SU MÁS HERMOSA NAVIDAD

Aquel anciano, sentado solitario en un banco del hermoso y emblemático parque “Federico García Lorca”, construido sobre la casa donde vivió el poeta, gloria de Granada, contemplaba embelesado la hermosa naturaleza que le rodeaba acariciando sus sentidos. Fragantes plantas, olorosas flores, buganvillas trepando por las pérgolas y un cielo azul como sus ojos ya cansados. Cansados, al igual que su vida que caminaba paralela al atardecer siguiendo el camino de los rayos oblicuos de un sol que, aunque todavía radiante, se iba acercando hacia el ocaso. Había vivido tantos años que ahora aguardaba tranquilo la llegada de la vieja dama envuelta en velos negros, la muerte, a quien no temía, que tomándolo de la mano lo llevase a un mundo lleno de incógnitas para él pero que imaginaba pleno de Luz. Sin embargo, aún deseaba celebrar con ilusión, una vez más, la próxima Navidad que ya se anunciaba con sus alegres luces de colores, quizá la última de su longeva vida.
Y sumido en aquella paz, su mente voló al tiempo lejano de la niñez cuando feliz correteaba por las calles del barrio en que nació y lo vio crecer. Era un buen muchacho, obediente y muy amante de la Virgen de las Angustias, Patrona coronada de la ciudad. La Reina de Granada. Majestuosa, con el manto negro bordado de oro y la cara de Dolorosa sosteniendo al Hijo muerto en los brazos. Ese amor hacia la Virgen le había sido inculcado por su madre desde pequeño. Todos los años, cuando llegaba el mes de septiembre dedicado a Ella, la visitaba en su basílica de “Nuestra Señora de las Angustias”, el día de la Ofrenda, para depositar un ramo hecho con las humildes flores que con mimo él mismo había cultivado en el pequeño patio de la casa en que vivían y que nunca le faltaron. En su inocencia, hasta le parecía ver que la Virgen, al recibir esa ofrenda de flores, desde su hornacina de la fachada, le dedicaba una sonrisa y una mirada de gratitud. Ese recuerdo y el amor hacia la Reina de Granada, le habían acompañado toda la vida.
Así, como le quedó igualmente grabado para siempre el día en que lo llevaron a visitar por primera vez aquella Fortaleza árabe: ¡La Alhambra! Monumento Nacional, Patrimonio de la Humanidad, orgullo de Granada y admiración del mundo entero. Le contaron que fue construida hacía más de setecientos años por el rey Al-Ahmar y que fue terminada por sus descendientes. Embelesado, escuchaba la leyenda, que él creía a pies juntillas, que fue construida a la luz de las antorchas y por eso, a lo lejos se la veía como un hermoso castillo rojo, inspiración de poetas y artistas. Ya dijo, refiriéndose a ella, el gran Washintong Irving que “quien no ha visto la Alhambra, no ha vivido”.
Recorriendo los bellos palacios y jardines imaginaba ser un caballero cristiano, el Día de la Toma, que lanza en ristre defendía la Plaza, saliendo victorioso en la contienda. Hasta le parecía escuchar las aclamaciones en su honor y que, cual héroe, lo llevaban a hombros por aquella fortaleza. Y luego, entre vivas y aplausos, ¡subir, subir, subir!, casi tocando el cielo, hasta el más alto de los torreones, vigías gigantes encargados de protegerla. Aunque, a decir verdad, su preferido era el de Comares, imponente torre, la más alta de todas con los cuarenta y cinco metros de altura y un techo interior tachonado de estrellas. ¡Qué hermoso le parecía! Y allí subido, desde lo alto, contemplando aquel bello paisaje dominando el valle del Darro, ser aclamado como el salvador de su ciudad. ¡Sueños de niño!

Ahora, sentado solitario en aquel banco, compañero partícipe de esos recuerdos del pasado, dejó volar su imaginación hacia la famosa procesión celebrada el día del Corpus, la Fiesta Mayor de Granada, en realidad, su feria. ¡Qué bien se lo pasaba! La ciudad se llenaba de alegría, de fiestas populares, de casetas, de música y de color. Los carruseles giraban y giraban haciendo las delicias de la chiquillería con sus pegasos, lindos pegasos, caballitos de madera, que diría el poeta, subiendo y bajando como queriendo volar. Era la atracción preferida y su mayor felicidad montarse en aquellos caballitos. ¡Subir! ¡Bajar! ¡Subir! ¡Bajar!
Y qué maravilla la Magna Procesión del jueves, Día del Corpus, uno de los tres jueves del año que relucían más que el sol, según el dicho popular. Con el Santísimo expuesto en la artística custodia -oyó decir que la primera custodia fue regalo de la reina Isabel la Católica a la ciudad- haciendo el recorrido por las calles adornadas con altares en honor del Altísimo y los numerosos balcones y escaparates engalanados, a cual más vistosos, dispuestos a participar en los concursos. Aunque lo importante era honrar la Eucaristía.
