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Está cayendo la tarde después de un caluroso día de verano. De este tórrido verano que estamos padeciendo este año en que las “olas” de calor se suceden una tras otra inmisericordes… 40º… 41º… 42º…

          Me asomo a la terraza porque me gustan los atardeceres de estío -tengo bonitas fotos hechas por mí- cuando el Sol, cansado de todo un día de recorrido, se esconde por el horizonte. Un Sol que implacable ha enviado sus rayos sobre la ciudad demostrando su fuerza y poder.

          El cielo, antes azul, se va tornando en tonos rojos, naranjas, dorados… hasta que las negras sombras, venciendo a todos ellos, lo envuelven y reina la noche con su diosa Selene que, suspirando por su amado Sol, recorre el cielo solitaria inútilmente tras él.

          ¡Pobre Luna! Y encima le dan fama de casquivana.

CABELLERA LUNAR

 

Sus cósmicas guedejas

alumbran en la noche el firmamento.

Larga cabellera peina la luna

ante su blanco tocador de nubes.

Una estrella pequeña de mil puntas

con mimo alisa sus doradas ondas

que, extendidas por el firmamento,

semejan serpentinas en el cielo.

Con un haz de pequeños luceros

compone habilidosa una diadema

que resalta la belleza de su pelo.

Quiere sentirse hermosa porque al crepúsculo

un nuevo galán la espera enamorado.

La Dama de la noche, acicalada

y seguida de infinitas luminarias

que alumbran su estelar camino,

pese a sus muchos años, ilusionada

como una adolescente ante un primer romance,

sale al encuentro de su nuevo amante.

          Hora mágica. Tranquilidad. Paz. Silencio… Invadida de esta languidez estival, no está mi espíritu para sesudas biografías de importantes personajes, sus vidas, obras y milagros… Así, que he elegido este relato de verano que espero os distraiga un rato mientras lo leéis. Tiene su poquito de misterio, como casi todos mis relatos, y un final inesperado. Allá va, pues

SU MILAGRO DE AMOR

milagro de amor

          Necesitaba esos días de descanso estival. Relajarse del estrés padecido durante aquella intensa campaña dedicada por completo a su tienda de modas y al desfile de modelos previo a la próxima temporada otoño-invierno que con tanto éxito había presentado.

          Era una prestigiosa diseñadora, afamada dentro y fuera de su ciudad. Su ropa, prêt a porter, sencilla a la vez que elegante, tenía un toque de originalidad y gozaba del favor del público femenino, a la que era destinada, por ser modelos adaptados a todo tipo de mujeres, muy llevaderos, con los que cualquiera de ellas se podía encontrar a gusto y favorecida, que era el fin que se había propuesto. Huir de diseños alambicados, las más de las veces poco ponibles, para acabar siendo colgados en el fondo del armario por su escasa utilidad práctica.

          Empezó abriendo una pequeña boutique y, poco a poco, con su esfuerzo y trabajo, restándole horas al sueño y ahorrando centavo a centavo, logró prosperar y ampliar el negocio hasta convertirlo en una moderna y elegante tienda de modas y hacerse de una buena clientela que le permitía una holgada situación económica. De hecho, su último capricho había sido la adquisición de una valiosa gargantilla de diamantes que adquirió a buen precio en una subasta.

          Sentimentalmente las cosas no le habían ido tan bien. Su matrimonio, después de tantos años unidos, había fracasado y como dos seres civilizados decidieron separarse. Él había rehecho su vida uniéndose a una chica mucho más joven. ¡Qué locura! Pensó. Casi podía ser su hija. Por su mente jamás pasaría la idea de formar pareja con un hombre más joven que ella. Por el contrario, llenaba su vida diseñando esa ropa que, embelleciendo a las demás mujeres, contribuía a hacerlas felices y en esa felicidad basaba la suya. No sentía ningún deseo, por tanto, de conocer un nuevo amor, cifrada ya la edad de cincuenta años y con algunos kilos de más. Su rostro aún era agraciado aunque marcado por algunas arrugas, fruto más que de los años, de los sinsabores pasados. Cuando se miraba al espejo pensaba que podía haberse hecho alguna operación de estética que mejorara su aspecto pero al momento desechaba esa idea. No le preocupaban demasiado sus “rasgos de expresión” ya que tenía otras cosas en qué pensar y otros problemas que solucionar.

