UNA NIÑA HECHA DE CARIÑO
Entrevista por Alberto Giménez
Valencia
Antes de entrar en harina el entrevistador quiere descubrir su juego, y avisa que no todas las respuestas le llegan fonéticamente o por escrito, piensa que en muchas ocasiones hay que saber leer entre miradas. Y si, de esta forma, has sabido captar alguna respuesta, hay que tener el valor de reflejarla en el trabajo… tiempo habrá para pedir perdón si yerras.
No vamos a hablar de la literatura de Carmen, ya es suficientemente conocida y gratamente galardonada, ni siquiera hablaremos de su amor por los animales, aunque he de confesar que ha influido mucho en mí, a la hora de escribir estas líneas, me ha hecho pensar cómo la vería Yasmín, y así es como he querido enfocarlo, porque de ella, a Yasmín, poco le importaría si la rima era consonante o asonante, pero sí enloquecería de alegría con el cariño que ella le daba, cariño que me consta que sigue dedicándole a su recuerdo.
Por todo ello me reafirmo en el enunciado del título de estas líneas, Carmen es una niña hecha de cariño que, como ser humano que es, tendrá sus virtudes y sus defectos, aunque de estos últimos no toca hablar hoy.
Carmen es hija de Dulce Nombre, nacida como ella en Melilla y viuda de un militar de honor, que falleció según nos cuenta la propia Carmen «contando yo tan solo con dos años y medio» al que, por tanto no tuvo tiempo de conocer.
Por lo que el papel de padre quedó reservado a la madre, una mujer, que a juicio de su hija, habría que calificarla como de muy guapa. «Un ser irrepetible, parecía salida de un cuadro de Julio Romero de Torres». La admiración por su padre es una constante en su discurso, aunque no lo refleja hablando de sus rasgos físicos, algo normalal no haberlo conocido prácticamente. «Mi padre era de Extremadura. Llegó destinado a Melilla, vio a mi madre, se enamoró de ella, se casaron y allí permaneció hasta su muerte a la aún temprana edad de cincuenta y tres años».
Pues bien, a esta joven mujer el destino le había reservado los papeles de padre y madre y «con solo treinta y ocho años, se hizo cargo de la familia formada por mis tres hermanos mayores: Joaquín, diecisiete años, un padre para mí. Dulce Nombre, quince años, mi segunda madre. Y Angelines, catorce años, de la que aprendí mucho». Es así como su madre se convirtió en cabeza de familia y defendió la posición en que la vida la había dejado con unos reaños que hubieran enorgullecido a su difunto marido.
Lo hace con la inestimable ayuda de sus hijos mayores como ha reconocido Carmen, algo que remacha cuando califica las ausencias de su hermano como las aflicciones de su niñez. «Mi peor recuerdo se remonta a cuando mi hermano mayor tenía que partir de Melilla, pasadas sus vacaciones, hacia la Academia General Militar para continuar su formación como oficial. De hecho, cuando sonaba la sirena del barco anunciando la salida, me ponía a llorar e, incluso ahora, no puedo oír esas sirenas porque me retrotraen a las tristes despedidas de quien tanto quería y que tantos poemas me enseñó de pequeña. Descanse en paz tan irrepetible ser».
Cuando habla de sus padres o de su hermano su tono, su mirada, que se adelantan al significado de sus palabras, desprenden, a juicio de quien escribe, que lo que le unía con su familia superaba muy de largo los lazos que se circunscriben a una mera inscripción en el Registro Civil, hubo, hay y me aventuro a pronosticar que habrá, porque eso no se termina con la muerte, un puente de amor inquebrantable entre ellos.
Con su madre la unía, además de un gran amor, un lazo de profunda amistad, cosa envidiable y poco frecuente, especialmente en aquel tiempo. Por otra parte a su padre, al recuerdo de su padre, ausente desgraciadamente, le vincula una relación que creo que se puede definir con una sola palabra: veneración. Y el recuerdo de esta ausencia que le ha acompañado hasta hoy, y que no dudo que persista encabezando el universo de recuerdos que son el poso de una vida tan densa.