Cómo se reía con las famosas Carocas y esas divertidas caricaturas y las agudas quintillas, tradición del siglo XVII, colocadas alrededor de la Plaza de Bib-Rambla.
Pero lo que verdaderamente le entusiasmaba de niño era la procesión de la Tarasca. Esperaba con ansiedad el miércoles, día en que salía, para ver el dragón y la figura de mujer montada sobre él acompañada de gigantes y cabezudos. Decían que significaba el triunfo del bien sobre el mal, pero él entonces no entendía de significados, solo sabía que era su procesión favorita y la de todos los demás niños.
Sí, era una feria multicolor en donde cabía todo para el disfrute del pueblo pues nadie podía sentirse infeliz en aquellas fiestas del Corpus en que la ciudad, como una madre, abría sus brazos a todo el que la visitaba. ¡Tiempos felices!
La tarde iba cayendo y el sol, antes radiante, se iba tornando más humilde pero el anciano seguía notando en su arrugada piel la calidez de una última caricia.
Un pájaro de bellos plumajes, posado en la rama de un árbol próximo, interrumpió sus pensamientos. Él amaba la belleza en toda su extensión y la tierra en que nació la poseía en grado sumo. Qué verdad contenía el dicho popular: “Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”. Y si no, qué decir de aquella Semana Santa con las hermosas imágenes de Vírgenes y Cristos desfilando por las calles de la ciudad. Eran noches mágicas viviendo unos momentos llenos de recogimiento y fervor.
¡Qué feliz fue aquel año en que tuvo la dicha de salir en la “Burriquilla”, el Domingo de Ramos, acompañando a Jesús en su entrada a Jerusalén! ¡Ahí es nada! Aquel día sí que se sintió importante. Quizá, la única vez en una existencia tan modesta y gris como la suya.
También le gustaba mucho la procesión del Cristo de los Gitanos, llevado por costaleros y jaleado por las buenas gentes de ese típico barrio del Sacromonte, bailándole y cantando saetas a su paso con las hogueras encendidas a lo largo del camino. Era un espectáculo único.
Emocionante, en verdad y el reverso de la medalla, era la del Silencio. Silencio solo roto por el tambor, que sonaba durante todo el recorrido. Silencio absoluto, con el alumbrado de las farolas apagado y la noche iluminada tan solo con las luces de los cirios de los nazarenos, la luz del Paso y una luna llena en el cielo. Y tantas y tantas otras procesiones a cual más artísticas y de renombre. Verdaderamente, era una Semana Santa especial: la Pasión, según Granada.
Pero, aun amando y admirando la Semana Santa granadina, con la riqueza de sus imágenes y procesiones, lo que le hacía saltar de gozo y alegría, sintiendo más emoción, era el último domingo de septiembre cuando salía la Virgen de la Angustias, su Reina de Granada. Noche de dolor con la Madre entristecida llevando al Hijo muerto en los brazos bajo las estrellas, mientras tres lágrimas como perlas rodaban por su rostro. Era un espectáculo, a la vez que religioso, emocionante y lleno de hermosura. ¿Quién, al contemplar algo así no sentía el pecho inundado de paz? Cuánto hubiera dado por poder llevar a su Virgen en procesión, mecerla y mimarla, entonces que era un joven fuerte lleno de salud y vida.
Empezaba a refrescar y el anciano notó un ligero dolor en el pecho pero se estaba tan bien en aquel parque, rodeado de árboles y flores, que decidió quedarse un rato más rememorando los recuerdos y nostalgias de su larga vida. Nostalgias que ahora volaron hacia aquella soleada playa de Almuñécar, La Playa de San Cristóbal con los tres picachos dentro del mar. Playa bañada por cálidas aguas azules que aquel año descubrió cuando lo llevaron para que viese por primera vez el mar. Cómo había disfrutado chapoteando en las orillas y cogiendo conchas y caracolas de variados colores, desaparecidas ya casi por completo.
¡Qué añoranzas! Arena, mar, cielo y sol. Todo un paraíso tropical para él. Aún recordaba las palabras que su madre le decía: “Hijo, aquí es donde mejor se veranea del mundo”. En realidad, solo fueron aquel año y durante unos días pues su familia no podía permitirse el lujo de viajar a ningún sitio, pero no hacía falta, aquel verano tuvo allí todo lo que podía desear ofrecido generosamente por la naturaleza de aquella costa paradisíaca.
A media tarde, después del baño, se sentaba en la orilla del mar, mientras veía volar las gaviotas, merendando lo que en su imaginación infantil llamaba “pan con esmeraldas”, que, en realidad, era un pedazo de pan con uvas que a él le sabían a gloria. Después, ya atardecido, abandonaba la playa con el cuerpo cubierto de salitre y el espíritu pleno de felicidad pues al cumplir su deseo infantil de conocer el mar, aprendió a amarlo con toda su inmensidad.
La tarde, definitivamente, iba dando a su fin y el espíritu del anciano se tornó melancólico al ver a jóvenes parejas arrullándose tiernamente en los bancos amparados por las discretas sombras de una incipiente noche. Él también estuvo enamorado cuando, siendo aún muy joven, vio por primera vez a aquella hermosa muchacha, para él inalcanzable.