          Lucía, después de consultar por internet algunos balnearios, decidió elegir aquel que le pareció más idóneo para descansar ese verano y olvidarse unos días de su ajetreada vida para, una vez recuperadas las fuerzas, tornar con nuevas energías a la vorágine de su mundo de mujer luchadora en que el destino la había convertido.

          Y sí, había acertado en la elección pues aquel Centro contaba con unas modernas instalaciones en las que podía disfrutar de piscinas al aire libre, con aguas termales y medicinales -muy apropiadas para su piel-, admirando al mismo tiempo un maravilloso paisaje aún nevado que a lo lejos se divisaba. Otra piscina, esta cubierta con techo de cristal, desde donde se podía ver la nieve caer en épocas de invierno mientras disfrutabas de un relajante baño de agua caliente. Cascadas, baño de burbujas con masaje sedante, sauna cubierta con una original bóveda de estrellas semejando al cielo…  todo dispuesto para encontrar en aquel lugar el relax y bienestar dentro de un enclave privilegiado pues, incluso, los alrededores eran de una gran belleza. Parajes maravillosos poblados de vegetación y un lago termal a una temperatura constante. Un auténtico paraíso terrenal.

          Y por si esto no fuera suficiente, unido a los tratamientos adecuados a cada huésped del balneario, podían recibir sesiones de masaje que a ella, particularmente, la dejaban por completo relajada, casi adormecida, pues las manos expertas de aquel masajista obraban milagros aun en los pacientes más nerviosos.

          Era un chico muy joven, de poco más de veinte años, de tez bronceada, cuerpo atlético, pelo negro y ensortijado y unos ojos de mirada ardiente. Lo que se dice un latin lover. A estos encantos físicos unía una simpatía arrolladora con lo cual caía bien a todos los que solicitaban sus servicios, especialmente a señoras por lo general entradas en años.

          Lucía, una vez acabado su tratamiento personalizado, se dirigía cada día a la sala de masajes con objeto de completar dicho tratamiento que tanto bienestar le producía. Allí, sintiendo sobre su piel el suave masaje que aquel muchacho, con sus manos grandes y firmes, le iba dando a lo largo de todo su cuerpo, lo recibía casi como una caricia y, a veces, notaba que toda ella se estremecía bajo su influjo.

          Trataba de que él no se diese cuenta pero para un experto masajista, aquello no le pasaba desapercibido. Conocía las reacciones de sus pacientes y su sentir tanto como sus cuerpos.

          Los días transcurrían plácidos en aquel pequeño paraíso apartado del mundo en el que Lucía había encontrado el bienestar para su cuerpo mientras su espíritu, olvidados los problemas cotidianos, se hallaba casi sumido en el nirvana. Todos los días esperaba con ilusión, diría que con ansiedad, la hora en que debía acudir a su diaria sesión de masaje temiendo… sí, a su pesar tenía que reconocerlo, que el masajista se diese cuenta de que se había enamorado perdidamente de él. ¿Cómo podía haberle ocurrido eso a ella,  que jamás había vuelto a pensar en ningún otro hombre, enamorarse de aquel chico que podía ser hijo suyo?

          Cada día se hacía el firme propósito de no acudir a la cita para recibir la sesión de masajes… pero, atraída como las mariposas a la luz por aquel muchacho, se presentaba puntual a la hora y dócil se sometía a las caricias, pues así las sentía, que aquellas manos le prodigaban.