Carmen nace en una «Casa floreciente, ya que mi padre, aparte de oficial de Caballería, era juez militar y director general de una Granja de experimentación agrícola». Amó y ama a un padre al que solo conocía de oídas, sabía de él lo que su madre y sus hermanos le habían podido contar y muy bueno tuvo que ser lo que le contaron porque su fecunda imaginación no ha dejado que esos recuerdos se enfríen.
A pesar de tal carencia, que marca sin dudas la infancia de Carmen, esta afirma estar muy satisfecha de la misma, aunque en su mirada creo adivinar el deseo de vivirla otra vez y no sé si es por lo satisfecha que está de ella o porque le apetecería variarla en algún punto. No sé si cambiaría algo o no, pero la añoranza, la nostalgia que refleja su mirada es patente y sobre esto no quiero incidir, no soy un gacetillero que disfruta encajando suposiciones en los silencios de sus interlocutores, es algo tan íntimo, que cuando se pregunta insistentemente, tras los silencios de los interrogados, solo se pueden esperar embustes como respuestas.
La muerte de su padre hace que deban abandonar la granja que este dirigía y que era donde vivían, se mudan a «un pequeño chalet, que mandó construir mi madre, con un jardincito en donde yo jugaba feliz en compañía de las flores, plantadas por mi madre, de mi perro Tabú, mis gatos, mi tortuga Cleopatra y mariposas revoloteando, pues siempre he sido muy amante de los animales».
Ese cariño por los animales, que no es otra cosa que su ansia por entregar todo ese afecto que rebosa, desembocará en que en el año 2013 ARCADYS (Asociación para el Respeto y Defensa de los Animales Domésticos y Salvajes) la nombre su Primer Miembro de Honor. ¿Cuántos nombramientos no le habría hecho Yasmín?
Vive una infancia feliz y, como tal, añorada aún más de lo que quiere reconocer «Me encantaba sentarme en la bifurcación de las ramas de un ricino, que creció en el jardín, para leer o jugar con mis muñecas. Mi preferida era una que me hizo mi madre (tenía manos de hada y a quien adoraba), cuando yo tenía cuatro años, llamada Lunita, pequeña, pizpireta, con grandes ojos expresivos y una trenzas rubias rematadas con lazos de seda. La prefería incluso a la Gisela, para mí, más bonita que la Mariquita Pérez, aunque no tan famosa».
Esa felicidad, que parte del entorno familiar, venía dada por la educación recibida que la aparta de los sueños irreales que la propaganda ha sembrado y siembra en nuestros niños que les incita a la envidia, cuando no a la codicia y que no han encontrado forma de anidar en ella, aunque, como veremos más abajo, Carmen también quiso la Luna. « Era feliz con lo que tenía, jamás pedí nada que no pudieran darme. Yo me sentía feliz con que me regalaran un cuento, ya que siempre me ha gustado mucho leer. Las lecturas que acompañaron mi infancia fueron los cuentos. Los ilustrados por Freixas eran mis preferidos. También me gustaban mucho los tebeos, el DDT, el Pulgarcito, la revista La Codorniz, cuyo slogan era: La revista más audaz para el lector más inteligente. Y leía novelas a escondidas de mi madre; eran inofensivas. En general, leía todo lo que “pillaba”. Por fortuna, aún conservo algún cuento de mi infancia, tal como El pollito Pío-pío, que fue mi primer cuento». Es una educación responsable la que recibe y le acerca (o le incentiva) la lectura, lo que, al leerla ahora a ella, resulta de agradecer.
Y no está sola en sus juegos, los comparte con sus amigas, de las que destaca a alguna: «recuerdo con más cariño a Estrella y a Fátima, una niña morita a la que quería mucho. Y siempre recordaré con mucho amor a mi segunda familia formada por la madre, Dña. Cruz, el matrimonio Esther y Miguel y los tres hijos que tenían, de uno de los cuales fui madrina con solo doce años. En aquella familia era una hija más».
Pero no son estas sus únicas actividades, «En verano me llevaban a una playa, “Sociedad Hípica Militar”, de la cual mi familia era socia. Era un Balneario precioso: arenas finas y doradas, piscina en forma de trébol, cien casetas, toda clase de deportes, bailes en las noches de verano… También me llevaban a los bonitos parques “Hernández” y “Lobera” o hacíamos divertidas excursiones, andando, con los “mayores”. Y los domingos, al cine a las toleradas».