Fue un amor en las sombras, platónico, sin esperanzas. ¿Qué podía ofrecerle un pobre muchacho a toda una diosa? De nuevo se sintió joven y por su mente fueron pasando los recuerdos vividos aquella tarde en que la vio. Radiante, rodeada de jóvenes pretendientes y adorada por todos. Él no era nadie comparado con aquella corte de aspirantes a su amor que, entre risas y coqueteos, desdeñaba. Se contentaba con mirar, entre las bambalinas del teatro imaginario de la vida, aquella obra representada por unos actores, cuya protagonista absoluta era su amada, y en la cual a él le había tocado el papel de triste espectador.
Todas las tardes, a la misma hora, pasaba para verla por aquel café donde ella solía sentarse con sus amigos, siendo ignorada por completo su presencia día tras día. No importaba, volvería de nuevo, tal era su enamoramiento. Pero una tarde, por un instante, la muchacha, reparando en aquel joven que con la mirada le estaba declarando todo su amor, clavó los ojos en él dedicándole su mejor sonrisa. ¡Qué felicidad sintió ese ingenuo corazón! ¡La diosa le había sonreído! ¡A él! No podía creerlo. Y sintió que tocaba el cielo con su mano. Y regresó a casa henchido de ilusiones y sueños… que nunca se hicieron realidad. Pero… ¡ella le había sonreído!
¡Cómo la había amado! Y aún la seguía amando pese al tiempo transcurrido. Fue el amor de su vida aunque ella jamás llegara a saberlo. Un amor idealizado en el tiempo. Pero aquella imagen, aquella sonrisa, quedaron grabadas en el recuerdo para siempre, imborrables en su memoria y en su corazón.

No quería que llegase la noche. Deseaba seguir sumido en ese mundo casi onírico de los recuerdos. Vivir de nuevo todos los momentos felices como aquellas entrañables Navidades celebradas cuando niño, modestas pero llenas de amor y de alegría, con toda la familia reunida alrededor del sencillo belén cantando villancicos acompañados de panderetas, zambombas y la ruidosa botella de anís rascada con una cuchara. A ver quién metía más ruido y cantaba más alto los villancicos populares, que todos sabían, como aquel que tanta gracia le hacía en el que San José por goloso con las gachas los “hocicos” se quemó. Navidades ingenuas pero felices en las que nunca faltaban los dulces típicos navideños: polvorones, mantecados, roscos de vino, cordiales, carines, exquisitas recetas hechas por las hermanas del convento de Sta. Catalina de Zafra. ¡Qué buenos le sabían todos!
Después de la cena de Nochebuena y de haber cantado todo el repertorio de canciones navideñas, se iban a la misa del Gallo, como era tradición en aquel tiempo. ¡Qué precioso le parecía el belén de su parroquia! Con las figuritas de barro, algunas moviéndose, un río de agua de verdad, un cielo tachonado de estrellas y aquel Niño Jesús bendiciendo a todos con su manita. Al salir de misa todos se deseaban: “¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!”… Y pensó, entristecido, que aquel año no tenía a nadie con quien celebrarlas. ¡Estaba tan solo!
El anciano notó que dos cálidas lágrimas corrían por sus mejillas al evocar aquellos momentos vividos en una existencia tan longeva como la suya. La noche había cerrado por completo y una media luna en fase menguante, se diría que fuese el símbolo de su etapa por este mundo, iluminó el parque. Ya no quedaba casi nadie en él. Incluso las parejas de enamorados se habían ido. Y solo, logró levantarse pesadamente de aquel banco que había compartido con él aquellos recuerdos y a pasos lentos echó a andar. El dolor del pecho empezaba a serle cada vez más agudo pero siguió caminando apenas ya sin fuerzas.
Por su mente, como en una película, pasaron vertiginosamente las imágenes de aquella madre tan querida, de viejos amigos ya desaparecidos, de la muchacha idealizada en el tiempo a quien amó… Y como una aparición, la de aquella Virgen de las Angustias, La Reina de Granada, a la que siempre llevaba flores de niño.
Mientras su vida se apagaba, caminando a duras penas, en esos últimos momentos creyó verla, ¿alucinación o realidad?, con la misma sonrisa que le dedicaba al recibir sus humildes flores.
Y ya sin aliento, roto su corazón, cayó a los pies de su Virgen de las Angustias que amorosa lo recogió llevándoselo a ese mundo de Luz con el que siempre había soñado para celebrar con Ella su más hermosa Navidad.
Y la luna, que solitaria desde el cielo de Granada contemplaba la escena, derramó lágrimas de plata.
oooooooooooooooooooooooooooooo
Finalista del 3º Certamen Internacional de Relato Corto
“Escritor Rogelio Garrido Montañana” 2014, Barcelona.
A la gran familia de Granada Costa os deseo una feliz Navidad y un año 2025 pleno de salud y éxitos, tanto literarios como personales.
Vuestra amiga Carmen Carrasco
