No podía controlar el dedo; de hecho, nadie era capaz de conseguir la misma cadencia que la cuerda del gramófono le daba al pesado disco de pizarra. Así que la voz profunda de Gardel, unas veces agónica y otras babélica y aflautada, se perdía en la noche entre el perfume del Ylan Ylang, que desde el otro lado de la explanada se mantenía expectante, cómo el cráneo del elefante junto a la bandera, y la suave luz de una luna menguante, cuando las lluvias eran benévolas con esa luna. En definitiva, que la voz del dios del tango de arrabal dependía de un pobre apéndice que a falta de cuerda fuera capaz de darle al disco las justas revoluciones, como justa era la falta de cuerda del gramófono por haber pasado unas noches en la luna gastando más de lo que debían, cosa que no parecía afectarles en lo más mínimo, a juzgar por la cita que cada noche y como quien no quiere la cosa, se daban los compañeros y algún que otro amigo en el porche de los recién casados, a los que podía faltarle cualquier cosa menos el sentido de la hospitalidad. Cuando el nido se quedaba en silencio, bailaban a la luz de la luna o bajo el porche cuando la lluvia quería acompañarlos con la pactada complicidad de Agustín, el joven boy que siempre estuvo a su lado en Evinayóng. Bailaba descalza con los pies sobre los suyos, poniendo cuidado en no pisar el suelo por eso de las niguas y de más, dando vueltas al son de una zambra, un bolero o un tango de Gardel que sonaban menos revueltas por el dedo diestro de Agustín, que, a fuerza de darle y darle, le había cogido el punto a eso de las revoluciones. Eran felices. Más de lo que habían imaginado en su pequeño mundo de enamorados, en el que había cabida para un pequeño perro de lanas, al que llamaron Titán, y el borde de Capitán, que en cuanto comprendió que ya no eran dos sino tres, el perro no contaba, se le erizaron las plumas del cogote y pasó a eso de: si no puedes contra el enemigo únete a él, y si encima me da galletas de coco, mejor que mejor. Si, eran felices a pesar de la pincelada de egoísmo con la que le sorprendió cuando en aquella habitación de El Montilla dijo: no quiero niños porque tengo miedo a morirme… Pensó en su madre y la vio rodeada de sus cuatro hijos paridos, y el postizo al que crio como suyo. La vio amasando el pan, dando de comer a los cerdos y zurciendo la ropa al amor de la lumbre en la que la bullía la comida que un rato antes había preparado. No pretendía que tuviera la misma vida que su madre, pero si algo de instinto maternal…

  • Estoy embarazada, le dijo al tiempo que despuntaba el alba.

La escuchó sin apartar la vista de la ventana por donde la lluvia se colaba alegremente empapando el piso. No sabía que decir: si pedirle perdón por haberse que, dado sin condones, o bailar con ella sobre sus zapatos por toda la habitación. Se volvió y allí estaba de pie sobre la cama, con los brazos extendidos preparada para volar sobre sus zapatos.

  • Se lo tenemos que decir a mi familia ¡Y a todo el mundo!

Reía con la cabeza echada hacia atrás y la melena meciéndose con cada vuelta.

  • Pero si no querías hijos…
  • Lo deseabas mucho y con eso es suficiente.

Junto a Salvador Sara recibía la noticia de que ese nieto tan esperado, por fin iba a llegar para agosto.

  • Es la mejor noticia que me han dado desde mi jubilación.

Sonríe a su hija y se funden en un abrazo. La mira de nuevo.

Se había retirado de la vida militar, pero fue incapaz de dejar Guinea. Lo había hablado con Sara más de una vez imaginando como seria su nueva vida en Valencia, pero el amor por esa tierra acababa mintiéndose en el corazón como

el más dulce de los venenos. Ni su estado de salud, era razón suficiente para abandonar esa bendita tierra, y ahora con esa nueva vida que estaba por llegar menos, así que decidieron dejar Bata y montar una factoría en Niefan, lejos de la capital. Quería acabar allí sus días, así que ahora ya podía morirse tranquilo. Su hijo era un buen chico, aunque la informalidad, era su defecto, sabía que no iba a defraudarle. Quería que fuera feliz. Que se le cruzara una chica en el camino que diera sentido a su vida…

Desde su sillón contemplaba la estampa familiar: Sara rodeando la cintura de su hija, mientras Ángel y su hijo cascaban animadamente sobre un capataz de Cabo san Juan y el joven boy con su largo delantal de un blanco inmaculado, esperaba en la puerta a que Sara, la señora, le indicara que ya podía servir la limonada…

Todo parecía estar en orden, hasta la lluvia que siguiendo su ciclo natural caía fuera sin parar, provocando ese rumor sordo que adormece el alma y los sentidos…

Miró de nuevo a su mujer reviviendo el día en que se conocieron. la vio allí, bordando junto a las muchachas de la aldea. Él pensó que era la más bonita de todas.

La aguja suspendida en el aire. La sonrisa a flor de labios y un te quiero escrito en los ojos….

De La Sombra del Egombe Egombe

Gudea de Lagash

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