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RECUERDOS DE UNA NIÑA EN NAVIDAD

yo jardin muralla

Vísperas de Navidad -o pasada cuando ya leáis esto- y por mi vida ya han pasado muchas a través de los años. Ya no siento la alegría de cuando era niña ni la ilusión con que celebrábamos todos en familia estas entrañables fiestas, como es la llegada del Niño Dios, hoy eclipsado por ese muñeco vestido de rojo llamado Papá Noel que antes fue el anuncio de un refresco de cola. Incluso los Reyes Magos casi han desaparecido, a no ser por la cabalgata y los nuevos regalos para los niños. Y luces, luces, luces, a ver qué ciudad puede epatar más que las otras en esta competición y derroche del alumbrado.

     Pese a todo, conmemoremos que hace más de dos mil años, en la aldea de Belén, y adorado por unos sencillos pastores y unos Magos de Oriente, nació Jesús nuestro Salvador. Sea bienvenida una nueva Navidad.

     Y  doy comienzo con los nostálgicos recuerdos de las Navidades de mi niñez.

 En casa se ponía un sencillo belén -el árbol no existía, por supuesto-, sin luces, ni ríos con agua saltarina, ni figuritas en movimiento.  Nuestras  figuritas eran antiguas, entre ellas, una horrible vaca a la que la cubierta de las patas se le había desprendido y le quedaron al descubiertos cuatro oxidados alambres. Quedó convertida en una vaca surrealista. Pero eran unas Navidades vividas intensamente y con la ilusión de una niña que creía que todo era bueno en mi pequeño mundo de fantasía. Cantábamos acompañados de zambombas y panderetas y rascando la botella de anís del feísimo mono pero que entonces no nos parecía tan feo. Luego, íbamos a la misa del “gallo”, deseándonos todos de corazón una feliz Navidad.

    También recuerdo que en el colegio, benditas monjas que tanto bien me hicieron, todos los años se hacía un festival de Navidad sobre el escenario de aquel amplio salón de actos. Cantábamos villancicos, representábamos autos sacramentales de Calderón y en varias ocasiones, yo interpreté lo que hoy sería un musical, infantil, claro, recitando y cantando acompañada por la profesora de piano del colegio, la querida señorita Conchita Seoane.

     Pero… aún tengo una espinita que quedó clavada en mi infantil corazón: Nunca me eligieron para hacer el papel de la Virgen María, que tanto deseaba. Esta exclusiva la tenía una niña llamada C. César, ojos azules, mona… pero muy sosa y paradita.

    Un año en que esta niña se puso mala, echaron mano de mí para sustituirla, pero cuando, felizmente para ella, se recuperó, volvieron a elegirla y yo me quedé ¡palabra!, llorando a lágrima viva.

     Pienso que a mí, que también era boniqueta, no me elegían porque era muy viva de genio y preferían la pasividad de la otra niña en escena. ¡Ay!, y ahora creo que ya es un poco tarde y tendría que hacer el papel de la anciana abuela de Jesús.

     En otra ocasión, Navidad también, salíamos un coro de niñas cantando y bailando un villancico con la vestimenta ad hoc, o sea, de seudo pastoras con faldas de aldeanas y pañuelos en la cabeza. Todo iba bien y conjuntado hasta que, con tan mala fortuna,  en una de las evoluciones se me desató una zapatilla y tuve que seguir bailando con ella arrastrando ante las risas de toda la gente. Y encima, sor Rosario me echó una buena regañina por convertir el número de baile en uno cómico. Y con razón, pues llevábamos ensayando todo un mes, pero la culpa la tuvo la zapatilla.

     Y volviendo a las Navidades familiares, otra de las cosas que me hacía una gran ilusión era preparar los dulces navideños con mi querida madre, que tan buenos los hacía. Unos días antes de Nochebuena nos metíamos en la cocina, yo de pinche, para elaborar una serie de pastelillos, tales como mantecados caseros, pastas de almendra, borrachuelos, magdalenas -nosotros las llamábamos margaritas-, empanadillas de cabello de ángel, de mermelada de tomate, de boniato… ¡Hum, qué buenos estaban!