Al hablar de la radio su mirada destila nostalgia y no es porque ahora no exista ese medio de comunicación. ¿Serán seguramente los programas y los personajes lo que añora? «En casa siempre estaba sonando. Teníamos una Philips de capilla que, lamentablemente, se sustituyó por una “moderna” de baquelita. También teníamos un gramófono, hoy ambos serían una reliquia. ¡Qué talento! Yo copiaba de la radio las canciones que luego cantábamos, pues las tres hermanas no lo hacíamos del todo mal. Ahora, mi garganta, después de cuarenta y dos años de maestra, no está precisamente para cantar ópera».
También tenía sus ídolos musicales «Mi cantante favorito era Antonio Machín. De hecho, tengo todos sus discos desde el año 1929. Él fue la banda sonora de mi infancia y adolescencia. Pero también me ha gustado mucho la música clásica, los temas orquestales y los ritmos afrocubanos. Tengo cientos de discos».
Y, como no podía ser de otro modo, también tenían su ocio productivo —claro ejemplo de oxímoron aunque sea una realidad y algo desconocido en la actualidad—: «También entretenía mis vacaciones de verano haciendo bordados. Cuando miro alguna de las labores que hice, me pregunto: ¿Y esto lo he hecho yo?»
Carmen, como hemos dicho, era una niña llena de cariño, a pesar de que lo reparte todos los días a manos llenas y sin embargo siempre tenía el depósito al completo, porque, aunque no quiere confesarme de donde lo sacaba, creo que tiene una máquina mágica que se lo regenera a medida que lo reparte, ¿conocéis a alguna persona que se le haya acercado a Carmen para pedirle cualquier cosa y no haya salido con ella envuelta en una sonrisa? y no estoy hablando solamente de los humanos, creo que no hace falta que os recuerde la distinción con que la galardonó ARCADYS.
Sus tiempos en el colegio y el mismo centro de enseñanza, dejaron un gratísimo recuerdo en ella «Cuando tuve edad de ir al colegio, la época más feliz de mi niñez, hice amistad con un grupo entrañable de amigas que nos llevábamos de maravilla. Es una pena que, al terminar mis estudios y ser trasladada fuera de Melilla, perdiera la pista de todas ellas, pero las recuerdo con mucho cariño, así como a mi Colegio, “San Vicente de Paul”. Era un colegio especial, regido por las Hijas de la Caridad con normas francesas, al ser su fundador, San Vicente de Paul y Santa Luisa de Marillac, ambos franceses. Para su tiempo, eran unas monjas bastante modernas».
Su mirada, muy brillante, me refrenda que no se está limitando a relatar un recuerdo, está reviviendo algo que marcó su vida, algo que extendió los límites de su vida, algo que ensanchó el campo en el que iba a sembrar su afecto. «Era enorme, como una pequeña ciudad en donde se acogía a niños cuyas familias no tenían posibles y los dejaban allí internos, educándose con el alumnado externo, sin diferencia alguna de clases, y dándoles estudios si deseaban seguir su formación. Cumplía asimismo como asilo de ancianos y atendía a niños lactantes de familias necesitadas».
Se detiene Carmen, suspira y, de pronto, parece como si tratara de recuperar el hilo de la narración, pero no es cierto, no lo ha perdido, simplemente se ha dado un respiro para digerir los sentimientos que esos recuerdos le despiertan. Creo que desea vivir interiormente alguno de esos recuerdos. Su mirada me lo confirma cuando, tras un breve lapso, vuelve a suspirar antes de proseguir. «Mi mejor recuerdo: una preciosa capilla, que presidía la Virgen de la Medalla Milagrosa, en donde celebrábamos todos los actos, misas, comuniones, Mes de María… ¡Cómo recuerdo el perfume de las azucenas que adornaban el altar! En dicho mes, le recitábamos poesías a la Virgen, todas vestidas de blanco, con velos blancos, ramos de flores blancas… y el alma blanca».
