TRANSPARENTE
Se desplazaba silente e ignorado entre los demás invitados, como si de un espectro se tratara, de un salón a otro y así hasta que llegó al último, desde allí tras un par extravíos por los intricados corredores de la vieja mansión llegó a la puerta de lo que suponía que era la biblioteca, la abrió y sorprendió a Victoria e Ismael retozando desnudos, sobre una soberbia chaise longue victoriana. Era el gabinete para fumadores.
Tras un primer sobresalto, los fornicadores, sin tratar de cubrir sus cuerpos y sin mostrar turbación, tan solo algo de fastidio.
—Ah eres tú… Ya ves… Si no te importa… estábamos ocupados.
Jacinto asintió, se disculpó profusamente y cuando cerró la puerta los amantes ya habían retornado al empeño que les ocupaba, sin fijarse que Jacinto seguía con sus excusas.
Abrió la siguiente puerta y al igual que había sucedido al abrir la anterior apreció un repentino, aunque breve, revuelo. Dos rostros alarmados se habían vuelto hacia él desde la mesa central de la biblioteca. Eran Jaime y Pedro que, sobre el tablero, se preparaban una de sus rayitas. La sorpresa apenas subsistió un instante, hasta comprobar que quien les había interrumpido era Jacinto, y al verle solo reanudaron lo que estaban haciendo sin más comentario que:
—Joder Jacinto que susto me has dado, creía que entraba alguien…
Jacinto se dirigió a uno de los anaqueles, curioseó los lomos de los libros, mientras los muchachos seguían empolvándose el interior de la nariz sin que su presencia perturbara sus inhalaciones que prosiguieron hasta que no quedó ni una partícula de aquel polvillo blanco, después salieron de la biblioteca sin despedirse de Jacinto.
Este se decantó por un grueso tomo de ornitología plagado de imágenes, con él se trasladó a una mesa, se acomodó y empezó a observar las coloristas láminas.
Al poco la puerta se abrió de nuevo, eran dos desconocidos, que al verlo, se quedaron paralizados en el umbral, hasta que quien los seguía, que resultó ser el alcalde, al reconocer a Jacinto, les pidió que entraran.
—Pasad, pasad, es Jacinto, con el no hay problema, hablad en confianza: es como si no hubiera nadie. ¿Verdad Jacinto?
Aunque Jacinto respondió educadamente, los recién llegados no llegaron a escucharlo, ya estaban a lo suyo, aunque él tampoco hizo ningún esfuerzo para que lo oyeran, estaba acostumbrado a pasar desapercibido.
Mientras Jacinto se deleitaba contemplando el moño amarillo de la blanca cacatúa galerita, el atractivo colorido de los tucanes o el llamativo pico de los frailecillos atlánticos… le gustaba fijarse en todos esos detalles, los recién llegados, sin bajar su potencia acústica discutieron y al fin acordaron como recompensarían al edil por las próximas recalificaciones urbanísticas que les había prometido.
Ni siquiera advirtieron el momento en qué Jacinto, después de retornar el libro a su lugar, se despidió de ellos, especialmente del alcalde, al que le unía lazos de parentesco y abandonó la biblioteca.
En el pasillo se cruzó con un sobrino suyo, que pasó tan cerca de él, que poco faltó para que lo arrollara, pero que no percibió la presencia de su tío.
Jacinto volvió a los salones en que transcurría el grueso de la fiesta, el barullo que él había rehuido, buscó a su esposa y tras un par de infructuosos recorridos por las estancias, al no hallarla, decidió preguntar por ella a alguno de sus conocidos, aunque primero hubo de esforzarse en que repararan en él, lo que no le resultó sencillo. A la tercera persona que logró que le viera y detuviera su paso, le preguntó, el interrogado le respondió que su mujer, como se aburría en la fiesta y al día siguiente debía madrugar, había decidido irse a casa.
— ¿Estás seguro?
—Por supuesto, yo mismo la acompañé hasta el coche. Parecía preocupada: estaba segura que se olvidaba de algo y, por muchas vueltas que le dio al asunto, no consiguió recordar de qué se trataba. Se fue sin recordarlo. ¿Habréis venido en dos coches?
– ¿Eh?… Ah sí, por supuesto… —respondió Jacinto y cuando se quedó solo se dispuso a llamar un taxi.
Alberto Giménez Prieto