     Como entonces no había horno en las casas, teníamos que llevar los dulces en bandejas de latón a la panadería de la señora Frasquita, dejarlos allí hasta que se hornearan y luego ir a recogerlos. El camino de casa hasta la panadería era una auténtica procesión. Cada una llevaba una bandeja con los dulces bien colocados, pero como eran unas cuantas bandejas, nos ayudaban una niñas musulmanas amigas. Luego, les dábamos un buen aguinaldo y dulces y se iban tan contentas. De aquellas niñas, la que era más amiga mía se llamaba Fátima, Fatimita, como yo la llamaba, y la quería mucho.

     Aquellos dulces, milagrosamente, duraban en perfecto estado durante la Navidad conservados en envases de lata. Como yo solo sabía contar hasta siete, cuando los traíamos a casa decía: ¡Me comía siete!, que era el summum para mí de la numeración.

     En otra ocasión, en la cena de Nochebuena, me dejaron probar, o yo lo cogí sin que se dieran cuenta, un chupito -que se dice ahora- de anís. (A mí el anís me sabe a caramelo de anís, aunque prácticamente no bebo nunca). Pues bien, como no estaba acostumbrada a esos “vicios”, me achispé, o sea, cogí “un puntito” y mis villancicos no eran cantados, eran berridos tan desentonados que si los mismos hubiesen llegado hasta el Divino Infante, se habría tenido que tapar los oídos, así como los pastores, los Reyes y hasta la mula y el buey.

     ¿Y qué decir de los Reyes? Era la noche mágica por excelencia. Mi preferido era Baltasar y a él le escribía siempre mi carta pidiéndole una lista de regalos que, lógicamente, nunca se cumplía. La víspera me llevaban a ver la cabalgata, toda feliz porque iba a ver a Sus Majestades los Reyes Magos. Estos iban montados en auténticos camellos, ya que en Melilla, mi ciudad natal, los Reyes venían montados en camellos, e incluso, el Rey Baltasar era un apuesto negro de verdad, no esos fantoches pintados, y despintados, que no engañan ni al más ingenuo de los niños.

     Recuerdo que un año había pedido a los Reyes una muñeca llamada Gisela, para mí, más bonita que la Mariquita Pérez  pero no tan famosa ni tan cara. Pues bien, pasé esa noche mágica soñando con la muñeca… y los Reyes no me la trajeron. Me llevé una gran desilusión pero me consolé con otros juguetes, pocos, porque entonces no había este derroche de regalos como ahora… por motivos obvios.

     Pasó el tiempo y al cabo de un mes, un día al despertarme, me encontré al lado de la cama una voluminosa caja conteniendo en su interior la ansiada muñeca Gisela. ¿Cuál sería el misterio? Sencillamente, en Reyes se agotaron todas esas muñecas -llegarían pocas a Melilla- y hubo que esperar a que trajeran otra remesa, que llegó un mes después, por fortuna para mí, pues aún seguía creyendo que los Reyes Magos habían tenido mucho trabajo y no les dio tiempo a dejarme la muñeca. ¡Qué inocencia!

     ¿Y qué fue de aquella muñeca llamada Gisela? Aún la conservo y podéis verla en esta foto reciente que le he hecho. Sigue conmigo, pese a los luengos años que aquellos Reyes tardíos me la dejaron al lado de mi cama. Ya no llora, ni dice mamá, ni abre y cierra los ojitos, pues la maquinaria, con el tiempo, se ha estropeado, pero sigue siendo preciosa para mí y, sobre todo, es un vivo recuerdo de mi niñez.

     Otro año me dejaron una enorme pelota e, impaciente por ver los regalos, me desperté a las seis de la mañana y me puse a botarla armando tal ruido que no dejaba dormir a los vecinos, casi familia, que vivían pared con pared. Y por supuesto, tampoco dejé dormir a mi familia pues, encima, “cantaba”: Tengo una pelota que salta y bota. Cuando se me rompa, tendré otra.

     Seguro que estarían deseando que se me rompiera y no  me volverían a comprar otra en algún tiempo por la madrugada que los dejé sin dormir.