Es esta una época de inocencia que marcará a Carmen de por vida. «En cuanto a mi mejor recuerdo de la niñez, sin duda alguna, los años vividos en mi Colegio. Y agradezco a aquellas benditas monjas, con tocas como alas de blancas palomas, la formación que me dieron y lo feliz que fui en aquel paraíso docente al que premiaron con la Medalla de Oro de la Ciudad. Ya no existe como tal y lo han convertido en Centro Asistencial. ¡Qué pena!»
Su expresión ha variado conforme iba evocando esos recuerdos, su mirada más líquida y brillante, su voz me confunde porque, al oír cómo está recordándolo, me parece escuchar que es la niña la que lo está evocando con un tono de voz tan infantil que es a aquella niña a la que creo ver a esa niña que desgraciadamente no conocí.
«Aún conservo algunos diplomas que me dieron, bien por aplicación, bien por algún otro mérito, había para todo, y las cintas con las medallas de “Ángel”, cuando éramos niñas, y de Hijas de María cuando nos hicimos algo más mayores. Siempre me elegían para hacer teatro los fines de curso o en Navidad. Representaba monólogos ¡en aquellos tiempos!, cantaba y bailaba. ¡Habría que verme! Pero no conservo ninguna foto».
Aunque en la actualidad no conserve ninguna foto de esa época, no es difícil imaginárnosla, cantando, bailando representando dicharachera cualquier papel y para inspirarnos no tenemos más que auxiliarnos con su libro «El canto del cisne» en el que ya no sé si es ella la que colabora con las musas o son estas las que la auxilian a ella, pero en ningún caso estoy hablando de una o dos musas, porque a su alrededor se han congregado nada menos que: Erato, Polimnia, Talía, Melpómene y Terpsícore.
He podido fotografiar uno de los diplomas del que adjunto copia fotográfica. También adjunto dos fotografías de ella: una de una Carmen muy niña y otra ya más mocita, aunque la foto no ha sabido resistir el paso del tiempo con la entereza de la retratada.
«Vestíamos de uniforme, cosa que me parece muy bien, ya que así nos igualábamos todas, aunque antes no había esta estupidez de las “marcas”. El uniforme era azul de tablas, con cuello duro, un lazo azul y zapatos negros. Luego, nos hacía mucha ilusión ponernos el vestido “del domingo”. Era otra forma de vida, más sencilla y conformándonos con todo. Éramos todas niñas de clase media, exentas de presunción»
Aunque no hubieran marcas sí que habían kioscos y estos contaban con el mismo o más aliciente para los niños que tienen en la actualidad las tiendas de chuches y por muy espiritual que quiera retratar a Carmen no le resultaban indiferentes esos «antros de perdición» a su paso ante como ella misma nos cuenta. «Todas las tardes iba al colegio comiendo chucherías de los kioscos, chicle, regaliz, palodú, pipas… Si me daban más dinerillo me compraba un merengue de fresa y me iba feliz al colegio, ya que el día que no podía ir por encontrarme mal, lloraba».
La niña se fue haciendo mayor y ya eran otras las diversiones que buscaba. «¿Que si asistía a guateques de jovencita? En realidad, en Melilla, ciudad pequeña pero muy moderna, teníamos lugares para ir a bailar sin necesidad de organizar guateques. Había bailes a diario todos los veranos en el Club Marítimo. En el Balneario de la Hípica, en el Casino Militar y en algún otro sitio. Los domingos tocaba una pequeña orquesta y el resto de la semana ponían una cinta, de las antiguas redondas, con temas grabados. Creo que tan solo asistí a dos o tres guateques en casa de alguna amiga por su cumpleaños».
«¿Qué más puedo contarte sobre mi niñez, leitmotiv de esta entrevista? En realidad muchas cosas más pero ya resultaría una entrevista onerosa. Solo te diré que era una niña soñadora y, a veces, algo solitaria encerrándome en mi mundo de fantasías, pidiendo la Luna, como ocurrió cuando apenas tenía unos meses, una noche de verano en que no paraba de llorar, sin saber mi familia qué me pasaba, hasta que con la manita señalaba a la Luna porque quería que me la dieran… Y aún no me la han dado… Ya desde pequeña pidiendo imposibles».
