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Solo tal vez es un quizás

La política es a veces un juego de poder —si bien no tan complejo como el ajedrez. Ya les gustaría a la mayoría de políticos poseer las habilidades de un ajedrecista. Lo dejaremos en algo parecido al parchís, que requiere menos cualidades intelectuales—, siempre un despliegue de liderazgo y, mucho más a menudo de lo que sería deseable, un campo de batalla. El sentido común nos dice que quienes se dedican a la política deberían ser personas comprometidas que buscan guiar a los ciudadanos hacia un futuro mejor a pesar de las grandes dificultades de semejante tarea. Pero no siempre es así. E incluso en el mejor de los casos (en el de las personas que entran en el mundo de la política cargados de buenas intenciones) las meteduras de pata están a la orden del día. Supongo que no les costará hallar múltiples ejemplos de esto último. La pregunta es, ¿qué pasa cuando se comete un error en el ejercicio del poder político? ¿Se niega, se minimiza, o por contra, se reconoce y se aprende de él?

Estoy seguro de haber leído en alguna parte que la sabiduría está en reconocer los errores propios y aprender de ellos. Dicen que rectificar es de sabios, ¿no? Como lo hiciera el Rey Juan Carlos I cuando aún no era emérito al admitir que se había equivocado al ir de elefantiásica cacería en Botswana. Incluso prometió que no volvería a suceder. Tal vez olvidara pedir perdón por algunas cosillas más (Rajoy dixit), pero atribuiremos el lapsus a la avanzada edad del abdicado y no a un intento de ocultación de sus múltiples líos económicos y de faldas, por supuesto. Supongo que en los años transcurridos desde su acto de contrición los elefantes africanos habrán vivido más tranquilos, aunque no pueda decirse lo mismo de la propia familia Real.

Y es que en todos los niveles de la acción política, la admisión de un error a menudo se ve como una debilidad, un signo de fraude o, si se está en el Gobierno, una invitación a la oposición para aprovecharse de ello. Pero, ¿y si los políticos adquirieran la costumbre de reconocer y pedir disculpas por sus equivocaciones transformándolas en oportunidades para mejorar su gestión, hacer gala de la virtud de la resiliencia, ganarse la confianza de sus votantes y, en definitiva, demostrar que de los errores se puede aprender?

Lector, a pesar del espacio y el tiempo que nos separan puedo intuir su sonrisa irónica. ¿Acaso cree que la pregunta es ingenua? ¿Utópica? ¿Ciencia-ficción hard? Quizás esté pensando que si algún político reconociera sus deslices alguna vez (cosa que, créame, de la misma forma que el avistamiento del cometa Halley, en alguna ocasión ha sucedido) no sería de forma sincera ni por convicción sino más bien, como la aparición de la dulce niña Carolina en la canción de M-Clan, por algún tipo de interés.

            Es posible, es posible. Así que me aferraré a las palabras de Ortega en sus “Meditaciones sobre el Quijote”, cuando afirma que “toda labor de cultura es una interpretación—esclarecimiento, explicación o exégesis—de la vida. La vida es el texto eterno, la retama ardiendo al borde del camino donde Dios da sus voces. La cultura—arte o ciencia o política— es el comentario, es aquel modo de la vida en que, refractándose ésta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación”. Exijamos pulimento y ordenación a la tan necesaria práctica política (sin ella no hay democracia ni libertad), pero, ya puestos, deberíamos aplicarnos el cuento también a nosotros mismos. En realidad nadie es infalible. Deberíamos animar a los políticos a que reconozcan sus errores y valorar esa actitud. Porque eso no solo les haría más humanos, sino que también sería una prueba de su integridad y su compromiso con el bien común.

Admitir un error político no es tarea fácil. En los tiempos que corren constituye un acto de gran valentía. Es una forma de demostrar humildad y responsabilidad ante la sociedad, de anteponer el bien común al interés partidista. En su obra «El laberinto sentimental», José Antonio Marina argumenta que el éxito de un líder político depende de su capacidad para comprender y gestionar sus emociones. Según el filósofo toledano, un líder político efectivo debe ser capaz de construir relaciones basadas en la confianza y la empatía, y ser consciente de sus propias debilidades y prejuicios.

Si hacemos caso a Marina, advertiremos que algunas lideresas que suelen ponerse el mundo por Montero no debieron disfrutar en su infancia de la tan en boga hoy en día educación emocional, pues de lo contrario harían gala de esa humildad y responsabilidad para admitir sus errores y enmendarlos en lugar de echar balones fuera y poner en marcha el ventilador de ya saben qué. Es tan lógico y adecuado como afirmar que solo sí es sí. Aunque de momento y a la espera de que las cosas cambien, da la impresión de que en política solo un tal vez es un quizás. La mayor parte de las veces un nunca jamás.

Javier Serra

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