          Una tarde, en que asomada a una de las amplias terrazas contemplaba el vasto paisaje que ante su vista se extendía, mientras el sol en su ocaso lo teñía todo con reflejos rojizos, advirtió que alguien se acercaba y, sobresaltada, reconoció la voz del hombre del cual se había enamorado.

          –Buenas tardes, Lucía. ¿Contemplando un romántico atardecer?- comentó, mientras con paso elástico se acercaba a ella y en su rostro se dibujaba una amplia sonrisa de dientes perfectos.

          -¿Te importa que comparta contigo esta hermosa puesta de sol y estos instantes maravillosos?

          Sin darle tiempo a reaccionar, prosiguió.

          -Estás muy hermosa en esta hora del crepúsculo. Tus mejillas reflejan los últimos rayos del sol y tus ojos parecen brillar como los incipientes luceros que asoman ya por el firmamento. Como los brillantes de esta joya que luces en tu cuello que, ante tu mirada, palidecen.

          Lucía escuchaba embelesada, como si fuese una adolescente en su primera cita de amor, aquellas palabras que a ella le sonaban sinceras en boca de aquel muchacho que, por otro lado, se le antojaba también algo ingenuo. ¡Hacía tanto tiempo que no le hablaban así, que se sintió halagada y prendida en la tela de araña que aquel desconocido le estaba tendiendo.

          Y siguió hablando y hablando mil ternezas, ensueños, promesas, paraísos para vivir los dos… y finalmente, le habló de amor. Sin oponer resistencia alguna, se vio entre sus brazos mientras él la besaba apasionadamente y ella, sumida en su otoñal sueño, le correspondía una y otra vez.

          El sol se perdió por el horizonte y la noche, al llegar, contempló una pareja de enamorados prodigándose caricias.

          Mansamente se dejó conducir a su habitación. ¿Por qué no? Era una mujer libre y enamorada dispuesta a vivir su noche de amor. Olvidó que su rostro estaba surcado de arrugas y que su cuerpo había perdido la turgencia de la juventud. Solo pensaba que él también se había enamorado de ella y que la deseaba tanto como ella a él. ¿Qué importaba el mundo y la diferencia de edad fuera de ellos dos y su amor?

          No sin cierto apuro, se despojó de la ropa, dejó la valiosa gargantilla en la mesita de noche y desnuda, ante el espejo, contemplaba su imagen de mujer otoñal… Y ¡como un milagro de amor!, el espejo le devolvió un rostro con la tersura de la juventud. Y su cuerpo flácido se tornó turgente y perfectamente moldeado como años atrás cuando era joven.

          ¡Sí, era su milagro de amor! Del amor que todo lo puede y había hecho que ella volviese a recuperar su perdida juventud para ofrecérsela esa noche al hombre que amaba.

          Radiante de felicidad por el milagro obrado en ella gracias al amor, se abrazó a su amado y envuelta en un mundo onírico vivió una noche de pasión como jamás la había sentido. Joven, bella y enamorada entre los brazos de aquel hombre que también la amaba, se sentía la mujer más dichosa del mundo.

          -¡Te amo, Lucía! -en su embeleso, escuchaba las palabras que él le susurraba una y otra vez con acento de pasión.

          -Amo tu belleza, tu cuerpo, tu juventud… Esa juventud que, por aquel milagro de amor, había recuperado. Sí, había vuelto a ser hermosa y deseada por ese hombre que la colmó de dicha aquella noche de locura.

          Amaneció una mañana radiante y los primeros rayos de sol despertaron a una mujer enamorada, plena de felicidad. ¡Qué bella podía ser la vida! ¿Cómo era posible que todos esos años hubiese permanecido en el ostracismo sin sentir el gozo del amor? Ahora se le ofrecía plenamente en copa de oro y estaba dispuesta a apurar hasta la última gota de aquel exquisito elixir, aquel elixir d´amore que el destino, por fin generoso con ella, le había brindado poniendo aquel hombre, casi un efebo, en su camino.

