en su día. “Muchas veces hacemos cosas y no nos preguntamos el porqué”, decía. “Nos dejamos llevar por la corriente”. Él siempre intentaba que fuéramos juiciosos y que nos cuestionáramos el origen de las cosas. Le gustaba enseñarnos todo desde el principio. Detestaba quedarse en la superficie. Una pregunta siempre llevaba a otra. Y nunca tenía fin. Siempre acaba en un ¿y por qué?… “Pensad, pensad y cuestionaos todo”, nos repetía una y otra vez. Bueno, continúo con la explicación, que si no me pierdo  —dijo, guiñándoles un ojo a los tres muchachos.

—Pues bien, los griegos también dedicaron mucho tiempo a buscar el conocimiento y compartirlo. En la antigua Grecia, periodo de la historia que comprende desde el año 1200 a. C. hasta el 146 a. C., se crearon dos clases sociales: los hombres libres y los esclavos. Como los esclavos se encargaban de todo el trabajo, los libres empezaron a tener mucho tiempo libre. Dicho tiempo les permitía compartir conocimientos, conversar, tocar instrumentos musicales, entre otras cosas. Reflexionaban sobre temas de la naturaleza y de la sociedad, por lo que se creó el primer tipo de escuela, en el que los maestros viajaban a distintos lugares para enseñar y dar sus lecciones. A los bizantinos les gustó la idea de los griegos de enseñar, pero éstos prefirieron llevarlo a cabo en un espacio cerrado permanente y de forma más reglada. Anhelaban temas más específicos para instruir: matemáticas, lengua, filosofía, religión, historia, entre otros. Desafortunadamente, los sistemas escolares en este territorio terminaron con la caída del imperio bizantino en 1453, uno de los hechos que dio fin a la Edad Media, como ya he dicho antes.

—Pero, don Matías, ¿quién fue el primer hombre que quiso que los niños fuéramos a la escuela a aprender? —interpeló Francis. Éste parecía querer acortar la clase de historia que les estaba impartiendo, sin previo aviso, el abuelo de Teresa.

—Paciencia, muchacho —dijo don Matías—. Es difícil encontrar una sola persona a la que se le pueda atribuir el haber inventado la escuela. Hay muchas figuras y culturas que han contribuido y han hecho de la educación lo que es hoy en día. Por ejemplo, don Andrés nos hablaba de Horace Mann, el cual nació el 4 de mayo de 1796 en el estado estadounidense de Massachusetts. Resultó ser un profesor universitario excepcional, que enseñaba latín y griego. Don Andrés nos decía que nadie hizo más que él para establecer en la mente del pueblo estadounidense la concepción de que la educación debe ser universal y no sectaria, libre. Además, argumentaba que la educación pública universal era la mejor manera de convertir a la niñez rebelde de la nación en ciudadanos disciplinados y juiciosos. Había muchas escuelas y sistemas educativos antes de Horace Mann, pero se le puede atribuir el haber comenzado y contribuido al sistema escolar normal en Massachusetts alrededor de 1838, por lo que es considerado la versión moderna del sistema educativo y fuente de inspiración de muchas otras escuelas. Por otro lado, también nos hablaba de Juan Amos Comenio, un teólogo, filósofo y pedagogo, nacido en la actual República Checa en 1592. Comenio estaba convencido del importante papel de la educación en el desarrollo del hombre. Su obra más importante, “Didáctica Magna”, vio la luz por vez primera en 1630. Los grandes aportes realizados a la pedagogía, sus viajes por diferentes países de Europa y la alta preparación y constancia en su labor de educar, le hicieron merecedor del título de “Maestro de Naciones”. Finalmente, don Andrés también nos citaba a Jean-Jacques Rousseau. De él decía que había nacido en Ginebra, Suiza, en 1712, y que en su novela, “Emilio, o De la Educación”, escrita en 1762, fundamentalmente describe y propone una perspectiva diferente de la educación. En esta obra exalta la bondad del hombre y de la naturaleza. Parte de la idea de que la naturaleza es buena y que el niño debe aprender por sí mismo en ella. Quiere que el niño aprenda a hacer sus cosas, que tenga motivos para hacerlas por sí mismo. Algunas frases de Rousseau son: “nacemos capacitados para aprender, pero no sabiendo ni conociendo nada”, “el niño no sabe algo porque se lo hayas dicho, sino porque lo ha comprendido él mismo” o “la naturaleza formó a los niños para que fuesen amados y asistidos”. Afirmaba que a los niños se les debía tratar con suavidad y paciencia. Además, manifestaba que al niño no se le debe obligar a pedir perdón, ni imponer un castigo. Así pues, Rousseau contribuyó a desarrollar una comprensión más humanista de la infancia y destacó la relevancia que tiene la educación desde los primeros años de vida de los niños.