     Pues, ¿y el año que me trajeron un patín? Pero no un patín como los de ahora, que son un peligro público, con motor, luces y permiso para atropellar transeúntes si te descuidas… No. Aquel patín era de madera, con ruedas de madera, manillar de madera y alma de madera, pero muy bonito y pintado de azul, mi color preferido.

     La misma mañana de Reyes, toda contenta y ufana, cogí mi patín y dispuesta a batir un récord de velocidad, me lancé por una cuesta abajo, dale que dale con el pie. Mas, ¡ay!, poco duró aquella carrera pues a la mitad del slalom, mi flamante patín tropezó con una piedra y se partió por la mitad. ¡Qué disgusto me llevé! ¡Y cómo lo sentiría su alma de madera! ¡Vaya trato que me has dado!, pensaría.

     Cuando volví a casa, toda alicaída, con el malogrado patín partido en dos, a mi madre, menos mal, solo se le ocurrió decirme: Pero, ¿qué van a pensar los Reyes cuando se enteren de que en la primera salida ya lo has roto?

     Afortunadamente hubo remedio. Lo llevaron a un carpintero, vecino de casa, y lo “remendó” con una barra de hierro sujetando los trozos y así pude seguir paseando con él… por lo llano. Se acabaron las cuestas y mis ilusas pretensiones de velocidad con  aquel sencillo patín… de madera

     Por último, y ya acabo con este apartado dedicado a los Reyes, ¿qué decir de mi “llorón” acostadito en un moisés al que vistió mi madre con una faldeta de cretona roja “chillona” porque no tenía otra tela? Era horrorosa, pero a mí me hacía feliz pasearme por el jardín de casa con mi bebé rodeado de aquella cretona roja floreada que sabe Dios de dónde había salido.

     Y poniéndome aún más sentimental, por encima de todas estas alegrías de la niñez, mi delirio era la llegada de mi hermano mayor, Joaquín, que se hallaba en la Academia Militar de Zaragoza preparándose para oficial de Infantería (con los años alcanzó el grado de coronel).

     Muy de mañana salíamos hacia el puerto para esperar la llegada del barco que había de traerlo de Málaga. Al oír la sirena, mi corazón saltaba de júbilo porque era la señal de que pronto podría abrazarlo y disfrutar de su compañía durante las vacaciones de Navidad, ya que de nuevo tendría que marcharse al finalizar estas, dejándome muy triste. Siempre me traía algún cuento, que era lo que más me gustaba, y era la persona más buena y cariñosa del mundo. De jefe todos le respetaban, apreciaban y admiraban.      Ahora ya celebra las Navidades en el Cielo, pero mi recuerdo es perenne hacia ese ser excepcional.

     Bueno, y ya no os entretengo más con mis inocentes recuerdos de esas Navidades pasadas, añoradas y perdidas en el tiempo y el espacio. Ahora, pese a que tantos seres queridos nos han dejado y tantos sitios vacíos hay en la mesa… hemos de seguir adelante y con el pensamiento positivo y, llenos de esperanza, recibir esta nueva Navidad deseando un futuro mejor para las nuevas generaciones y, para nosotros los “otoñales”, pidiendo paz, salud y pocas medicinas en el cajón. Felicidad, la que venga, siendo bien recibida. ¡Ah!, y si nos toca algún pellizco del “gordo”, pues miel sobre hojuelas.

     Muy feliz Navidad para todos vosotros, querida familia de Granada Costa, con nuestro presidente al frente de este gran Proyecto, a quien deseo todo lo bueno porque él es “el mejor presidente que tenemos”

Vuestra amiga Carmen Carrasco.  

Carmen Carrasco Ramos, Delegada Nacional Granada Costa

2 thoughts on “RECUERDOS DE UNA NIÑA EN NAVIDAD

  1. Maravilloso tu relato, Carmen. En muchas cosas de las que cuentas, me identifico contigo. Pero una no tanto, !!yo si me vestí de virgen María!! Y me subieron en una carroza. !!Pero una Virgen calladita la verdad que no!! Feliz Navidad

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