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SALIR DEL COCHE Y OTRAS REVOLUCIONES

En Salir del coche y otras revoluciones, una alegoría del hombre contemporáneo se encierra —literal y simbólicamente— en su propio vehículo. A través del humor y la lucidez, el texto reflexiona sobre la alienación moderna, la apatía social y el pequeño gesto que puede convertirse en una auténtica rebelión interior.

Javier Serra

Javier Serra

Si Lipovetsky habló de La era del vacío, es menester preguntarnos: ¿dónde se materializa mejor esa nada que en un automóvil descendiendo a las profundidades de un aparcamiento residencial? No hay templo contemporáneo más honesto que un parquin: sin ventanas, sin historia y con una acústica perfecta para escucharse a uno mismo.

Nuestro protagonista, llamémosle casualmente Sísifo, acaba de llegar a su refugio posmoderno. Conduce un cochazo que supone la quintaesencia del proceso de personalización del siglo XXI: una cápsula de cristal y metal, climatizada e insonorizada, que le lleva a gestionar su existencia haciéndolo creer libre. Al descender por una rampa que conduce no al inframundo, sino quizá a algún sitio más tétrico, siente la satisfacción narcisista que solo puede proporcionar ser amo y señor de una plaza numerada a la cual puede llegar guiado por el GPS si es necesario.

Pero el universo no suele ajustarse a nuestros deseos. Justo cuando Sísifo se detiene en su plaza, la noche cae. No metafóricamente, no, sino literalmente: el sensor del parquin decide que ya no hay movimiento suficiente que justifique el gasto eléctrico. Los fantasmas no cuentan. ¡Zas! Las luces se apagan.

Sísifo queda inmovilizado en la oscuridad completa. Antropófaga. De pronto, su refugio de tecnología y hedonismo se metamorfosea en una jaula. Sufre, digamos, una desubstancialización en el asiento del conductor. Como mantequilla sobre sartén caliente.

El silencio es total. Sin el runrún habitual del motor, a solas con el eco de su propia conciencia, los gritos del silencio se vuelven tan atronadores como acusadores.

Algunos han calificado esa sensación de vacío existencial. Un mal propio de la opulencia.

Ahí, sentado en su trono de polipiel, el homo autófobo se enfrenta a la verdad incómoda de su existencia: El sujeto que aspiraba a la realización personal está condenado a la pasividad, como un peón mal ubicado que no avanza bloqueado no por un enemigo, sino por su propia falta de propósito.

Sísifo, en su inmovilidad, experimenta que su identidad se licúa por falta de referencias consistentes. ¡Qué destino inesperado! Los valores superiores se han vaciado de sustancia a tenor de la deriva del mundo que los propuso, o peor aún, al querer ignorarla por completo.

Se mira en el retrovisor, pero la negrura le impide ver su reflejo. ¿O acaso se ha transformado en un vampiro?

Toma su móvil (la quintaesencia de la alienación, si Marx levantara la cabeza…) y, paradójicamente, la claridad de su pantalla le muestra su rostro atravesado por sombras.

Comprende que su apatía, esa indiferencia indolente que le permite creer que los problemas del mundo no le conciernen (al fin y al cabo ya se han dado los primeros pasos para construir Gaza Resort City), es insostenible y provoca crisis demasiado íntimas cuando menos te lo esperas. Debe actuar. Debe moverse.

Sísifo estira la mano para abrir la puerta de su coche. Un gesto insignificante.

Un movimiento que, sin embargo, ha decidido por sí mismo.

Tan pronto como su pie toca el suelo y el peso de su cuerpo abandona el vehículo, el sensor del parquin despierta de su letargo. Las luces fluorescentes se encienden con un clic,clic protésico, iluminando de nuevo las entrañas de la colmena de hormigón.

A pesar de que sus movimientos son rutinarios, idénticos a cualquier otro día tras aparcar el coche en su plaza, Sísifo se siente liberado.

Tal vez al salir no se pregunte por la Justicia Universal ni abandere revolución alguna. Pero en el escozor en la garganta que le ha provocado la angustia, el vértigo de haber atisbado el abismo en el sitio menos pensado, quizá provoque que algo de verdad cambie en su vida. Quizá se sienta… liberado.

Aunque quizás la libertad hoy en día sea simplemente una opción preconfigurada, como los programas de las lavadoras.

Lipovetski afirmaría que los triunfos pueden ser solo otra forma de derrota. Pero no es menos cierto que la acumulación de estas constituyen el único camino para alcanzar la victoria. No la de un héroe de cómic, quizá, pero sí la del ciudadano que, aun con miedo y flojera, decide moverse.

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