            —Vaya, don Matías, pues sí que le enseñaba cosas don Andrés —dije, pensativo—. Hoy en día también nos imparten muchas materias. No obstante, creo que casi siempre nos solemos quedar en la superficie, en lo que se ve a simple vista. No profundizamos en el origen y no nos preguntamos cuál ha sido el camino hasta llegar a donde nos encontramos en la actualidad. ¿Por qué nos enseñan siempre lo mismo, año tras año? ¿Qué quieren de nosotros?

            —Buena reflexión, Jorge —dijo entusiasmado don Matías—. La educación sigue siendo lo mismo desde sus inicios, una herramienta para formar trabajadores que resulten útiles al sistema. De este modo, la cultura permanece siempre igual, siempre se repite, conservándose la estructura actual de la sociedad. Se podría decir que la escuela es un modelo de producción industrial, una cadena de montaje perfecta. La educación de un niño es comparable a la manufactura de un producto. Es un proceso meramente mecánico.

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            —¡Entonces somos meras piezas de un puzle! —gritó Francis—. ¡Somos las piezas de una máquina llamada sociedad! En este sistema de cadena de montaje nos adiestran poco a poco hasta convertirnos en aquello que precisan, en aquello que les es útil, para que todo siga funcionando como hasta ahora. Pero, ¿por qué? ¿Por qué no nos planteamos las cosas desde un principio? ¿Por qué damos todo por sentado y no enjuiciamos por nosotros mismos todo aquello que nos rodea? —Francis parecía indignado.

            —Estoy contigo, muchacho —dijo don Matías—. Ojalá todo el mundo pensara como lo estáis haciendo ahora vosotros. Parece que la escuela se pensó como una fábrica de ciudadanos obedientes, consumistas y eficaces, donde poco a poco las personas se van transformando en números, calificaciones y estadísticas. Las exigencias y presiones del sistema terminan por deshumanizarnos a todos. Y total…, ¿para qué? Tal vez para convertirnos en máquinas de producción durante nuestra vida útil. Así, se procura que la rueda siga girando tal y como hasta ahora. Y cuando ya no resultamos útiles, nos jubilan y nos encasillan como personas ya no productivas. Da mucho que pensar todo esto. ¿Qué finalidad tiene todo? ¿Merece la pena seguir con la rueda? Yo diría que tenemos que pararla y pensar más allá, en el porqué y en la finalidad de todo.

            —Es cierto, abuelo. Hacemos las cosas sin pensar. Nos dejamos llevar por la corriente y no nos planteamos el porqué de cada cosa que hacemos, por insignificante y trivial que nos pueda parecer —intervino Teresa. Pronunció estas palabras con la mirada perdida en el horizonte.

            —Pues sí, Teresa. Lamentablemente es así. O bien lo pensamos como ahora, pero todo se queda ahí, en el pensamiento. No hacemos nada, no actuamos. No nos salimos de la corriente y nos dejamos arrastrar por ella —dijo don Matías—. A veces pienso que las escuelas están construidas a imagen y semejanza de las prisiones y las fábricas. En éstas se prioriza el cumplimiento de las reglas y el control social. Se fomenta la disciplina y la obediencia. Se busca un pueblo dócil, obediente y que se pueda preparar para lo que se presente e interese. Todos hemos de aprender lo mismo, lo que nos dictan. Y el que no aprende se queda atrás, esa es la realidad. Se podría decir que el sistema educativo es un sistema de exclusión social. Selecciona a las personas que son aptas para entrar en la universidad y, así, continuar unos determinados estudios. Dichas personas forman parte de una especie de élite que dominarán las empresas, los sistemas económicos, de producción y de comunicación, entre muchos otros. Una auténtica fabricación en serie de “productos” útiles a la sociedad. Es puro materialismo, puro consumismo. Se busca obtener los mayores resultados observables con el menor esfuerzo e inversión posible. No obstante, la rueda sigue girando y eso es lo único que les importa. Al sistema y a los estados no les preocupa el ser humano como persona, como individuo. Nos imponen una serie de prohibiciones, unas líneas de las que no nos podemos salir, y nos ceñimos a ellas como algo normal y que siempre han estado ahí.

—Bueno, abuelo, y las personas que no estudian y no alcanzan la universidad también se especializan en determinadas tareas que, igualmente, resultan muy útiles al sistema, al engranaje. Todos los individuos suman y contribuyen al funcionamiento de esta maquinaria. Unos de una manera y otros de otra —expuso Teresa.

—Por supuesto, tienes toda la razón  —asintió don Matías—. Olvidemos por un momento todo lo que sabemos por educación, toda nuestra forma de entender la escuela, todo lo que nos han dicho que debemos aprender en la vida y lo que debemos enseñarles a nuestros hijos. Comenzar a ver cada cosa, a revisarla como si nunca antes la hubiéramos visto. Es decir, cada acción, cada actitud, cada costumbre. Si no estuviéramos haciendo las cosas como las estamos haciendo, porque siempre las hicimos así, ¿cómo las haríamos hoy? Sería como sacudirse la cabeza y decir: bueno, empecemos de nuevo.

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