Portada » Relato: La serenidad de una partida  

Relato: La serenidad de una partida  

Un relato íntimo sobre la despedida de una amiga que elige una muerte serena. Un testimonio profundo sobre el valor de aceptar el final con dignidad, paz y amor.

A_solitary_woman_standing_on_the_shoreline_viewed

La muerte siempre ha sido para mí un misterio oscuro, un horizonte del que apenas nos atrevemos a hablar. La tememos, la esquivamos, la disfrazamos con eufemismos. Pero ese aciago  14 de agosto de 2025  día entendí que también puede tener un rostro sereno, una voz clara, una voluntad firme. Entendí que morir, cuando se ha vivido con autenticidad, puede ser un acto tan libre como nacer.

Mi amiga llevaba tiempo desgastada por un cáncer incurable y avanzado. Ya no era el dolor físico lo que más le pesaba, sino la sensación de estar retenida en una batalla que no podía ganar. Había luchado, sí. Había pasado noches infinitas de dolor, angustia, desesperación, cuerpos cansados, medicamentos que daban treguas y luego la retiraban. Pero esa mañana, cuando me llamaron para despedirme de ella cuando aún estaba consciente en la cama del hospital, intuí  que había tomado una decisión distinta, la más íntima y radical de todas: pedir la sedación.

Quiero descansar _ dijo_ , y quiero hacerlo en paz, sin prolongar un sufrimiento que no tiene sentido.

Lo expresó con una calma que nos  atravesó como un relámpago. Tal vez, en nuestro dolor por verla ya tan cansada esperábamos  ver  en ella la angustia, el llanto, la desesperación… pero lo que vimos  en sus ojos fue una claridad que desarmaba.

Ella no tenía miedo. Había aceptado que su cuerpo ya no respondía, que la enfermedad avanzaba sin remedio. Y, en lugar de resistirse con desesperación, eligió reconciliarse con esa certeza. “He vivido lo que me tocaba vivir. He amado, he reído, he aprendido. Ahora me toca soltar amarras y poner proa al infinito desconocido”, parecía querer decirnos.

Lo más sorprendente fue lo que hizo después. En vez de encerrarse en sí misma, decidió abrir su corazón una vez más. Llamó a sus allegados, uno por uno, para despedirse. No con la solemnidad de un adiós trágico, sino con la gratitud de quien entrega un regalo. Sus palabras eran semillas de amor:

_Gracias por estar en mi vida.

_Recuérdame con alegría, no con pena.

_ Me voy tranquila, porque os llevo dentro._ dijo con un susurro de voz.

Yo, mientras la miraba con su mano delgada y pálida entre las mías, me sentía desnuda, como si la piel me sobrara y no pudiera protegerme de la verdad que caía sobre mí. Estaba allí como testigo directo, como amiga, y me costaba tanto sostener esa serenidad que ella mostraba con tanta naturalidad. Yo lloraba por dentro, como quien sabe que se acerca un desgarro inevitable. Y, sin embargo, ella fue quien me sostuvo a mí: su mano frágil, temblorosa, apretó  la mía y, con esa simple presión, me transmitió una fuerza que ni sé de dónde sacaba.

Comprendí entonces que el coraje no siempre se muestra luchando contra lo imposible, sino sabiendo rendirse con dignidad cuando ya no hay más camino. Carmen  no se rindió a la enfermedad: se rindió a la vida misma, aceptando que todo tiene un límite. Fue ella quien eligió cómo quería irse, con respeto hacia sí misma y hacia los que la rodeábamos.

Aquella tarde, mientras se despedía, habló  de la certeza de que la parte física de nuestro ser había llegado al final de su  un viaje.

_ No sé qué hay después _me confesó—, pero me voy con la serenidad de quien entrega sus cosas en orden, de quien no deja deudas de amor pendientes.

 Me quedé pensando en esa imagen: partir ligero, sin rencores, sin cuentas por saldar. ¿Cuántos de nosotros podremos hacerlo así?

Yo me sentí tan pequeña, tan vulnerable, tan despojada… Me vi frente a un espejo que me devolvía mi propio temor a morir, mi propia fragilidad. Pero en su gesto había una enseñanza: que la muerte no es un monstruo, sino un paso natural que puede afrontarse con calma, si hemos aprendido a vivir con verdad.

Cuando la sedaron, la vi cerrar los ojos como quien se deja llevar por un sueño ignoto. No hubo dramatismo, no hubo gritos ni resistencias. Fue un acto de confianza, un abandono consciente. Y en esa escena, que tantas veces había temido, descubrí una belleza extraña y profunda.

Hoy, al recordarla, siento que lo que hizo fue dejarnos una lección viva: nos mostró que la muerte también puede ser un acto de respeto y cordura, una despedida serena que ilumina a los que quedamos. Ella partió, pero nos regaló la certeza de que hasta el último instante se puede elegir cómo vivir, incluso cómo morir. Y yo, su amiga, me quedé con el vacío inevitable, con la desnudez del alma… pero también con el privilegio inmenso de haber sido testigo de su valentía.

Ana Martínez Parra

Deja un comentario