UN DRAGÓN EN DECADENCIA
Afirmaba Nietzsche, seguramente a su pesar el filósofo más trascendente de los últimos dos siglos, que el combate más importante al que se veía abocado el ser humano era contra el dragón del “Tú debes”. Según el pensador alemán, los valores heredados del pasado en nuestra tradición cultural, religiosa y filosófica son en su práctica totalidad vacíos y engañosos, cuando no nocivos. La creencia en una verdad eterna accesible a la razón, la confianza en que existe una diferencia nítida entre lo bueno y lo malo y que nuestra obligación moral es buscar constantemente lo primero y alejarnos de lo segundo para dotar de sentido a nuestra existencia y, en caso de ser creyentes, lograr la salvación y la vida eterna (este es el pack completo), suponen cargas demasiado pesadas para nuestras escuálidas espaldas. La paradoja consiste en que la inmensa mayoría las porta con gusto en su supina ignorancia. Porque todo lo anterior se acaba plasmando en un sinfín de obligaciones que acatamos pero que destruyen nuestro ser originario. Demasiados “Tú debes” para un pobre simio parlante:
“¿Quién es el gran dragón, al que el espíritu no quiere seguir llamando señor ni dios? «Tú debes» se llama el gran dragón. Pero el espíritu del león dice «yo quiero».
«Tú debes» le cierra el paso, brilla como el oro, es un animal escamoso, y en cada una de sus escamas brilla áureamente «¡Tú debes!».
Valores milenarios brillan en esas escamas, y el más poderoso de todos los dragones habla así: «todos los valores de las cosas — brillan en mí».
«Todos los valores han sido ya creados, y yo soy todos los valores creados. ¡En verdad, no debe seguir habiendo ningún “Yo quiero!”» Así habla el dragón.”
Este hermoso fragmento del capítulo “De las tres transformaciones” de la obra “Así habló Zaratustra” nos muestra el camino a seguir: sustituir el “Tú debes” por el “Yo quiero”. Por la creación continua de una trayectoria personal en la vida libre del lastre de los caducados conceptos y valores del pasado. Una visión sin duda atractiva y posiblemente no exenta de razón, a pesar de que el propio Nietzsche menospreciara esta última.
Pudiera parecer en un principio que hoy en día la mayoría de los seres humanos han leído atentamente al creador del nihilismo y se han hecho eco de sus recomendaciones. El “Yo quiero” campa a sus anchas por doquier, desbocado y sin freno, tan imparable y omnipresente como el cambio climático cuyos efectos tan evidentes se hacen en este verano infernal (y no solo hablando en términos meteorológicos). El “Yo quiero”, en su forma más vulgar y primitiva, el egoísmo, se ha convertido en la moneda de cambio más extendida en nuestro mundo. Basta con echar un vistazo mínimamente crítico al tipo de vida que llevamos tanto en la esfera privada como en la pública para toparse con él a cada paso que damos. En un supermercado (¿recuerdan cuando al inicio de la pandemia se vaciaban de productos básicos de alimentación y de papel higiénico por el acopio de algunos?), en la jungla de asfalto (¿cuántas veces han pensado que es un milagro que se produzcan tan pocos accidentes cuando tantos conductores, viandantes y patineteros actúan como les da la gana sin pensar en el peligro que generan para los demás?), en las comunidades de vecinos (¿con cuántos vecinos morosos conviven, teniendo que pagar de su bolsillo la parte que ellos deben de los gastos comunitarios so pena de que les corten la electricidad o dejen de ofrecerle servicios básicos, y que sin embargo se dan el lujo de tener cochazos y pegarse unos viajes tremendos de los cuales presumen en redes sociales?), el debate —por no llamarlo competición de descalificaciones— político (donde cada vez más los partidos lanzan propuestas en base al rédito electoral que suponen les aportará en vez de hacerlo pensando en lo que sería mejor para todos. Un ejemplo de ello pueden ser las leyes educativas. Vamos para los cincuenta años de democracia y aún se espera que llegue algún fruto de un consenso mayoritario), por no hablar de la situación internacional. Si disfrutan de las historias de miedo, además de leer a Stephen King o a Cioran, escuchen cualquier noticiero de la televisión y se acercarán al paraíso del goce ilimitado. Y así en cualquier aspecto de nuestra vida en común en el que se paren a pensar. Retomando la cuestión, cuando Nietzsche defendía el “Yo quiero” como actitud vital se refería a uno mucho más esencial. Profundo. Liberador. Pero en sálvese quien pueda anterior nos hemos quedado.
Sí, ciertamente la conciencia social y el sentido del deber parecen estar en franca retirada. Cautivo y desarmado, el ejército de los deberes se recluye en sus cuarteles de invierno, sean cuales sean. En cambio, desatado y alentado por el capitalismo salvaje, el emperador “Yo quiero” más asequible a todos, el más básico, que no requiere de reflexión ninguna porque solo apela a la satisfacción de nuestros instintos más primarios, prolifera como especie invasora ahogando el frágil ecosistema humano. Por mucho que nos pueda desagradar, mantener un estado de bienestar y una sociedad tan compleja como la nuestra requiere la capacidad de entender y respetar algunas normas básicas, de reconocer al otro en su integridad. Requiere de esfuerzo. De sacrificio y renuncia. En la justa medida, sí. Buscando la máxima libertad para todos, cierto. Potenciando la individualidad y la realización personal, absolutamente de acuerdo, pero asumiendo que sin lo primero no puede existir lo segundo. O eso me parece. Al que se le ocurra una solución mejor, por favor, que salga del armario ya.
Utilicemos el recurso de la anáfora: Yo quiero un “Yo quiero” bien entendido. Quiero que lo que quiera también lo puedan querer los demás sin que eso suponga un combate a muerte sin normas en el cuadrilátero de la sociedad de consumo (una denominación acertadísima de la forma de vida que llevamos). Quiero querer un buen querer para todos. Con unos “Tú debes” mínimos, pero irrenunciables.
Posdata: lo crean o no, he escrito estas líneas tumbado bajo una sombrilla en una fantástica playa de Ibiza en pleno agosto, cerca del mediodía y rodeado de una gran cantidad de bañistas. La condición humana no me permite saber cuál es su “Yo quiero” particular, si se acerca más al de Nietzsche o a su versión más pedestre. Ni siquiera conozco el mío. Extraiga el lector de esta confesión la conclusión que prefiera. Por mi parte, solo me queda desear que hayan pasado un buen verano.
Javier Serra