SUCEDERÁ LA FLOR de Jesús Montiel. Editorial Pre-textos. Con un prólogo de Erika Martínez, una nota introductoria del autor, siete capítulos y una nota final. Todo en 55 páginas.
No me gusta repetirme en cuanto autores se refiere, y aunque cada libro es un mundo por descubrir, que ofrece una nueva visión del mismo autor, yo, un simple lector que comparte lo que opina a pesar del riesgo que esto supone, he decidido gracias a la impresión causada de este libro-relicario saltarme la norma autoimpuesta y volver a escribir sobre Jesús Montiel y “Sucederá la flor”, esta hermosa maceta de letras con semillas de petunia.
No es esta –mi opinión- una hermenéutica, pero sí podemos afirmar que los textos de Jesús Montiel tienen algo de sagrado. Dice Jorge Luis Borges que “todo libro es sagrado, si da con el lector para quien fue escrito”. Y acudo a esta cita no tanto por la parte de lector estremecido con la lectura –que también-, sino expresamente por la parte sagrada y ascética que rezuma “Sucederá la flor”, de Jesús Montiel. En él, el autor, como si fuera el último superviviente del Génesis, da testimonio de Dios con su mirada al hijo, una mirada que se envuelve en la fe para hallar sentido a lo inexplicable: al dolor más grande de todos los posibles. Dios hizo al hombre para que cuidara de este maravilloso mundo, ya desde entonces quizá Dios había pensado en Jesús Montiel para que se fundiera con la naturaleza en sí, con la humana y con la divina (en un misterio trinitario que tiene el libro, de padre, hijo y espíritu lector). Así lo manifiesta su obra literaria y su misión recibida como un Abraham que recibe el mandato del sacrificio de Isaac, vía de santidad y entrega para luego asumir la de creced y multiplicaos como granos de arena o como palabras. “Un niño enfermo es un libro escrito por Dios con la tinta sagrada del sufrimiento en el dialecto de un amor que no se inquieta ni exige explicaciones” –escribe en la página 40. Eso es este libro, una zarza ardiendo para el cordero del holocausto que es nuestro corazón de lectores.
Erika Martínez nos advierte en el prólogo que es un “libro de sustrato autobiográfico educado en la grandeza lírica de Christian Bobin, en su prosa fragmentaria, su reflexión moral y su tensión metafórica. Nadie sale indemne de aquí”; pero yo matizaría que simplemente no se sale, una vez leído permaneces allí para la eternidad lectora, porque es un libro cuyo eco retumba en tu interior con la gran persistencia que da el dolor. Sigue añadiendo Erika Martínez que “este libro trabaja con los límites de la palabra, con la potencia insurreccional de los silencios” o “aquí se abre paso una verdad. Y lo hace desde una fe despojada en la vida y la palabra”. Breve en cuanto a número de páginas se refiere, pero largo en pensamientos y reflexiones que provoca, es un libro que acompaña. Un auténtico viaje por las emociones de un escritor que ve más allá de lo e-vidente, justo al otro lado de los cauces que dictan los sentidos porque… “la enfermedad nunca avisa de su llegada” y “la inteligencia no la comprende”. El título ya te predispone para una pretensión, para un deseo, para una premonición, como aperitivo del optimismo que espera a pesar de la incertidumbre. Un canto a la esperanza, un camino espiritual, sobre todo, contemplativo y existencial que eleva la mirada del hijo al centro de lo verdaderamente importante. En uno u otro sentido las opiniones se expanden como el eco, efecto mariposa que avanza como un tsunami por boca de la prologuista hasta el último lector, una especie de hilo conductor de alta conductividad, tipo fibra óptica o esperanza, como es el dolor y como es el amor.
