“Una gran revolución llamada vocación”
En Una gran revolución llamada vocación, Carmen Corral reflexiona sobre el sentido profundo del llamado de Dios en la vida moderna. Una mirada actual y luminosa sobre cómo la fe, el amor y la entrega siguen transformando corazones, inspirando a jóvenes y renovando el mundo.

Hace más de dos mil años, junto a un lago en Galilea, un hombre con unas sencillas palabras cambiaron el curso de la historia: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. No fueron pronunciadas a sabios, ni a poderosos, ni a grandes gobernantes. Jesús miró a hombres muy sencillos: pescadores, cobradores de impuestos, soñadores sin rumbo, etc., y los llamó por su nombre. Ellos no entendieron del todo lo que implicaba aquella llamada, pero dejaron las redes y le siguieron.
Así nacieron las primeras vocaciones cristianas: un grupo de jóvenes corrientes que, sin saberlo, se convertirían en los cimientos de la Iglesia. No hubo promesas de éxito ni de seguridad en aquel instante, solo una invitación a confiar. El camino de los apóstoles fue, como toda vocación, una escuela de amor y entrega. Aprendieron a renunciar, a servir, a caer y levantarse con más fuerza; a descubrir que seguir a Cristo no era un viaje cómodo, sino una misión que daba sentido a todo en sus vidas.
Pedro, con su carácter impulsivo; Juan, con su ternura; Tomás, con sus dudas… todos fueron moldeados por el encuentro con Jesús. Y todos, desde sus imperfecciones, demostraron que Dios no llama a los perfectos, sino que perfecciona a los llamados.
A veces pensamos que las vocaciones son cosa del pasado, reliquias de una Iglesia antigua, muy lejana y que se quedó tiempo atrás. Pero ese “Sígueme” sigue resonando hoy con la misma fuerza aunque no seamos conscientes de ello. Es una voz que no grita, pero que habla directamente al corazón, y que espera una respuesta libre. Quizás el problema esté en la idea de que Dios ya no llama, sino que nosotros hemos dejado de escuchar.
En una sociedad donde todo parece temporal, hablar de “vocación” suena casi contracultural. Muchos jóvenes de hoy no sabrían definirla, y menos aún identificarla en su propia vida. Sin embargo, la vocación no es un concepto antiguo, sino una necesidad profundamente humana conocida desde siglos atrás: la de encontrar sentido, propósito y una dirección clara para la vida.
La palabra viene del latín vocare, que significa “llamar”. En el corazón de cada persona resuena una llamada única, personal e irrepetible. No siempre se escucha con claridad, porque el ruido del mundo ahoga el silencio interior de cada persona, pero Dios sigue llamando y nunca se da por vencido. Y lo hace de muchas formas: a través de un encuentro con alguien, una inquietud, una simple palabra, una experiencia que deja huella en el corazón y nos conmueve….
La vocación no se reduce solo a la vida sacerdotal o religiosa —aunque esas sean expresiones maravillosas del seguimiento de Cristo y que nace del deseo de dar la vida entera por Dios y por los demás—, sino que abarca todas las formas de entrega y amor auténtico. Está la vocación al matrimonio, donde dos personas se prometen fidelidad y construyen una familia desde la fe; la vocación laical, que invita a ser testigos del Evangelio en medio del trabajo, los estudios, la amistad, entre otras muchas.
Pero en una época marcada por la inmediatez, la vocación exige algo que pocos se atreven a ofrecer: tiempo, confianza y escucha. No se puede discernir corriendo, ni decidir entre mil distracciones. Descubrir la propia vocación es detenerse y dejar que Dios nos hable directamente al corazón. Es preguntarse con honestidad: “¿Qué quieres de mí, Señor?”
Esa pregunta, sencilla y radical, puede transformar una vida. Porque la vocación no es una obligación, sino una invitación amorosa. Y quién se atreve a responder descubre que el plan de Dios no quita nada, sino que da ciento por uno como se explica en el evangelio de San Marcos.
