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Eran jóvenes de cuerpos atrayentes y rostros que despertaban admiración entre el pueblo llano y en otros que jamás lo confesarían.

Eran disolutos y sus más profundas reflexiones apenas alcanzaban la profundidad del vaso en que bebían, lo suyo no era cavilar, estaban hechos para gozar. El barullo de las recepciones dejaba poco espacio para el recogimiento.

Sin apellidos rimbombantes, ni posibilidad de adquirirlos por casorio, se iniciaron en el mundo del papel cuché desde la base; solo sabían posar ante un objetivo… y no muy bien.

Solo se conocían de vista. Cada uno en su trinchera, aunque coincidían en muchos eventos. Aún no cobraban por aquello; solo conseguían algún canapé, fotografías y que algún famoso, ya consagrado, les obsequiara con una conmiserativa palmadita.

Poco a poco se integraron en inauguraciones y acontecimientos de todo tipo; con el paso del tiempo su presencia se hizo imprescindible y empezaron a cobrar.

Un día un gacetillero de «ecos de sociedad» los convenció de que sería más fácil triunfar si trabajaban unidos.

En su siguiente encuentro ante las cámaras, tras un guiño de complicidad, simularon una tremenda trifulca, que atrajo la atención de los aficionados a la prensa rosa, después vinieron sus enfrentadas declaraciones ante la prensa y por fin la esperada reconciliación. A partir de entonces dinero fácil y desahogos irreflexivos acompañaron su unión durante una «juventud» que, esquivando envidias y navegando entre dispendios, se había prolongado hasta cumplidos los sesenta. Habían decidido que dedicarían su vida a divertirse juntos.

Lo que comenzó como espontánea juerga se había convertido en forma de vida. Estaban en el vórtice del «famoseo chusquero» y, aunque debían esforzarse mucho para mantenerse en la cresta de la ola, vivían sin trabajar.

Vendieron sus cumpleaños, la inauguración de la casa que no llegaron a pagar, el desahucio de la misma, una boda en la que empeñaron sus economías, tres embarazos ficticios, no recordaban cuantas rupturas con sus consiguientes reconciliaciones, siempre con la prensa presente.

Cobraron a la prensa por fotografiar entradas y salidas a hospitales a los que acudían por dolencias tan estrambóticas como imaginarias. Dinero fácil, sin más gasto que la propinilla al celador que les mostraba la puerta trasera.

Debían viajar a los lugares en los que los verdaderos famosos veraneaban, en esos viajes, con suerte, les salía lo comido por lo servido. El precio del viaje, el alojamiento y la manutención, no habían recepciones con croquetas y pinchos, les destrozaban el presupuesto.

Para compensar aceptaban todos los posados robados que les proponían. Afortunadamente el gusto del personal iba con su edad: al principio buscaban cuerpos jóvenes perfectos, como los de ellos, más tarde la experiencia en el posado dotó de picardía a la decrepitud de sus cuerpos y en la última etapa el morbo de muchos de sus seguidores por comprobar que ellos también habían llegado al arruinamiento físico hizo que se vendieran sus imágenes.

Vendieron las inspecciones que hacienda les giró, aunque las sanciones que motivaron les privaron del poco ahorro de su derrochadora existencia.

Durante años no hubo fiesta, sarao o inauguración que se preciara que no contara con su mercenaria presencia. Dinero de fácil entrada y salida.

Envejecieron sin saberlo. El minutero de la vida había pasado obre ellos sin que lo supieran. La vejez había llegado a escondidas, un día no pudieron hacer el amor y supieron que la decrepitud se había aposentado en ellos. Dejaron de ser imprescindibles en las fiestas. Sus fotos ya no eran robadas: eran rechazadas.

Imagen para una historia rosa

Meses sin que los periodistas, que antes los acosaban, se pararan ante su puerta. ¡Ojala siguieran acosándolos!

Ya no los llamaban para las inauguraciones y, cuando espontáneamente asistían a alguna, tenían problemas con los de seguridad.

Un nostálgico programa televisivo les llamó para gravar su vida en siete capítulos… grabaron cuatro… emitieron uno, sin audiencia y con malas criticas

Sucumbieron ante la intransigencia de una vejez que se vengaba de ellos por haberla ignorado. Quisieron vender su desgracia, pero a nadie le interesó.

Habían seguido juntos, pero no por amor, que en eso nunca entraron, sino porque les resultaba más económico.

Se habían emborrachado con una juventud pretendidamente eterna y cuando se agotó, habían intentado prolongarla ocultando los calendarios.

Quisieron volver a las edades que se habían saltado, por no haber sabido consumir los frutos de temporada, pero resultaban incoherentes en cualquier ambiente. Su imagen resultaba inadecuada allá donde se colocara.

Luchaban porque nadie les reconociera en el comedor de beneficencia.

Si en el metro alguien les dedicaba una sonrisa de reconocimiento esa noche soñaban ilusionados con la vuelta de las cámaras.

Cuando algún periodista conocido se cruzaba con ellos, desviaba la mirada o fingía no conocerlos, para no tener que escuchar sus fantasías.

Ya nadie compraba sus historias, ni siquiera las escuchaba; en alguna ocasión les invitaron a comer en lujosas residencias de la tercera edad, donde les incitaban a contar recuerdos escandalosos. Estos encuentros siempre acababan decepcionándolos al comprobar que los invitaban más por lo que contaban de verdaderos famosos, que por conocerlos a ellos. Aun así hablaban sin medida y vertían sus recuerdos y, cuando no los había, mentían. Al menos esos días se retiraban comidos, bebidos y con alguna caritativa propina.

Habían tratado de vender el divorcio que no podían sufragar y el cáncer que no pensaban contraer, pero nadie pujó.

Cuando aquella mañana sonó el teléfono, se miraron alborozados pensando que de nuevo los buscaban para algún programa de televisión. La decepción les hubiera hecho encanecer, si el tinte lo hubiera permitido. Les llamaban de la compañía del seguro de decesos, para comunicarles que llevan tres trimestres de retaso en el pago y conminarles para que en cuarenta y ocho horas se pusieran al corriente en los pagos, en caso contrario perderían sus derechos para el sepelio.

Ni la muerte se apiadaba de ellos.

Alberto Giménez Prieto

El portón

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