Portada » Víboras de leyenda

Pastores y excursionistas que frecuentan la Sierra del Manar de la localidad granadina de El Padul hablan de ejemplares de víbora descansando colgados de las ramas de los pinos.

Como aquella que, según cuenta la tradición oral de la vecina localidad de El Padul, mató a la esposa del personaje popularmente conocido como “El Negro de Alhama”.

Curiosa su leyenda, cuidadosamente descrita por D. Leonardo Villena Villena en su libro “Cuentos y Leyendas del Valle de Lecrín», editado en el año mil novecientos noventa y siete con la colaboración de la Diputación Provincial de Granada.

Bajo el título “La Cueva del Negro”, el mencionado autor relata la historia de El Negro de Alhama, proporcionando una serie de referencias toponímicas que permiten la perfecta localización del escenario en que se desarrolla la acción del ponzoñoso ofidio.

El siguiente texto es una reproducción, no literal, de dicha historia, centrando la narración en la parte concerniente a la presencia de la víbora por esos lares:

“…Era El Negro de Alhama un valiente excombatiente que durante la Guerra de la Independencia había luchado ferozmente contra las tropas napoleónica.

A la conclusión de la contienda y sin ningún tipo de atadura que lo ligara a su lugar de procedencia, trató de comenzar una nueva vida en íntimo contacto con la naturaleza, viviendo de los productos que le ofreciera la Madre Tierra.

Se afincó entonces en la sierra de El Padul, en las inmediaciones del paraje conocido como “El Barranco del Saltillo”

Experto conocedor de la zona desde su anterior etapa de guerrillero, se alojó en una cueva que ya le había servido de refugio durante los duros días de contienda.

Los pequeños ahorros de que disponía fueron destinados casi de forma íntegra a la compra de un pequeño rebaño de ovejas y cabras.

Cada cierto tiempo bajaba al pueblo. Aguardan allí los paduleños su llegada, ávidos de comprar unos productos serranos cuya calidad y buen precio había corrido ya rápidamente de boca en boca. El Negro les vendía alimentos frescos y naturales como leche reciñen ordeñada a su rebaño, conejos y perdices que el mismo cazaba, leña, bellotas, plantas medicinales y todo aquello de utilidad que pudiera recolectar del monte.

Las rentas que obtuvo le permitieron transformar la cueva que ocupaba en lo más parecido a un hogar. Contrató para ello un peón al que le encargó cerrar la boca de entrada a la cueva con un tapial provisto de su correspondiente puerta con cerradura y candado. Los carpinteros del pueblo le confeccionaron una confortable cama de madera.

Durante cierto mes de septiembre, una vez que se agotaron los pastos y antes de que hubiera iniciarse la nueva sementera, el ex guerrillero ermitaño decidió tomarse unas vacaciones y pasar unos días fuera. Contrató en el pueblo a una persona que se hiciera cargo de la alimentación del ganado durante su ausencia.

Transcurridas unas dos semanas, El Negro regresó a su cueva. La sorpresa fue mayúscula cuando entre los vecinos de El Padul se corrió la noticia de que lo había hecho acompañado.

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Se había casado con una mujer de unos treinta años, casi la mitad de edad que su envejecido cónyuge. Las facciones y maneras ásperas y rudas de la misteriosa esposa delataban su más que probable crianza en el campo, en un entorno duro y hostil.

Pese a realizar acciones beneficiosas para los propios paduleños como contratar peonadas o la rehabilitación del viejo pozo del manantial de El Saltillo al que acudían a beber las cuadrillas de trabajadores del campo durante el periodo estival, El Negro era un personaje que suscitaba la envidia de los ricos del pueblo.

Ni entendían ni podían hacerse partícipes de la prosperidad de un simple guerrillero-pastor. Un desheredado que ni siquiera disponía de los medios para construirse un cortijo como Dios manda pero que sin embargo disfrutaba de una serie de lujos como sábanas expresamente traídas de Granada, las mejores prendas para el ajuar de su esposa, útiles de cocina, sillas cuidadosamente talladas, etc.

Fue ese el verdadero motivo por el que su esposa desde un principio suscitó todo tipo sospechas, siendo objeto de comentarios despectivos e hirientes. Las lenguas más impías y viperinas del pueblo la motejaron como «La Mala Mujer».