Como no deseo que mis preguntas deriven la historia por otros derroteros, que no sea la de una niña soñadora, que sigue siéndolo: niña y soñadora a la que, en ocasiones, le gustaba internarse en la soledad de sus pensamientos y que gracias a esta introspección, que ya de niña ejercitaba, hemos conseguido que hoy exista la Carmen literata, a la que tanta gente quiere y admira. Esa niña que sigue soñando como cuando era niña, lo hace ahora arropada por una mayor (inmensa) cultura y sabiduría, con la que sigue brindándonos sus sueños en forma de poemas o relatos.
A las pruebas me remito: observen la cantidad de veces que se la busca, yo mismo lo he hecho, para presentar un libro o cualquier otro acto cultural, o para que escriba un prólogo o una reseña. Peticiones que nunca encuentran un no por respuesta, porque sigue repartiendo su tiempo, su arte, al igual que su cariño y su ternura entre todo aquel que se le acerca.
Insisto, Carmen sigue siendo esa niña repleta de ternura, de ternura que ahora envasa en cucuruchos de literatura. Pero hoy no hemos venido a hablar del presente de Carmen Carrasco, aunque para que quienes sientan curiosidad por conocerlo ella misma nos lo define del siguiente tenor. «¿Mi presente? Escribir cuando me apetezca. Leer, devoro los libros. Oír música, que me produce muchas endorfinas. Asistir a los actos literarios que pueda o me apetezca ir. Los viajes por el extranjero los tengo aparcados. Seguir ayudando en lo que pueda a las ONG con las cuales colaboro y disfrutar de la familia y los amigos, de lo bueno que la vida y la Naturaleza nos brindan y procurar vivir en paz con los demás y conmigo misma».
A lo largo de estos minutos, bastantes, no hemos oído que salieran de sus labios una sola queja, ningún lamento, algún descontento, que nos contara algo que le preocupa, que le duele, no, nunca se queja de nada. Y cuando uno detecta que el brillo de su mirada es distinto, que resulta opacado por alguna complicación y se arriesga a insistirle para saber de ello, lo más que logra es que le responda «la procesión va por dentro». Son sus achaques, que debe tenerlos, como cualquier humano, lo único que no comparte, lo que se reserva para sí misma, y procura cubrirlos con una sonrisa, que aunque velada sigue siéndolo. Son pocos, si es que los hay, los que la hayan visto con mala cara, antes al contrario procurará ponerse la de los domingos para ir a visitar al amigo enfermo y tratar de levantarle el ánimo, de aliviarle con sus palabras balsámicas, aunque ella se esté rompiendo por dentro. Antes dijimos que venera a los que partieron, pero sin olvidar nunca a quienes quedaron en el sufrimiento.
Hoy hemos venido a buscar a la niña que hay, que se conserva en Carmen Carrasco, a hablar de la niñez de un ser humano, de una etapa vital que parecía inexistente cada vez que se hablaba de ella y, por gran literata que sea, hay que pensar que tras esa pluma hay un ser humano, en este caso muy humano, y que merecía que se sacara a la palestra.
Verdaderamente es una injusticia que aún no te hayan traído esa Luna que reclamabas cuando solo contabas con unos meses, pero no desesperes querida Carmen que todavía estamos a tiempo y lo único cierto que sabemos sobre la Luna es que no se la darán a quien no la pidió. Pero yo, de todas formas, en tu lugar, me registraría los bolsillos, no sea cosa de que ya la tengas y no te hayas dado cuenta, porque es muy difícil que alguien, sin tenerla, sea capaz de escribir como tú lo haces, sin haber recibido la luz de Nahiara, que es imposible que se vaya por la vida repartiendo cariño con el caudal que ella lo hace, sin una alianza vital con Selene, y que sería muy aventurado pensar que se puede mantener la niñez pasados los cuarenta sin estar bendecida por Aysel. En todo caso mira en el buzón de tu alma porque estoy segura de que encontrarás un mensaje, y no menguante, de Diana. No me puedo creer que la Luna, si te ha visto, no quiera estar contigo.
Para quien espere oír hablar en estas líneas de su obra literaria, que ella misma pone al alcance de cualquiera, bien sea con sus libros, con sus charlas o recitándola si hace falta, se ha equivocado de lugar.