Me sorprende gratamente esa habilidad de Jesús al tratar la ciencia con ese don espiritual que su fe insufla en esos momentos lingüístico-ascéticos, “todos sus saberes ceden como una bolsa de plástico cuando tiene un peso superior a su resistencia” –que dice en la página 14. Espiritualidad y cotidianidad para conseguir el milagro de la gran literatura, ese es Jesús Montiel, un mago de la escritura, un mago que intercala entre lo particular una radiografía de lo colectivo, esbozando un cuadro casi costumbrista de una realidad difícil que él hace respirable con sus palabras, y de crítica social: “Conozco a muchos hombres con fiebre que están enfermos… Bajo su aspecto, el gusano del dinero va royendo su corazón”-denuncia en la página 15. Y luego están esos quiebros visionarios que te sacan de quicio y te dejan en trance, y que tan bien narra el autor: “Más tarde, cuando volvimos a la calle cogidos de la mano, el mundo olía a pan recién hecho…”-huele en la página 15. Hay momentos en que las lágrimas acompañan la lectura, y la risa y el amor, y la comprensión y la vida, porque la prosa poética de Jesús Montiel si es algo, ante todo, es transcendencia, vida y fe que “nos afecta sobremanera”. Visionario y profético en muchas ocasiones dice Jesús: “Sobre nosotros el cielo era una silla desocupada”, en la que te derrumbas completamente cuando lees “Érase una vez un niño enseñando a su padre a nacer” –de la página 19. Dolor que se vuelve cordón umbilical (de renglones) que une de padre a padre, entre lector y autor, porque sabes lo que duele un hijo.
Libro polifónico, en el que se van sucediendo y a veces solapando una en la otra, la voz del autor con la voz interior del lector. Un libro valiente, optimista y sabio que nos da una lección de vida y que nos marca el rumbo a seguir: “la sonrisa es contagiosa, pandémica, por muy gris que sea el día” –comparte con nosotros en la página 42. Porque “la vida es un paréntesis entre dos vuelos”, igual que “Sucederá la flor”, que es un milagro escrito entre dos conciencias, la del autor y la del lector, y cuyo vértice de salvación es el amor a través de la enfermedad. Al escribir este libro Jesús Montiel nos da los veinte céntimos que nos faltan para ser felices y mirar la vida con otros ojos, con otra escala de valores, transformando nuestros latidos en villancicos, en alborozo de palabras y sonrisas. Y es que sólo imaginar a “un niño calvo y su padre mirando sin prisa el descenso de la nieve”, a través de una ventana de hospital, hace que el invierno entero circule por nuestras venas rumbo a la lágrima mortal del miedo.
Tras sus renglones se vislumbra a un poeta filósofo y también teólogo, que hace de la fe una esperanza eterna de sublimación literaria. Su escritura no es una estafa, es la misma vida, una liberación. “La enfermedad pone el tiempo patas arriba” –dice en la página 27, con ese tono senequista y aforístico que Jesús Montiel esgrime en muchas ocasiones, que escribe con la contundencia de quien lo ha vivido en primera persona. “Sucederá la flor” es un libro tan sapiencial que me ha provocado una catarsis en la relación con mi hijo y los avatares de la vida cotidiana que tanto nos ciegan y nos apartan de la verdad, y en la visión de nuestra relación con el tiempo. “Sólo los tontos, los santos, los locos y los niños danzan en los salones del ahora” –revela en la página 28, o “ven en una cosa más cosas”. Y durante su lectura muchas veces necesitas echar mano del silencio porque “la habitación se vuelve irrespirable con tantas palabras”. Porque hace del dolor un gran maestro, el único mesías: “yo pongo mi dolor a mi lado y hablo con él todos los días” –nos confiesa en la página 22. Jesús Montiel, aunque resulte paradójico, “encuentra en el dolor… motivos de alabanza. El dolor (le) ha dado el canto”, el hermoso canto de un registro literario único y especial.
El mayor recurso literario de este libro es que ha elevado una experiencia vital a rango de oración casi mística, con un lenguaje sencillo y unas vivencias cotidianas, convirtiéndose así Jesús Montiel en una especie de escultor mágico al estilo de Alexander Milov y su escultura Amor. Como éste, Jesús ha sabido transmitir la fuerza interior del ser humano: su amor, su fe y su esperanza convertidas en “llave maestra de todos los sufrimientos” –página23.
