TREN DE LLUVIA
Roberto acaba de subir al tren y recuerda cuando viajaba con su familia. Siempre se sentaban junto a la ventanilla en el vagón número 13 y oteaban como el paisaje se desplegaba ante su mirada. Preferían los días de lluvia para viajar. Cuando las gotas resbalaban por el vidrio, parecía una cortina a través de la cual todo se veía distinto, difuso. La lluvia parecía una ninfa que caía del cielo con un vestido de hada.
Dejaban atrás la estación de Málaga en el atardecer de un sábado de septiembre. El silbato del conductor cayendo al pozo gris de la noche. Era una noche de tormenta. Incluso los árboles se llenaron de lágrimas errantes. «La noche también tiene su encanto», pensaba; cuando la oscuridad es salpicada por brillantes puntos plateados que titilan en la lejanía. ¡Qué bonita era la lluvia! Comentaba su madre, «qué a la tierra nutre y salva, y por ello las flores y plantas su sed y fatigas calma». En la propia vida surgen tiempos nublados. Aquella mañana, sin ir más lejos, el cielo había amanecido como entramado de algodón, difuminado en tonalidades grises. El viento en cambio, parecía susurrar melodías de tormenta, pensaba en la melodía de Yanni. Daba la impresión que las nubes, se fundían con abrazos formando figuras.
Roberto se había levantado con entusiasmo buscando ese nuevo mar de experiencias, en el centro de la ciudad, probablemente esperando un día más largo. Sonaba la banda Municipal; a lo lejos se escuchan los golpes secos del arcabuz. Algunos miraban al cielo, otras los móviles. Las redes sociales avanzando noticias no deseadas, se atrevían a ser sibilas. Los hermanos de Roberto estaban felices con el pasacalle. Grupos de personas se agolpaban en la plaza de la Constitución mirando al alma y al cielo, intentando buscar alguna explicación del porqué de las nubes, se atrevían a esconder al sol. Un suave sirimiri contemplaba el ruedo de banderas, y minutos más tarde, condensadas gotas golpeaban el asfalto de la calle Larios. El algodón de las nubes, no había respetado la tregua imaginaria. La meteorología no era una ciencia exacta, el hombre del tiempo se volvió a afeitar el bigote al día siguiente.
Cuando Roberto y su familia se dirigían a la estación jarreaba. Solían tomar el tren con destino a la estación de Atocha de Madrid. Levantó la ventanilla, para que entrase un poco de aire fresco. Pasó la palma de la mano, dibujaba un círculo e intentaba desempañar el vidrio: hizo vapor con su aliento para garabatear el nombre de su hermana pequeña. La estación hervía de gente, de actividad, de movimiento. Era como el incansable corazón que bombeaba sangre a todo el resto del cuerpo. Aguardaban cada día la llegada del AVE que les traía el diario, las cartas ansiosamente esperadas, las encomiendas de Madrid, la gente que venía a hacer negocios a la ciudad. En una palabra, la vida. Era una vida tranquila, un momento en el que todos eran felices.
Final del formulario
Ahora Roberto viaja solo un día cualquiera. Se vuelve a sentar junto a la ventanilla del tren en el vagón número 13. En el mismo lugar de siempre, para mirar como el paisaje se despliega ante su vista. Rememora otra mañana de sábado con lluvia: las gotas recorrían su frente tras resbalar de su pelo pelirrojo, hasta alcanzar ese tórrido escote y morir en sus cráteres de su compañera de trabajo. Se secaron la lluvia bajo unas sábanas de raso, envueltos en la melodía del agua contra los cristales. Solo le quedaba buscar una coartada para evitar las sospechas y preguntas de su mujer. En su móvil, guardaba fotos de comidas y cenas de trabajo… Finalmente se decantó por una foto interior de la oficina, y le añadió el texto: «finalizando tareas de un aburrido sábado», justo antes de enviarla a su mujer. Inmediatamente, borró la imagen para no volver a utilizarla en el futuro.
Al llegar a su casa, la encontró vacía. Su esposa no respondía a llamadas ni mensajes. Ni una nota, ni una pista… salvo el ordenador encendido. Desbloqueó la pantalla, y apareció la foto que le había enviado a su móvil. A esa escala, se apreciaban mejor los detalles: papeles ordenados sobre la mesa, un teléfono, bolígrafos… y en la esquina superior derecha de la imagen…Al ampliar la foto, en esa zona se distinguía una mínima fracción de una pequeña ventana. Mostrando un cielo azul despejado, ajeno a la belleza de la lluvia que había empapado el día sin conceder un respiro.
Siempre había amado la lluvia. Hasta ese maldito sábado en que le costó un divorcio.
Cuando Roberto cumplió los cuarenta seguía viajando en tren. Mientras oteaba los pastizales que ocultaban las vías comenzó a llover. Rememoraba cuando iba con sus amigos a jugar en los vagones abandonados, llevando un poco de vida. Esperaba en vano que un día pudiese ir lejos en busca de un futuro mejor. Ahora en el presente el andén desolado, habitado por fantasmas que se han negado a partir. El flujo vital que proviene de su red de numerosos afluentes se cortó hace poco. «No es rentable», dijeron algunos; mientras otros observábamos con horror cuales serían las inevitables consecuencias de tal despropósito. En una palabra, la muerte.
Ana María López Expósito