Con la presteza con que solo se realizan las cosas que verdaderamente queremos hacer Paula había desalojado del inmundo chamizo, donde malvivía aquella pordiosera, todos los objetos inútiles, mugrientos, roñosos y malolientes que su menesterosa ocupante había ido amontonando por la seguridad de sentirse propietaria.

Los había dispuesto para su posterior examen sobre la angosta explanada que separaba la puerta de la chabola del vertedero, al que arrastró todo aquello que no consideró adecuado para la supervivencia de la indigente.

Después había limpiado cuidadosamente los cuatro muebles que había considerado aptos para ser aprovechados; había fregado, hasta casi descascarillarla, una vieja nevera a pesar de no saber si funcionaba porque la corriente eléctrica no llegaba allí, pero que cubría las funciones de despensa para la anciana,; aseó lo mejor que pudo las dos únicas sillas que eran capaces de desempeñar su elemental función; se libró del resto de cachivaches inútiles e inservibles.

Con un recio estropajo frotó, rascó y restregó, varilla a varilla, el carro metálico robado de un popular supermercado, del que aún conservaba el logotipo y que la pordiosera usaba para acarrear los tesoros que encontraba en su diario deambular.

Fregó cuidadosamente lo que quedaba del suelo liberándolo de las inmundicias que cubrían el decrepito pavimento de aquella habitación que ejercía de cocina, comedor, salón, dormitorio, almacén y, viendo la proliferación de excrementos que albergaba, también de retrete.

Cuando, tras varias horas de titánica entrega, consideró que estaba lo suficientemente limpio, quiso iniciar el aseo personal de la chabolista, ese empeño resultó algo más complejo de realizar, primero tuvo que atraparla y tratar de convencerla para que se dejara arrancar los harapos que se le habían ido quedando pegados unos a los otros y todos a su cuerpo por la mugre que acumulaba. Solo lo consiguió cuando le había mostrado un billete de diez euros y prometido su entrega si se dejaba asear. Aun así había mostrado la clara repulsión que le provocaba el gel con el que la iba a lavar.

La roña se había incrustado por entre las miles de arrugas que el tiempo había labrado en aquella piel amojamada, tuvo que emplearse a fondo y restregarle la epidermis, casi célula por célula.

Cuando pensó que asearla más comprometería seriamente la supervivencia de la piel de la desdichada, la soltó y le pidió que se vistiera con las ropas limpias que le había llevado. Cuando la menesterosa percibió el olor a lavado que desprendía la nueva vestimenta, de nuevo torció el gesto, no era un olor que le agradara.

A continuación procedió a desalojar el cumulo de cartones, plásticos y jirones de manta que hacían las veces de camastro para la pedigüeña, desechó todos los componentes existentes y tras asear celosamente un viejo somier de lamas, con más huecos que tablillas, cubrió los vanos más grandes con trozos de contrachapado que había encontrado en un rincón, aunque antes hubo de limpiarlo concienzudamente, luego se acercó a su coche, del que sacó un colchón de espuma enrollado que transportó al chamizo; la vieja mujer lo palpó y se asombró de lo confortable que resultaba.

Todo lo que había constituido la cama y que se mimetizaban con la bascosidad que antes la rodeaba, ahora desentonaba con la pulcritud que la envolvía; todo fue exiliado al descampado para, a continuación, prenderle fuego, no sin compadecerse de los parásitos que lo habitaban; sobre el nuevo colchón desplegó unas sábanas usadas, pero limpias, que había traído.

Cuando la cama estuvo hecha, todo resplandecía a su alrededor. Por primera vez desde que había llegado allí se quedó parada, contempló su obra y le satisfizo.

«De esto no se puede sacar mejor partido».

El rostro de la mendicante había perdido aquella pátina parda conseguida tras años de obviar el agua y el jabón y mostraba ahora colores humanos, quizá demasiado sonrosados por las friegas a las que la había sometido, aún se mostraba desconcertada y le molestaba el olor a aseado que desprendía la habitación; no recordaba haberla visto así de rara en todos los años que llevaba usándola.

Paula, dada por concluida su tarea, había salido a la calle, sacudiéndose piojos y liendres, se dirigió al coche del que sacó tres bolsas, dos con comida y la tercera con unas prendas de vestir que sustituirían las que había arrojado a la hoguera; después se limpió las manos con unas toallitas húmedas que acostumbraba a llevar y se metió en el vehículo.

Arrancó y por el retrovisor se quedó mirando el tugurio de la octogenaria, después se asomó ella al espejo y, como esperaba, ahora era ella quien precisaba de un buen enjabonado; se prometió una interminable ducha con agua caliente en cuando regresara a casa.

Otra vez había dedicado su día de fiesta a una buena acción, pero esta vez al pensarlo algo la inquietó: ahora que había llegado a la conclusión de que dios no existía, ¿quién anotaría esa buena acción en su cuenta?

Alberto Giménez

Alberto Giménez Prieto

El portón

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