Nos va dejando noqueados con frases que no envidian nada al más sublime de los aforismos como “El chupete es un asidero, infunde seguridad al niño, es un pecho portátil” –página22-, y al decirlo, la realidad ya es otra para siempre. Jesús es un hombre religioso que, con pinceladas inesperadas pero certeras, expande la fe por sus escritos: “tuviste que abandonar el báculo de tu chupete”, erigiendo así a su hijo con la mismísima autoridad de un obispo que hace doctrina con su enfermedad, como el guía espiritual más elevado de la fe cristiana, porque de la noche a la mañana su hijo se convirtió en la prueba más irrefutable de Dios, en santo testimonio que “encendía la habitación con su sonrisa” –manifiesta en la página 23. “Sucederá la flor” es una oración, sin duda, una oración literaria, pero una oración que navega también por las aguas de la teología de lo cotidiano, porque al niño enfermo “lo mecen las oraciones que sus padres… pronuncian en silencio”. Y por el arte de la ciencia infusa convierte la esperanza en la clave de toda teología, de toda fe, de todo proyecto literario, uniendo hijo y literatura en una misma alabanza. Literatura que se hace confidencia y confesión que absuelve y eleva, atribuyéndonos a los lectores el papel de confesores; aunque nuestra absolución valga poco ante los ojos del alma que vibra en la fe, como verdadera quimioterapia que salva a la literatura. Porque “el amor es la medicina” –nos dice en la página 24, y yo doy fe también de ello. Jesús Montiel además de poeta también es un predicador, un gran predicador “que sabe abrirse para rezar” con su ser de poeta. La intertextualidad del libro con la Biblia es una constante, “Ananías, Azarías y Misael” –página 24- que nos lleva al horno ardiente que es en lo que se ha convertido “Sucederá la flor”. Su prosa suena como un salmo, porque en su pluma “el salmo del amor sofoca todos los infiernos”. Y es que la fe, en su obra está presente; aunque no esté de moda y así lo salmodia.
Su lectura desprende un aroma auténtico y verídico, autobiográfico y de testimonio que te abre de par en par las puertas de un corazón, el suyo, el de Jesús Montiel, un corazón que parece el de “un Dios con la estatura de un niño de tres años” –exclama en la página 31. Un libro didáctico y hasta filosófico en el que la sabiduría que da el dolor y el sufrimiento se comparte para hacernos testigos de otras realidades paralelas que vivimos. “Cada segundo no amado es más invierno, el frío intensifica su influencia, hay menos árboles, se mueren más mirlos” –dice en la 36. Un libro menudo como grano de mostaza que atrapa lo imprescindible porque como dice en la página 37 “los poetas y los niños sois capaces de nombrar las cosas con un vocabulario insuficiente”. Su escritura es un rezo. “Sólo los niños, los tontos, los santos y los locos lográis vivir sin asomaros al futuro”.
La enfermedad, ese caballo de Troya del que se sirve Dios para vencernos en muchas ocasiones, ha servido también a Jesús Montiel, que la percibe como un regalo o una oportunidad, para inocularnos un ejército de palabras salvadoras que nos rediman con su aliento de padre entregado al hijo, y por extensión, de autor entregado a los lectores, a los que también nos acoge en alguna medida como hijos. Palabras que “testimonian lo invisible” y nos dejan vulnerables e indefensos al amor que rezuma “Sucederá la flor”. Espiritualidad pura que nos sublima, su lectura. “Cuando muere un ser querido se nos aparece el fantasma más o menos grande de su amor” –reza en la página 50. Igualmente, cuando se acaba la lectura de un librito que atrapa como éste, se nos aparece también el fantasma de su autor, un ser que ve y siente en lo sencillo la grandeza de Dios, la verdadera importancia de la vida. “Yo he tirado un poco de ese viernes con árboles y mucho frío y mira: se ha construido solo este libro que ya es como una casa en la que vivimos” –advierte en la página 51, y tirando de ese mismo hilo podemos afirmar también que nos ha construido un hogar a todos sus lectores, un refugio de alta montaña y de alta literatura al que siempre poder volver, ya que este libro-hijo es “una flor perfecta con aroma de resucitado”.
Custodio Tejada
Opiniones de lector
12 de mayo de 2018