Ajeno a todo eso, el Negro seguía a lo suyo. Con la ayuda de su esposa, aumentó los rebaños, las recolecciones de plantas esenciales y semillas silvestres, la venta de especies cinegéticas, etc.

Además de felicidad, la nueva vida de casado, por más que pesara a las gentes envidiosas del pueblo, había dado prosperidad a sus negocios.

Pasaron su primer invierno juntos. Aunque fue aquel especialmente duro, de hielos y nieves arruinando la cosecha de aceituna y tronchando almendros, el viejo solitario se sentía más joven y dichoso que nunca.

Acurrucados al calor de la hoguera, la esposa del Negro escuchaba perpleja a la vez que orgullosa las insólitas historias de su marido, del otrora feroz combatiente de las guerras napoleónicas.

A principios del verano compraron una finca colindante con la suya. Reservaron un pequeño trozo de tierra para plantar una viña.

Tuvieron que pasar tres años para que al fin pudieran recolectar unas cuantas arrobas de uva.

Ellos mismos se encargaron de exprimir las uvas, pisándolas y retorciéndolas en un saco. El mosto resultante lo almacenaron en una tinaja…

Cuentan que sería el mes de junio cuando, unos años más tarde, la esposa del Negro se bebió unos cuantos vasos de vino y despareció.

Ese día, al regresar a la cueva tras una larga jornada de pastoreo, el hombre halló la puerta abierta y descosido el colchón donde la pareja escondía sus ahorros.

De la mujer no había ni rastro. Asustado, salió rápidamente de la cueva por si estaba por los alrededores. La búsqueda resultó infructuosa.

Corrió al establo a ensillar el asno para bajar al pueblo a pedir ayuda. Cuál sería su sorpresa cuando vio que allí también faltaba el borrico.

El buen hombre se hizo de golpe mil y una conjeturas… que si un robo, que si un rapto, que si una broma de mal gusto, etc.

No quería pensar lo que parecía más evidente: un abandono en toda regla.

Desgraciadamente, tras llegar andando al pueblo, el primer vecino al que preguntó no hizo más que confirmar sus más dolorosos presagios.

La habían visto pasar por el camino de Padul a Dúrcal, en torno al mediodía, subida en un burro.

Dirigió entonces el Negro sus pasos hacia dicha población. Intentó recabar allí información, pero nadie había visto llegar a una mujer a lomos de un borrico. Pasó la noche merodeando por las afueras del pueblo. Tal vez hubiera sufrido algún tipo de percance y anduviera por esos campos aturdida y desorientada.

Mientras empeñaba todo su afán en encontrarla, un respetable anciano le puso sobre la pista:

-¿No habrá girado antes de entrar a Dúrcal y haya dirigido sus pasos hacia la capital granadina, atravesando la Sierra del Manar por el Camino de Dúrcal?

Sin tiempo para vacilar, el protagonista de la historia se encaminó hacia Granada. Enfiló las estibaciones montañosas del Manar por las duras rampas de la Cañada de Marchena, coronando el Alto de las Vacas tras salvar un fuerte desnivel. Había otros caminos menos exigentes para llegar a la capital, pero ese era el más rápido. Pensaba que desde los altos del monte podría escrutar los posibles recorridos de su amada con mayor garantía de éxito.

Al pasar por Cerro Domingo creyó oír lo que parecían unos rebuznos… No había duda, ¡eran de su borrico!

En unos breves instantes que para el Negro en su miedo y desesperación se hicieron eternos, rodeó el cerro. Allí estaba, varado junto a una senda, su fiel compañero de fatigas.

A unos metros del borrico, una visión aterradora le heló la sangre. Sobre la senda yacía el cuerpo inmóvil de su esposa, tendida boca arriba, con los brazos en cruz y los ojos desencajados.

Con el corazón destrozado, el viejo guerrero se arrodilló y la abrazó fuertemente. Sus gritos de dolor retumbaron por toda la Sierra del Manar.

Asido a ella, pasó así unas cuantas horas, perdiendo casi por completo la noción del tiempo en aquel triste lugar, llamado desde aquel día “El Puerto de la Mala Mujer»…

David Ríos Aguilar

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