Entre quienes han respondido a esa llamada está un joven seminarista de 26 años que prefiere mantener el anonimato. “Sentí el llamado al sacerdocio en el mejor momento de mi vida, cuando pensaba que estaba cumpliendo mi sueño de estudiar medicina”, cuenta. “El Señor cambió mis planes por completo” dice con alegría.
Reconoce que su verdadera felicidad, su plenitud y su realización como hombre era siendo cura. “A mí la vida y la felicidad del sacerdote de mi pueblo me cautivó”.
“Se mezclan muchos sentimientos, pero sobre todo paz. Fueron meses de decirle que no al Señor, de no creer que me estaba eligiendo a mí. Pero cuando di el paso de decir que sí sentí una felicidad inmensa, mucho entusiasmo de hacer lo que Dios me estaba pidiendo.” Pero también cuenta que sintió miedo de no ser capaz de darle al Señor todo lo que merece.
Hoy vive su formación con alegría y esperanza. “Si el Señor está conmigo, nada temo” dice mencionando un salmo. Le manda un mensaje claro a los jóvenes que están pensando en la vocación: “Es normal sentir miedo, porque lo hemos tenido todos, pero sí tienen esa inquietud en el corazón que no duden en decirle que sí a Cristo, Él lo da todo”.
A lo largo de los últimos pontificados, los Papas han hablado con claridad, ternura y firmeza sobre la importancia de las vocaciones. Cada uno, desde su tiempo y sensibilidad, han recordado que responder al llamado de Dios no es una pérdida, sino una gran plenitud.
San Juan Pablo II, defensor de los jóvenes, repetía que “la respuesta a la vocación sólo puede nacer de un amor profundo hacia Cristo”. Para él, toda vocación era una
historia de amor, no de obligación. En una época marcada por la búsqueda del éxito y la comodidad, su mensaje sigue siendo revolucionario: “la vida tiene sentido cuando se entrega al servicio de los demás”.
Benedicto XVI, con su serenidad intelectual, animaba a los jóvenes a “no temer una vocación religiosa”. Sabía que el miedo es uno de los grandes obstáculos del alma. “Las familias son el lugar donde nacen las vocaciones”, decía también, recordando que el primer seminario es el hogar, y que los padres son quienes enseñan a escuchar y confiar en Dios. Su voz sigue recordándonos que la vocación florece allí donde hay fe y testimonio.
El Papa Francisco, por su parte, ha querido acercar la vocación al terreno cotidiano. “Cada uno de nosotros brilla como una estrella en el corazón de Dios”, ha dicho, invitando a los jóvenes a descubrir su propio brillo en medio del mundo. “Donde Dios te envía, llévalo contigo: en tu oficina, en tu familia o en tu trabajo.”
Los tres, cada uno con su voz, coinciden en lo esencial: la vocación es una gran historia llamada al amor concreto y al servicio. Es la certeza de que Dios sigue contando con nosotros, incluso en medio de un mundo que a veces olvida lo eterno y lo que realmente le da sentido a nuestra vida.
Sus palabras son faros que iluminan la confusión actual en los jóvenes. Nos recuerdan que, pese al ruido, las dudas y la distancia espiritual, la Iglesia sigue viva porque hay corazones dispuestos a escuchar y responder. Y aunque las cifras disminuyen en algunos lugares, los Papas nos invitan a mirar con esperanza: “Dios sigue llamando, y cada “sí” —por pequeño que sea— sigue transformando el mundo”.
Hoy, más que nunca, es necesario que la sociedad valore y apoye todas las vocaciones, reconociendo en ellas una riqueza espiritual y humana que beneficia a todos. Las vocaciones son un tesoro que fortalece a la Iglesia y a la humanidad, y que cambiarán el futuro de nuestra historia como hicieron los apóstoles en su generación.