Su nómina de premios es lo suficientemente elocuente, aunque pienso que se ha quedado corta, pero tiempo habrá de rectificar. Y no, no me miren con esa cara, no se extrañen, porque o no conocen bien a Carmen o es que piensan jubilarla. Ella nunca deja de trabajar, sea en poesía, en relatos o en algún nuevo proyecto, aparte de todos los encargos que sus amigos le hacemos.
Es curioso que en tiempos de influencers y youtubers carismáticos, dicho sea lo de carismáticos con todo el sarcasmo de que mi ingenua pluma sea capaz, su serena poesía que, a pesar del dominio formal de su composición, nunca pierde la humanidad, siempre tiene esa pizca de ternura, de ingenuidad, de inocencia que esa niña, que nunca ha dejado de serlo, le pone, es otra forma más de entregarnos con toda la ternura de la que es capaz, algo suyo, algo que le sale de muy dentro, del alma diría yo, si estuviera seguro de que existe. Aunque, tampoco os equivoquéis que Carmen tampoco enmudece cuando hay que cantar las cuatro verdades, por ácidas que puedan resultar.
Llegando, como estamos, al final, me pide, como no podía ser menos en alguien tan educado como ella, un espacio para agradecer. A pesar de que se pasa la mitad de la vida dando, se reserva la otra mitad para agradecer que le hayamos dejado que nos dé. Pero no es mí a quien le corresponde reprenderla por su desprendimiento, al fin y al cabo no hace más que repartir un apego que nunca se le agota.
«Agradezco a mi madre, dulce como su nombre, Dulce Nombre, que cual humilde violeta esparcía su perfume por doquiera que fue, tanto como hizo por mí pues a ella se lo debo todo. Sé que en el Cielo debe ocupar un lugar destacado cerca del Altísimo porque fue la bondad como madre, esposa y persona».
«Asimismo, le doy gracias a la familia en la que me ha tocado en suerte nacer. A mis sobrinos Carmina, colaboradora indispensable en mi quehacer literario, Manolo y Jesús, que igualmente me son muy necesarios, así como al resto de todos ellos, sobrinos muy queridos para mí».
«Gracias a mis buenos amigos y compañeros, en especial a D. José Segura Haro, presidente del Proyecto Cultural Granada Costa y a toda la familia de este gran Proyecto».
«Y ya llegó el momento de mi despedida, que voy a tener que “registrar”: Besets para todos, deseándoos felicidad y muchos éxitos, tanto en lo personal como escritores o artistas en general».
Que aprendan de ella los de los Oscar, Carmen ha conseguido esa brevedad tan buscada y, visto lo visto, ya desearían ellos decir tanto con tan pocas palabras.
Deja al final unas sentidas palabras dirigidas a este escribiente y su familia, pero precisamente porque es para mí y soy quien escribe y, por tanto, quien decide lo que va y lo que no va escribir, sin dejar de agradecérselas enorme y eternamente, me las llevo, envueltas en un profundo sentimiento, para guardármelas en el compartimento más profundo de la caja fuerte que es la memoria de un abogado, dejando copia en mi corazón para deleitarme escuchándolas, al compás de cada latido. Ahí es donde compartirán sede con tantos recuerdos como ya guardo de Carmen Carrasco, esa niña hecha de cariño que por más que reparta nunca lo agota.
Mi más sincera gratitud a D. Alberto Giménez por las entrañables palabras que me dedica, que han llegado a emocionarme, máxime viniendo de un escritor de tanta categoría como es él, a la vez que una gran persona.
Un abrazo, amigo Alberto, para ti y tu esposa Carmen.
Carmen ¿Ves como corroboras mi teoría, eres incapaz de recibir algo sin, al menos, agradecerlo? Un fuerte abrazo y me ratifico en lo dicho.
Una entrevista-homenaje que aplaudo, pues Carmen Carrasco es una mujer muy reconocida en sus innumerables actividades, quienes la conocemos, sabemos de su valía y tenemos el honor de cultivar su amistad.
Una abrazo a repartir
Francisco Ponce
Gracias, amigo Paco Ponce, por tus palabras. Yo también me honro con tu amistad. Un abrazo.
La he leído y me ha encantado. Mi aplauso para es niña hecha de cariño , de nombre Carmen , por dejarnos entrar en sus recuerdos de tu mano, mi querido Alberto🌹