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SE ENVIDIA LO QUE NO SE DESEA CONOCER

            Había un hombre en un pueblo. Un hombre que para más señas era labrador. Un labrador que tenía fama en la aldea. Y os preguntaréis por qué. Pues tenía fama por su celo y mimo de la tierra. De tal forma que él, lejos de considerarse labrador, decía de sí mismo que era un “cuidador” de la tierra.

            En verdad no era un labrador común. Cuidaba con esmero cada palmo sembrado. Vigilaba de tal modo que tanto lo plantado como el curso de la cosecha estaba siempre en su punto más elevado. No escatimaba ni un momento de su tiempo, ni un ápice de su dedicación. Se mostraba atento al riego, al abono, al exterminio de las malas hierbas, a poner coto y merma a las plagas.

            Se levantaba cada mañana con un solo fin y una mirada sola en el horizonte del camino. No solía descuidar nada, pues era conocedor de la importancia del más mínimo detalle. Pero sobre todo y por encima de todo, aquel hombre ponía en cada acto su propio corazón.

            El resultado final era la obtención de abundantes cosechas. Sus frutos eran con diferencia los mejores del lugar y considerados de gran valor en el mercado. Recibía felicitaciones desde lugares muy distantes e incluso, de alguna gente cercana.

            Pero este hombre era envidiado. No porque fuera orgulloso, no porque se comportara de manera distante, no porque se mostrara indiferente y se negara a enseñar el modo de conseguir sus mismos resultados. No, este hombre era simplemente envidiado.

            Lo cierto es que nadie llamó a su puerta preguntando si podía guiarles, pidiendo ser informado del secreto o la causa por la cual sus resultados eran tan sorprendentes.

            Sin embargo, la envidia corroía a unos pocos, a los que más tierras tenían, a los que más dinero gastaban y más cantidad de jornaleros reunían en sus cultivos. Aquellos que, pese a tanto, nunca lograban cosechas como las de su vecino, aquel hombre tan envidiado.

            Un día cualquiera decidieron unirse para echarle de sus tierras, para desterrar por siempre la gozosa sombra que al parecer les agobiaba. Su sola presencia ya era suficientemente enojosa.

            Le escatimaron el suministro de agua, pero aquel año llovió lo suficiente. Le negaron el crédito, pero vendió tan bien sus productos que incluso le quedó un poco de dinero reservado. Le negaron la posibilidad de avituallarse, pero unos amigos le surtieron sobrado. Le acecharon días con intención de asustarle, pero sus seres queridos le rodearon e iban con él a todas partes.

            Y así, hasta que finalmente se rindieron, siendo ellos los que se vieron obligados a marcharse, dado que tanto empeño pusieron en aquel intento malsano, que el mal deseo acabó por arruinarles.

            Ahora el pueblo está libre de envidiosos. Y la gente más sencilla se acerca al labrador y aprende a sacar la mejor cosecha de su suelo. Han comprendido que el amor todo lo puede y que el mayor de los secretos solo se guarda en el corazón.

            Ojalá que esto pase también en mi pueblo. Porque hombres como este son los que necesitamos, para engrandecer hasta lo más pequeño.

            Si yo tuviera un vecino así, y seguro que lo tengo, me aprestaría a aprender de él todo lo bueno.

 

Antonio Quero

Katena

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