         Extendió el brazo sobre la cama tratando de alcanzarlo… pero el sitio que él debía ocupar lo halló vacío. Extrañada, pensó que habría salido a la terraza de la habitación para contemplar el amanecer y, diligente, de un salto, se asomó a la misma, comprobando con cierta decepción que allí tampoco estaba. ¿Dónde podría haber ido? ¿Quizá necesitaba pasear de buena mañana por los alrededores mientras aclaraba sus pensamientos con respecto al futuro entre los dos?

          Decidió esperarlo y una vez reconfortada con una tibia ducha, se vistió eligiendo coqueta un favorecedor conjunto. Quería estar guapa para él y, aunque no era el momento apropiado del día, también se adornaría con la gargantilla de diamantes cuyo brillo había comparado con sus ojos la noche anterior. Se dirigió, pues, a la mesita de noche para ponérselo y… ¡Horror! ¡Había desaparecido! Y ella lo había dejado allí, sobre la pequeña bandeja de cristal, estaba segura.

          Quedó paralizada y sin saber qué hacer. Su cabeza era un caos. En su mente bullían mil ideas a cual más disparatadas. Y de pronto, la luz se hizo en su cerebro… pero su corazón quedó roto. ¡Era un ladrón! Aquel hombre del que se había enamorado y que fingió amarla era ¡un vulgar ladrón! Un delincuente embaucador que se aprovechaba de sus encantos físicos y su simpatía para, gran conocedor del alma femenina de señoras en edad otoñal y necesitadas de afecto, engañarlas, como lo había hecho con ella, y después de una noche de amor y mil promesas, las despojaba de sus joyas, huyendo luego cobardemente hacia otro Centro donde no lo conocieran para repetir una y otra vez su fechoría.

          Lucía, deshecha en llanto, cayó desplomada sobre la cama. Adiós sueños forjados. Adiós paraísos de amor. Adiós a esa nueva vida plena de felicidad que el destino le había deparado para luego dejarla con la hiel en los labios. Adiós a su amor otoñal.

          De pronto, recordó. Ella aún debía conservar su apariencia de juventud reflejada la noche anterior en el espejo. ¡El espejo! De un impulso se levantó dirigiéndose hacia el mismo, ansiosa por contemplar su imagen y comprobar que su milagro de amor, fallido amor, aún permanecía intacto sobre su persona.

          Y a la cruel luz que penetraba a raudales a través del ventanal, al mirarse en el frío cristal del espejo vio con horror que este le devolvía la imagen de una mujer terriblemente avejentada, con un rictus de amargura en la boca, profundas ojeras alrededor de los ojos, marcadas arrugas y un cuerpo, más que flácido, derrotado por la vida. Su milagro de amor se había desvanecido como sus ilusiones. Todo fue un espejismo fruto de su imaginación. El deseo vehemente de recobrar la juventud perdida. ¡No hubo tal milagro de amor! ¡Solo fue un espejismo!

          Lucía, como un autómata, se dirigió al mostrador de recepción para abonar la factura de su estancia en el Balneario.

          -¿Lo ha pasado bien la señora? ¿Ha quedado satisfecha de nuestros servicios? preguntó con amabilidad el recepcionista-. Espero que no le haya causado mala impresión el desgraciado suceso ocurrido esta madrugada.

          Ante el gesto de extrañeza de Lucía, el eficiente recepcionista continuó decidido a darle amplia información sobre el caso.

          -Verá, señora, resulta que el masajista que prestaba sus servicios en nuestro Centro, hoy muy de mañana, salió de aquí en su coche, no sabemos el motivo aún, con tan mala fortuna que en una de las curvas, se supone que debía conducir a gran velocidad, ha volcado y lo han encontrado ya en estado agonizante. Dicen que antes de morir, repetía una y otra vez, sosteniendo una valiosa gargantilla de diamantes en la mano: ¡Lucía! ¡Lucía!

 

Vuestra amiga Carmen Carrasco

 

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